lunes, 15 de julio de 2013

Cuando me sumergí atado a una roca

Imagina un día nublado.
Usa de punto de referencia aquellas tormentas veraniegas que se esfuman por el horizonte, dejando su rastro en forma de nube. Imagina esas nubes a punto de explotar.
Visualiza el mar.
Nada a tu alrededor, únicamente las olas y la sombra de aquella barquita en la que estas subido.
Escucha el silencio.
El silencio de estar perdido, como el de aquella noche de verano que te hace querer salir corriendo. Piensa en ese sentimiento de huida y asume que no puedes escapar, que estás a merced de la marea, que eres una pequeña pieza de aquel gran juego de Hundir la Flota.
Siente miedo, siente un calor abochornante que te borra de la mente el camino a casa.
Piérdete en un mar de recuerdos.

¿Lo has hecho ya? Bien, pues ahora déjame contarte cómo sucedió.


Nadie puede hundirte más que tú mismo.
Es por eso que cuando te lanzas al mar, sientes un golpe de vitalidad que reaviva todos y cada uno de los órganos que tienes en el cuerpo. Sientes que el agua entra por todos tus poros, refrescándote, cambiándote, haciéndote suyo.
¿Eres feliz? Bueno, igual de feliz que puede sentirse un hombre perdido por el desierto que cree haber visto un oasis.
El agua cala cada pequeña parte de tu cuerpo mientras notas, débilmente, que permaneces en el sitio. No sabes si subes, si bajas, si caes, si flotas. No te lo preguntas, sigues disfrutando del momento, de la sensación.
El mar es azul, el agua es salada.
Solo te preocupas de que aquello se vaya a acabar en cualquier momento. Tienes miedo de que acabe, de que todo cambie, pero el confort te hace olvidar.
Es entonces cuando decides mirar hacia arriba.
Ves la luz.
La ves lejos. Mucho más lejos que antes.
Estás bajando, estás cayendo.
Levantas el brazo, como intentando tocar la superficie. Obviamente no puedes, pero crees poder hacerlo.
>>No puede ser, mi cuerpo flota<< piensas.
Es en ese momento, en el que te asaltan las dudas. Ya no estás envuelto de confort. Ahora quieres salir.
Tus pulmones comienzan a quejarse. Has olvidado el oxígeno.
Tu cuerpo no está hecho para sumergirte en el océano.

>>¿Cuál es el motivo que me hace bajar? ¿Soy yo y mis dudas? ¿Es el agua salada?<<
No, sin duda no es ninguna de esas. Notas fuertemente como algo te arrastra hasta lo más profundo de aquel mar. El fondo te llama y tu vas a su encuentro.
Al bajar la vista, encuentras el problema: Una roca.
>>¿Cómo narices pude pensar que sumergirme con esa roca era una buena idea?<<
Te asalta el miedo. Sueltas aire en forma de burbujas que escapan, que se marchan.
Ellas son libres, tú no.
Se te acaba el tiempo. Notas una gran presión en el pecho.
El fondo está cada vez más cerca, la superficie cada vez más lejos. Quieres salir y no sabes cómo.
Ahí estás, cayendo.
Tu cuento de hadas va a acabar de aquella forma. El chico que quería volar, murió ahogado. Todo aquello que dicen de que tu vida pasa por delante de tus ojos... es mentira. Pasan por delante de ti, todos los momentos en los que has reído. Por fuera y por dentro. Todos los momentos en los que sonreíste y en los que hiciste sonreír. Todos tus buenos actos, todas tus recompensas. Te despides de todo aquel pensamiento que tuviste un día y te resignas. El punto final se acerca.
Tu último pensamiento, va dedicado a aquellas pequeñas burbujas de aire que se escapan de ti. Tu último aliento. Ellas flotan, no tienen piedras que las obliguen a bajar.

Abres los ojos de golpe mientras comprendes de golpe todo. La única forma de salir de ahí, es dejando la piedra ahí. Soltando la piedra que te obliga a sumergirte cada vez más.
El fondo está a varios palmos de distancia y ahí estás tú, entre la vida y la muerte. Sin saber cuál es la elección correcta. Hasta que notas que no te controlas, que te mueve el instinto. Te aferras a la posibilidad de escapar de aquella cárcel con uñas y dientes.
>>Voy a salir, cueste lo que cueste<<
Desatarse de una roca nunca ha sido fácil, dejas muchas cosas atrás. Sin embargo, puedo aseguraros que, el momento en el que una nueva bocanada de aire entró en mis pulmones, creí que podía volar y mezclarme entre los densos nubarrones que cubrían el cielo.

