domingo, 17 de marzo de 2013

Tú eliges

Cuando Erick cruzó la puerta de la consulta, supo que no había marcha atrás.
No podía pisar el freno y escapar corriendo de la sala como un cobarde. No, él no era un cobarde, él era valiente y, por eso, no lo dudó un instante y se sentó en el butacón rojo, justo enfrente de la mesa de despacho. El hombre que estaba detrás de ella, concentrado en la pantalla del ordenador, aparentaba tener treinta años, con barba, ojos y pelo rizado del mismo color, castaño. Parecía buena persona y, Erick sabía que lo era. Le habían hablado de él. Era el mejor.
Cuando el hombre apartó la vista de la pantalla y se volvió para verle, sonrió de una forma extraña. No fue una sonrisa de alegría, pero tampoco maliciosa. Era una expresión única y espontánea, producida al ver a alguien que hacía mucho tiempo que no veía.
-Erick, ¿verdad?- dijo el psicólogo tendiendo su mano.
El joven asintió y apretó la mano de aquel hombre con fuerza.
-Yo soy el Dr. Monner -dijo el hombre, justo al soltar la mano del chico -Me alegro de verte, me han hablado muchísimo de ti.
-También me han hablado de usted- afirmó Erick con una voz algo temblorosa.
El Dr. Monner sonrió, esta vez de sorpresa.
-Seguro que me han puesto a parir- comentó para romper el hielo.
Erick no se rió, simplemente bajó la mirada y dejó entrever una pequeña sonrisa.
El psicólogo le estuvo observando durante un par de segundos y anotó mentalmente las impresiones que recibía de la conversación. 
En ese tiempo se hizo el silencio.
Un silencio que Erick no tuvo valor para romper.
-¿Sabes por qué estás aquí, verdad?- preguntó el psicólogo en un tono más silencioso y repleto de serenidad.
El joven asintió, mirándole a los ojos de nuevo. 
-¿Estás dispuesto a hacerlo?
El joven mantuvo el silencio un tiempo, como pensando en qué decir.
-¿Tengo otra opción?- dijo.
El psicólogo examinó lo que acababa de decir.
-No es cuestión de tener otra opción o no. No estoy dispuesto a trabajar con alguien que está aquí por obligación. Uno no puede saber qué le ocurre si no quiere saberlo. No estoy dispuesto a trabajar a la fuerza. Sólo cuando quieras saber qué te ocurre de verdad, podré ayudarte.
El tono del Dr. Monner, se había vuelto mucho más serio y alterado. Se le notaba seguro. Erick, en cambio, estaba repleto de dudas. No sabía qué hacer, no sabía por qué estaba ahí y no confiaba en que este hombre fuese a ayudarle.
Sin embargo, un impulso le hizo reaccionar. Algo dentro de su cuerpo le obligó a hablar.
-Sí- dijo el chico.
-¿Sí? ¿Sí de qué?- preguntó el doctor, sorprendido.
-Sí- repitió el joven -Estoy dispuesto a hacerlo. Es decir, quiero hacerlo.
El psicólogo sonrió. Su estrategia había funcionado.
-Perfecto, entonces.


