viernes, 25 de diciembre de 2015

Hoy he soñado contigo

No recuerdo exactamente el qué, pero sí que me cogías de la mano. Quizá en un desliz o en un breve apretón, pero a mí me hacías el chico más feliz del mundo.
No era la historia de amor más bonita que existía. Ni siquiera soy capaz de decirte si era amor pero, por primera vez en mucho tiempo, no me ha importado.
Porque eras real y tu piel era cálida. Y tu sonrisa lograba ponerme los pelos de punta, como siempre. Y me mirabas. Y el mundo se tomaba la molestia de detenerse para observarnos.
Pero sin duda, el lado malo de los sueños es que tienen un final. Y tú te me has acabado. Y he vuelto al planeta del "Te necesito", del "No tienes a nadie" y del "¿Es esto vivir?". He vuelto y tú no estabas aquí para recibirme.
Cómo me gustaría leer esta carta dentro de muchos años y saber que, sin conocerte, salpiqué de sentimientos estas hojas con las palabras que nunca dije. Y que siempre te tuve en la cabeza.
Y aún no te conozco. Y a este paso de la vida creo que no te conoceré jamás. Pero pienso en que igual estás en otra parte de este mundo, sin saber de mí, sin rebanarte la cabeza con mis tonterías, sin reirte con mis chistes, sin ponerme las cosas difíciles, sin convertirme en el primer hombre que te haga llorar, y que hay una dolorosa cuenta atrás en tus labios que nadie es capaz de aprovechar.
Y, quizá aún no te hayas dado cuenta, pero yo me muero por formar parte de tu historia. Por idealizarte hasta las puntas de los dedos, por cruzar el Atlántico, el Mediterráneo y hasta la capa de Ozono. Por soñarte y resoñarte y despertarme a tu lado. Por tener alguien al que poder escribir canciones y cantárselas durante toda la noche. Por perdernos en carreteras secundarias, dormir a la luz de la luna y que le den al mundo. Que le den. Que a nadie le importan nada y que a mí no me importa nadie si me agarras de la mano.
Qué ganas tengo de dejar de soñarte, de dejar de idealizarte, de que seas real, con tus defectos, con tus problemas. De que me descoloques la vida y me pongas del derecho lo que tengo del revés. De entregarte mi corazón sin esperar nada a cambio.
Tú, que has pasado más tiempo conmigo que otros tantos de mis recuerdos olvidados. Y ¿qué pasará si algún día tu voz se toma la molestia de proyectarse sobre el mundo que me rodea? Mi mundo no te conoce, pero sabe que si te cruzas de paso, el suelo tiembla. No sabría pronunciar ni media palabra si te haces efecto casualidad. Y podrías convertirte en la favorita de todas mis casualidades.
Sé que existes aunque nunca te haya tocado. No es ningún secreto. Ponme un nombre y entra en mi vida, por favor, no toques ni siquiera a la puerta. Hazlo, solo para ver cómo se siente la emoción aquí fuera. Ponme un nombre y susúrramelo aunque me pilles con los ojos cerrados. Tus ojos y tus brazos están sellados, aunque estén en otras manos. Qué sabrán ellos lo que es el amor, si nunca te han soñado.
Qué ganas tengo de conocerte pero, mientras apareces, voy a dormirme un rato, a ver si con suerte hoy vuelvo a soñar contigo.

domingo, 6 de diciembre de 2015

vampiros & elefantes

quizá nunca nadie te haya contado esta terrorífica historia, quizá por miedo a que se te quedase pegada a la carne y te succionase hasta el alma. Quizá por miedo a convertirte en uno de ellos, en un sediento despojo humano vacío por dentro. Quizá leerla te evoque sensaciones que nunca habías pensado, esas que habías leído en los libros, asociadas a los antagonistas, pero que nunca creerías sentir tú mismo. En tu cabeza. 
Siento la advertencia tan brusca, pero a mí nunca nadie me avisó. Si bien es cierto que tampoco la descubrí en uno de esos relatos, nadie tuvo consideración de explicarme que podría convertirme en un succionador de vidas, un dependiente, un sediento. Así que más vale que te advierta.


Existió, hace mucho tiempo, un joven como otro cualquiera. Pasaba las tardes existiendo, sin más. Vivía con sus más y sus menos, sus sueños a medio hacer y sus metas sin acabar. Era un muchacho más, en un pueblo venido a menos. Un muchacho tan inocente que ni siquiera fue capaz de ver lo que estaba por venir. Este mismo muchacho (llamémosle Muchacho), nunca había experimentado nada que saliese de su zona de confort, nunca había roto ni una de las reglas que le habían sido impuestas, siempre había acatado y obedecido tal y cómo le decían. Pero en todo nunca, siempre hay un hasta.
Y su hasta fue una de las casualidades más bonitas, una que conté anteriormente pero que ahora no vienen al caso. Dejémoslo en que conoció a un elefante.
Sí, un elefante. Uno chiquitín.
Bueno, no lo conoció, lo vio. Al otro lado del río. Y le fascinó. Hasta el punto de plantearse si su fascinación era lo suficientemente fuerte como para atravesar el río y acercarse a él. Como he dicho, Muchacho era un chico muy obediente y sabía mejor que nadie que estaba completamente prohibido cruzar al otro lado del río... pero ese elefante. Ese pequeño elefante le creaba tanta fascinación que no era capaz de contenerla en su cuerpo. 
Le quería. No sabría explicaros cómo, pero le quería.
Podríamos dialogar sobre por qué ese elefante y no cualquier otro y posiblemente la solución a esa incógnita sería que los otros elefantes le imponían el suficiente respeto como para no tener permitido que se fijasen en ellos, pero ese diálogo no viene al caso, porque era él y no hacen falta más explicaciones.
Muchacho le observó, con una mezcla de miedo y deseo. Y no fue consciente de lo que hacía hasta que el frío del agua del río entraba por los poros de su piel. Y mentiría si dijese que la sintió. Porque cuando cruzó el río y vio de cerca lo fascinante que era aquel pequeño elefante, supo que había valido la pena saltarse todas las normas.
Se pasaron la tarde hablando. El elefante también se había fijado en él y Muchacho no entendía qué tenía él de especial para que alguien pudiese fijársele, pero muy en el fondo de su corazoncito, ese hecho le alegró.
Fue fantástico conocer a Elefante, mantuvieron una conversación tan llena como nunca Muchacho había tenido, pero como he dicho, todo nunca tiene su hasta. Y el hasta, en este caso, fue el atardecer. Elefante tenía que volver.
-Un placer haberte conocido, Muchacho- dijo el pequeño elefante.
Él no dijo nada, se limitó a acercarse poco a poco a él. Elefante estaba sorprendido.
Y ahí estaban, un humano y un elefante a pocos centímetros el uno y el otro. Con miedo y fascinación al mismo momento. Queriéndose, ambos, pero de maneras distintas.
Y entonces fue cuando Muchacho le incó el diente y le mordió con la fuerza suficiente como para atravesar la dura piel de un elefante. Elefante no fue capaz de apartarse, solo de gritar, un gritó seco que se acalló poco a poco. 
Y Muchacho succionó hasta la última gota de su sangre. Era la primera vez que la probaba y sabía que, desde ese momento, no viviría para otra cosa que no fuera morder. 
Y, cuando se sació, dejó a Elefante medio moribundo en la hierba, gritando de dolor cosas inentendibles y, a mi parecer, algo exageradas. Mientras, Muchacho, se limpiaba la sangre de su ropa en el río, de camino a casa. 
Había sido un día fantástico.