Confío en que lo entiendas, Roca. No estabamos hechos el uno para el otro, mi mente nos engañó. No fue nuestra culpa. Caímos en el fondo del océano atraídos por su belleza. Fue bonito al principio, pero recuerda que, por más que empujes con toda tu fuerza, nunca podrás atar a un alma libre.
Y yo, aquel día, descubrí que lo era.

miércoles, 3 de julio de 2013

Condicionales

>>Pruébalo, es sencillo<< me había dicho aquella señora en la parada del tren.
Se llamaba Esperanza, ¿coincidencia? Yo no creo en las casualidades. Ella tampoco.

Tal y como dijo, tracé una línea con un rotulador marrón en un papel que casi cubría el suelo de mi habitación. Allí estaba yo, dibujando mi pasado, previendo mi futuro.
>>Piensa en un acto cualquiera. Cuanto más diminuto y sin importancia, mejor. Cuando lo tengas, escríbelo en el origen de la línea. De ahí comenzará tu historia.<<
-Algo que haya pasado desapercibido por mi vida... Algo sin importancia...- dije para mí, mientras intentaba buscar ese algo. Indagué en mis recuerdos de una forma tan intensa que hasta yo mismo me sorprendí. Encontré un momento perfecto y lo escribí a toda velocidad antes de que se me olvidase. 
Un árbol. Un árbol que planté con mi mejor amigo de la infancia en una ciudad a miles de kilómetros de mi casa. Hacía dieciocho años de aquello, pero aquel recuerdo aún permanecía ahí, en un hueco de mi mente, esperando ser rescatado.

>>Cuando lo tengas, comienza a completar la historia con todas y cada una de las consecuencias que haya ocasionado el origen. Puede que la primera consecuencia parezca una tontería, pero te aseguro que te llevará a un punto que te hará replantearte lo importante que puede ser un pequeño detalle.<<
Ahora ya tenía el origen, aquel árbol, el principio de todo, el acto que cambiaría el rumbo de mi destino. Y bien, ¿qué consecuencia traía consigo el haber plantado aquel árbol? Se me ocurrió una al instante. Tay y yo no nos llevábamos bien por aquel entonces. Fue gracias a aquel árbol que empezamos a hablar y, justo de ahí, nació una fuerte relación de amistad. 
-Por lo tanto, como consecuencia de aquel acto- dije para mí, mientras escribía en la línea lo que decía, -Tay y yo comenzamos a ser amigos.
¿Y qué resultado tuvo ese acto? Muchos en realidad, no podía pensar en uno en específico. Tay había cambiado mi vida y mi personalidad bastante, nos habíamos criado como hermanos. Llevaba tiempo sin verle... ¿cuánto? ¿cinco años? ¿Por qué nos habíamos distanciado? El trabajo, la familia... 
¡Llevo sin ver a Tay cinco años!- exclamé.
Todo empezaba a cuadrarme en mi cabeza mientras completaba la línea que había escrito en el papel.
-Bien, si no hubiese plantado ese árbol, nunca habría tenido una amistad con Tay y, por lo tanto, nunca me habría mudado con él a Barcelona- decía para mí.
Eso era una consecuencia bastante grande. El plantar un árbol había dependido de un cambio en mi vida bastante brusco pero, curiosamente, eso no acababa ahí. 
-Si no me hubiese mudado a Barcelona, nunca habría conocido a Annie. No hubiese encontrado el trabajo que tuve, ni me hubiese casado con ella. Los amigos que ahora tengo, no serían mis amigos, puede que ni se hubiesen conocido entre ellos- dije con los ojos muy abiertos, sorprendido y comprendiendo todo de golpe. -Tiempo después, no habría decidido divorciarme de ella. No me habría mudado a este apartamento. No habría conocido a Esperanza y, por supuesto, no estaría haciendo esto. Mi vida sería muy diferente.
Escribí con las manos temblorosas todo lo que decía. Únicamente faltaba un punto, el punto de cierre. 
No tenía ninguno. No se me ocurría. No existía.
Cogí el teléfono de golpe y busqué en mi agenda el último número registrado. Pulsé el botón y llamé. Segundos después, una voz dulce y que inspiraba confianza, contestó.
-Es... Esperanza. Soy yo. Esto... el chico con el que te encontraste en la parada del tren. A aquél que le contaste lo del destino. Bueno, imagino que no seré al único al que se lo dijiste- dije, nervioso, al ver que no contestaba en seguida.
-Sí, joven, me acuerdo perfectamente de ti. Dime, ¿cuál es el motivo de tu llamada?
Tragué saliva.
-He hecho la línea. He buscado un origen y los acontecimientos han surgido solos.
Escuché una dulce risa al otro lado del aparato.
-Me he dado cuenta de que... si no hubiese plantado ese árbol, ahora... no estaría tan perdido.
La mujer reflexionó durante medio minuto.
-Joven, los condicionales no existen. No existe el "hubiese", no existe el "habría", ni el "habré". Existe lo que ocurrió, lo preciso, lo real. Si eso ha ocurrido, ha sido por algo. No hay vuelta atrás, porque si por algún casual, tu origen, ese árbol, no existiese, tu yo de ahora tampoco existiría. ¿La razón? Ése es el enigma-.
Me quedé perplejo ante su sabiduría.
-Me queda concluirlo y, si te soy sincero, no soy capaz de hacerlo. No se me ocurre nada, he llegado al presente.
-Es normal. Es totalmente normal- dijo y me la imaginé sonriendo, -desde luego, en algún momento sabrás como finalizarla. Sabrás al punto que ha llegado tu origen. Confía en mí- dijo justo antes de despedirse y colgar.