Erick estaba muy cansado. Abrió los ojos con dificultad y observó el rostro del Dr. Monner.
-¿Qué ha pasado?- preguntó el chico.
-Cuéntame tú, Erick, ¿qué ha pasado?
-No lo sé- dijo el chico aún adormecido -Sólo recuerdo que he venido aquí, me he tumbado en este diván y, después de estar un rato hablando con usted, me he quedado... ¿dormido?
-¿Y qué has visto?
-¿Cómo?- preguntó el chico extrañado -¿Cómo que qué he visto? ¿Se refiere al sueño?
El psicólogo asintió.
Erick entrecerró los ojos, elevando la cabeza hacia el techo de la sala.
-Verá- comenzó, dispuesto a relatar su sueño -Ha sido muy extraño. Estaba en una cueva... Una cueva bastante iluminada, acogedora... Sí, muy acogedora. ¿Sabe esa sensación que sientes cuando llevas mucho tiempo fuera de casa y regresas por fin? Pues eso, pero constante. Ese era.. ¿mi hogar? No lo sé. No lo recuerdo bien... Y había... antorchas... Antorchas que adornaban la pared. Unas cuantas, no muchas, pero iluminaban con fuerza. Era como si aquel sitio pudiese ser iluminado por aquellas antorchas sin problemas, pero... había... había una sala. Yo me levanté del suelo y algo me impulsó a ir hacia allá. A aquella cámara no le llegaba luz de las antorchas de antes. No. Estaba... iluminada por... ¿una vela? No lo recuerdo. Solo sé que había una tenue luz que apenas conseguía hacerse sombra a sí misma.
El psicólogo observaba expectante. Era una historia increíble, podía interpretarse de tantas formas... Le embriagaba.
-Continúa, por favor- dijo.
-Y, entonces, ocurrió. El viento. Un viento helado, tan frío que me erizó la piel. Provenía de la sala oscura. Un viento que apagó todas las antorchas, todo el fuego y dejó la cueva totalmente a oscuras. Bueno, totalmente no, había algo de luz, una pequeña luz originada por la vela. Misteriosamente la pequeña vela que más posibilidades tenía de haberse apagado, seguía encendida.
El chico permaneció en silencio reflexionando.
-Decidí marcharme. Quise salir de aquella cueva. Cogí la vela y, llevándola en mi mano, busqué una salida. No recuerdo cómo ocurrió, sólo sé que encontré una potente luz que llevaba al exterior. Estaba ahí, era cálida como el agua en un día de verano. Era acogedora, pero tenía miedo. Miedo de salir, miedo de perder mi cueva, un miedo irracional que me creó una angustia insaciable. Y...
El psicólogo entrecerró los ojos.
-¿Qué ocurrió, Erick?
El chico se llevó las manos a la cabeza, agotado.
-No... lo sé.
El psicólogo suspiró.
-Llevo trabajando de esto durante cinco años y, lo admito, nunca he escuchado una historia como ésta. Estoy perplejo. No sé cómo he de actuar. Veo la respuesta tan clara... sin embargo, mi experiencia, las leyes y todos mis estudios me dicen que, para realizar un diagnóstico sobre tu caso, son necesarias varias sesiones. En eso consiste el psicoanálisis, pero... Es todo tan claro.
El chico no decía nada. Tenía escondida la cara detrás de sus manos.
-Erick, la hora ha acabado.
-Oh...- exclamó el chico -Lo siento, ¿he de irme?
-No- negó el doctor -Ahora ya no quiero tratarte como psicólogo, chico. Necesito hablar contigo de persona a persona. Necesito explicarte lo que te ocurre desde mi punto de vista desde mi subjetividad, de mí para ti.
El chicó asintió, escuchando las palabras del hombre.
-Erick, lo que has visto... La cueva... creo que es tu casa. Sí, creo que es lo que tengo más claro. La cueva es tu casa. Intuyo que las antorchas son tus pilares, la gente a la que quieres, tus amigos, tus familiares... Lo que realmente ilumina tu vida, tu casa, tu persona y, sin embargo, en esa casa hay una sala oscura, algo que necesitas iluminar y que siempre encuentras apagado. Únicamente una pequeña vela es capaz de iluminar alumbrar allí. ¿Sabes qué es? Esperanza. Esperanza por encontrar lo que buscas. Una persona. Un pilar que necesitas. Una presencia esencial para alcanzar tu felicidad. Su ausencia te apaga, Erick, te apaga tanto que te encierra en ti mismo. Y no sólo a ti, también a todos los que te iluminan. Tú no eres nada si no está.
El chico permanecía en silencio, mirando al doctor a los ojos. Rompió a llorar cuando se dio cuenta de que tenía toda la razón, que lo que estaba soñando no era más que la repetición de aquello que sentía. Sintió que el mundo se le rompía, que todas sus antorchas se apagaban, que le arañaban el corazón y le hurgaban hasta lo más profundo.
El Dr. Monner le abrazó. Sintió su dolor, sintió su pena.
-Gracias- dijo con la voz entrecortada, sin separarse del psicólogo.
-Ya queda poco, ¿estás dispuesto a continuar?- preguntó.
El joven asintió antes de decir: "La persona de la que hablas es...", pero fue interrumpido.
-No es necesario que me lo digas. No quiero saberlo.
El joven sonrió. Era un mal trago decirlo en voz alta, así que agradeció muchísimo el gesto del doctor.
-Bien, lo único que me crea dudas, de toda la historia que me has contado, es el final. La salida. La encontraste y, sin embargo tienes miedo.
-Mucho- dijo el chico.
-Tienes miedo a encontrar la persona que hará que esa vela de esperanza arda con fuerza y lo ilumine todo. Tienes miedo de salir de tu cueva, Erick. No te atreves a cambiar tu mundo.
El joven se secó las lágrimas. Sus ojos seguían brillando, pero esta vez era una vela la que los iluminaba. Una vela de esperanza.
-La decisión la tienes sólo tú- explicó el psicólogo -Tienes dos opciones: Quedarte sentado a que algo cambie o atreverte a escapar. Tú decides. Tú eres el único capaz de cambiar las cosas, Erick.
Las palabras del Dr. Monner le atravesaron de golpe. Él sabía la respuesta, él sabía lo que tenía que hacer.
-Y bien, Erick, ¿qué vas a hacer?