Esa fue una de las llamadas más extrañas que tuve en mi vida y, sin embargo, una de las más mágicas. Podría decirse que esa llamada fue el origen de muchas cosas que ocurrieron después, pero esa no es la historia. 
Tiempo después descubriría que, si no hubiese plantado ese árbol, nunca hubiese construido una amistad con Tay y, por lo tanto, nunca me hubiese mudado a Barcelona. Si no lo hubiese hecho, nunca habría conocido a Annie y, sin ella, nunca hubiese entrado en aquel trabajo que me proporcionaría aquellos amigos tan geniales que un día tuve, sin ellos, nunca habría abierto los ojos y nunca habría dejado a Annie para irme lejos, al apartamento donde reflexioné sobre qué me había hecho acabar ahí. Y, ¿sabéis qué? Hoy puedo decir que si no hubiese reflexionado sobre eso, nunca habría encontrado a la persona que cambió mi vida y, con ella, infinidad de cosas, como el trabajo de mi vida y una familia perfecta. Si una de aquellas cosas no hubiese ocurrido, nunca habría alcanzado mi final feliz, pero, como dijo Esperanza, los condicionales no existen y, ¿sabéis? Confío con todas mis fuerzas en que no podría haber sido de otra forma.

domingo, 17 de marzo de 2013

Tú eliges

Cuando Erick cruzó la puerta de la consulta, supo que no había marcha atrás.
No podía pisar el freno y escapar corriendo de la sala como un cobarde. No, él no era un cobarde, él era valiente y, por eso, no lo dudó un instante y se sentó en el butacón rojo, justo enfrente de la mesa de despacho. El hombre que estaba detrás de ella, concentrado en la pantalla del ordenador, aparentaba tener treinta años, con barba, ojos y pelo rizado del mismo color, castaño. Parecía buena persona y, Erick sabía que lo era. Le habían hablado de él. Era el mejor.
Cuando el hombre apartó la vista de la pantalla y se volvió para verle, sonrió de una forma extraña. No fue una sonrisa de alegría, pero tampoco maliciosa. Era una expresión única y espontánea, producida al ver a alguien que hacía mucho tiempo que no veía.
-Erick, ¿verdad?- dijo el psicólogo tendiendo su mano.
El joven asintió y apretó la mano de aquel hombre con fuerza.
-Yo soy el Dr. Monner -dijo el hombre, justo al soltar la mano del chico -Me alegro de verte, me han hablado muchísimo de ti.
-También me han hablado de usted- afirmó Erick con una voz algo temblorosa.
El Dr. Monner sonrió, esta vez de sorpresa.
-Seguro que me han puesto a parir- comentó para romper el hielo.
Erick no se rió, simplemente bajó la mirada y dejó entrever una pequeña sonrisa.
El psicólogo le estuvo observando durante un par de segundos y anotó mentalmente las impresiones que recibía de la conversación. 
En ese tiempo se hizo el silencio.
Un silencio que Erick no tuvo valor para romper.
-¿Sabes por qué estás aquí, verdad?- preguntó el psicólogo en un tono más silencioso y repleto de serenidad.
El joven asintió, mirándole a los ojos de nuevo. 
-¿Estás dispuesto a hacerlo?
El joven mantuvo el silencio un tiempo, como pensando en qué decir.
-¿Tengo otra opción?- dijo.
El psicólogo examinó lo que acababa de decir.
-No es cuestión de tener otra opción o no. No estoy dispuesto a trabajar con alguien que está aquí por obligación. Uno no puede saber qué le ocurre si no quiere saberlo. No estoy dispuesto a trabajar a la fuerza. Sólo cuando quieras saber qué te ocurre de verdad, podré ayudarte.
El tono del Dr. Monner, se había vuelto mucho más serio y alterado. Se le notaba seguro. Erick, en cambio, estaba repleto de dudas. No sabía qué hacer, no sabía por qué estaba ahí y no confiaba en que este hombre fuese a ayudarle.
Sin embargo, un impulso le hizo reaccionar. Algo dentro de su cuerpo le obligó a hablar.
-Sí- dijo el chico.
-¿Sí? ¿Sí de qué?- preguntó el doctor, sorprendido.
-Sí- repitió el joven -Estoy dispuesto a hacerlo. Es decir, quiero hacerlo.
El psicólogo sonrió. Su estrategia había funcionado.
-Perfecto, entonces.


Erick estaba muy cansado. Abrió los ojos con dificultad y observó el rostro del Dr. Monner.
-¿Qué ha pasado?- preguntó el chico.
-Cuéntame tú, Erick, ¿qué ha pasado?
-No lo sé- dijo el chico aún adormecido -Sólo recuerdo que he venido aquí, me he tumbado en este diván y, después de estar un rato hablando con usted, me he quedado... ¿dormido?
-¿Y qué has visto?
-¿Cómo?- preguntó el chico extrañado -¿Cómo que qué he visto? ¿Se refiere al sueño?
El psicólogo asintió.
Erick entrecerró los ojos, elevando la cabeza hacia el techo de la sala.
-Verá- comenzó, dispuesto a relatar su sueño -Ha sido muy extraño. Estaba en una cueva... Una cueva bastante iluminada, acogedora... Sí, muy acogedora. ¿Sabe esa sensación que sientes cuando llevas mucho tiempo fuera de casa y regresas por fin? Pues eso, pero constante. Ese era.. ¿mi hogar? No lo sé. No lo recuerdo bien... Y había... antorchas... Antorchas que adornaban la pared. Unas cuantas, no muchas, pero iluminaban con fuerza. Era como si aquel sitio pudiese ser iluminado por aquellas antorchas sin problemas, pero... había... había una sala. Yo me levanté del suelo y algo me impulsó a ir hacia allá. A aquella cámara no le llegaba luz de las antorchas de antes. No. Estaba... iluminada por... ¿una vela? No lo recuerdo. Solo sé que había una tenue luz que apenas conseguía hacerse sombra a sí misma.
El psicólogo observaba expectante. Era una historia increíble, podía interpretarse de tantas formas... Le embriagaba.
-Continúa, por favor- dijo.
-Y, entonces, ocurrió. El viento. Un viento helado, tan frío que me erizó la piel. Provenía de la sala oscura. Un viento que apagó todas las antorchas, todo el fuego y dejó la cueva totalmente a oscuras. Bueno, totalmente no, había algo de luz, una pequeña luz originada por la vela. Misteriosamente la pequeña vela que más posibilidades tenía de haberse apagado, seguía encendida.
El chico permaneció en silencio reflexionando.
-Decidí marcharme. Quise salir de aquella cueva. Cogí la vela y, llevándola en mi mano, busqué una salida. No recuerdo cómo ocurrió, sólo sé que encontré una potente luz que llevaba al exterior. Estaba ahí, era cálida como el agua en un día de verano. Era acogedora, pero tenía miedo. Miedo de salir, miedo de perder mi cueva, un miedo irracional que me creó una angustia insaciable. Y...
El psicólogo entrecerró los ojos.
-¿Qué ocurrió, Erick?
El chico se llevó las manos a la cabeza, agotado.
-No... lo sé.
El psicólogo suspiró.
-Llevo trabajando de esto durante cinco años y, lo admito, nunca he escuchado una historia como ésta. Estoy perplejo. No sé cómo he de actuar. Veo la respuesta tan clara... sin embargo, mi experiencia, las leyes y todos mis estudios me dicen que, para realizar un diagnóstico sobre tu caso, son necesarias varias sesiones. En eso consiste el psicoanálisis, pero... Es todo tan claro.
El chico no decía nada. Tenía escondida la cara detrás de sus manos.
-Erick, la hora ha acabado.
-Oh...- exclamó el chico -Lo siento, ¿he de irme?
-No- negó el doctor -Ahora ya no quiero tratarte como psicólogo, chico. Necesito hablar contigo de persona a persona. Necesito explicarte lo que te ocurre desde mi punto de vista desde mi subjetividad, de mí para ti.
El chicó asintió, escuchando las palabras del hombre.
-Erick, lo que has visto... La cueva... creo que es tu casa. Sí, creo que es lo que tengo más claro. La cueva es tu casa. Intuyo que las antorchas son tus pilares, la gente a la que quieres, tus amigos, tus familiares... Lo que realmente ilumina tu vida, tu casa, tu persona y, sin embargo, en esa casa hay una sala oscura, algo que necesitas iluminar y que siempre encuentras apagado. Únicamente una pequeña vela es capaz de iluminar alumbrar allí. ¿Sabes qué es? Esperanza. Esperanza por encontrar lo que buscas. Una persona. Un pilar que necesitas. Una presencia esencial para alcanzar tu felicidad. Su ausencia te apaga, Erick, te apaga tanto que te encierra en ti mismo. Y no sólo a ti, también a todos los que te iluminan. Tú no eres nada si no está.
El chico permanecía en silencio, mirando al doctor a los ojos. Rompió a llorar cuando se dio cuenta de que tenía toda la razón, que lo que estaba soñando no era más que la repetición de aquello que sentía. Sintió que el mundo se le rompía, que todas sus antorchas se apagaban, que le arañaban el corazón y le hurgaban hasta lo más profundo.
El Dr. Monner le abrazó. Sintió su dolor, sintió su pena.
-Gracias- dijo con la voz entrecortada, sin separarse del psicólogo.
-Ya queda poco, ¿estás dispuesto a continuar?- preguntó.
El joven asintió antes de decir: "La persona de la que hablas es...", pero fue interrumpido.
-No es necesario que me lo digas. No quiero saberlo.
El joven sonrió. Era un mal trago decirlo en voz alta, así que agradeció muchísimo el gesto del doctor.
-Bien, lo único que me crea dudas, de toda la historia que me has contado, es el final. La salida. La encontraste y, sin embargo tienes miedo.
-Mucho- dijo el chico.
-Tienes miedo a encontrar la persona que hará que esa vela de esperanza arda con fuerza y lo ilumine todo. Tienes miedo de salir de tu cueva, Erick. No te atreves a cambiar tu mundo.
El joven se secó las lágrimas. Sus ojos seguían brillando, pero esta vez era una vela la que los iluminaba. Una vela de esperanza.
-La decisión la tienes sólo tú- explicó el psicólogo -Tienes dos opciones: Quedarte sentado a que algo cambie o atreverte a escapar. Tú decides. Tú eres el único capaz de cambiar las cosas, Erick.
Las palabras del Dr. Monner le atravesaron de golpe. Él sabía la respuesta, él sabía lo que tenía que hacer.
-Y bien, Erick, ¿qué vas a hacer?

jueves, 17 de enero de 2013

Prólogo

El vagón 13 estaba casi vacío.
Lejos, casi al final del vagón, y sentados junto a la ventana, estaban dos jóvenes manteniendo una larga y apasionante conversación. Ego, era una persona de esas que conoces y no olvidas. Desprendía magia por todos los poros de su piel. Un hombre justo, responsable y con un humor algo cambiante. En cambio, Id siempre estaba de buen humor. Nació de buen humor. Era la definición del positivismo. Un hombre sonriente y pacífico.

El reloj de Id marcaba las 17:53. La charla se alargaba más de la cuenta. El propio Id había admitido que había dejado su parada atrás sólo para continuar con aquella conversación tan interesante. Hablaron de la importancia de las matemáticas, de política, de historia y del arte. Divagando entre millones de pensamientos que pueden compartir dos personas que acaban de conocerse. Creando a menudo silencios de lo más reflexivos. No de esos en los que no sabes qué decir, silencios incómodos, para nada. Eran silencios de paz. En los que cada uno asimilaba conceptos que acababa de enseñarle el otro. Esos silencios se daban entre tema y tema. Uno de ellos, el más largo, estaba siendo más que profundo. Era como si ninguno de los dos se atreviese a hablar. Como si volviesen a ser dos desconocidos.
-¿Ya está, esto es todo?- dijo Ego de pronto, rompiendo el silencio.
-¿Cómo?- exclamó Id.
-La vida. Es decir, naces, creces, mueres. Fin de la historia, punto final.
-¿Te refieres a si hay vida después de la muerte?- preguntó Id intrigado.
-No, no, no es nada de eso- dijo y miró por la ventana negando con la cabeza -Me refiero a que siempre nos han definido la vida repleta de aventuras, de superación, de lucha, de afrontar baches. La televisión, las novelas, las historias. Todo. Y, sin embargo, un día te paras a pensarlo y resulta que aquel protagonista de tu serie favorita no existe. Todo es ficción y tu vida se asemeja mucho más a la de un personaje secundario que a la del propio protagonista-.
-Entiendo- dijo Id- Bueno, ¿y qué tiene eso de malo? No es necesario tener una vida de aventuras y de historias, que tener que contarle a tus hijos, para ser feliz.
-No, es cierto. Tienes toda la razón, pero... No puedo dejar de sentirme decepcionado.
Id le miró fijamente a los ojos. 
-¿Y si tu vida, tu historia, estuviese a punto de comenzar? ¿No lo has pensado?- dijo el joven de pronto con una sonrisa en la cara -Y puede que, siendo así, no recuerdes nada de esto, porque todo lo que está a punto de ocurrir será mucho más trepidante y emocionante.
-Eres un soñador- opinó Ego -Eso es arriesgarte demasiado. Confiar en que algo pase es ridículo si no hay probabilidades de que pueda ocurrir. Ni siquiera sabemos si este tren puede descarrilar y morir en un accidente. Nada puede ser previsto, nada puede hacernos viajar al futuro y, si hay algo, por alguna razón no puede retornar.
-Si crees en algo, hay posibilidades de que ese algo se cumpla. Ahí tienes tus posibilidades, ahora solo te queda creer. Eso es una cuestión personal. Nadie puede hacerlo por ti. Simplemente piensa, ¿qué pierdes?
-Desilusionarme. Que mi corazón se rompa en mil pedazos.
-¿Y qué te asegura que eso no es más que el prólogo de algo que está a punto de comenzar? ¿Y si aún no estuviesen presentados los protagonistas? Piénsalo. Una historia, TÚ historia está a punto de comenzar.
-¿Y si resulta que está acabando? Creer en algo que no es real es ridículo.
Id se puso serio de golpe.
-Entonces, ¿qué haces hablando conmigo?- dijo con una media sonrisa dibujada en su cara.
Ego palideció.
-¿Cómo?- exclamó esta vez él.
-Piénsalo, Ego. Piénsalo- dijo el joven mientras se levantaba del asiento -Ha sido una charla estupenda. Muchas gracias.
Id sonrió y, después de permanecer unos segundos de pie, se marchó. El tren ni siquiera había parado. Ego seguía pálido, sin saber cómo reaccionar, sin saber qué decir.
Minutos después, una dulce voz avisó por el micrófono que estaban a punto de llegar a la próxima parada. La suya. 
Nunca más volvió a ver a Id. No le hizo falta. Siempre supo que Id estaba por todos lados. Allá donde fuese. En todos los rincones de su mente. Siempre había estado ahí y siempre lo estaría. No era locura, era filosofía. Más tarde, cuando tuvo que explicar aquella sensación, la definió como si el destino se hubiese personificado para encarrilarle. Y lo hizo, vaya si lo hizo.
A partir de aquel día su historia comenzó. 
Ésto es sólo el prólogo de una historia que sigue escribiéndose. Y, os aseguro, que vivirla es una de las aventuras más trepidantes que han sido y serán escritas nunca.