domingo, 4 de diciembre de 2016

Por qué aquí no se arrancan las margaritas

No me gustan las películas.
A ver, en realidad sí, pero no me gusta cómo me hacen sentir cuando las acabo de ver. No me gusta el sabor agridulce de una comedia romántica. Esa sensación de nostalgia que produce la música tan dulce que suena cuando todo se está solucionando. Cuando ella va a coger el avión y él corre para evitarlo. Cuando le regala una margarita y, juntos, recuerdan aquella vez en el que él, siendo un niño, arrancó una de las margaritas del parque para regalársela a ella. Y ella le besa. Y no se escapa. Y comen perdices. Ese final feliz para todos, menos para ese secundario graciosete que mira a la pareja con los ojos vidriosos.
No me gusta porque ese secundario suelo ser yo. Siempre soy yo.
Y no es bonito.
Y no es feliz.

No me gustan las películas, pero creo que me gusta menos esa gente que dice: “la realidad a veces supera a la ficción”. Porque mienten. Mucho.
No sé qué tipo de realidad suelen tener los otros, pero la mía desde luego no debe estar funcionando. Es guay a veces, lo admito. Hay cosas que parece que hayan sido guionizadas por el escritor más gamberro de la Tierra. Hay sátiras y metáforas constantes, sí. Hay juegos de palabras y coincidencias no tan coincidentes. Hay personajes bien desarrollados y historias fantásticas. Hay momentos intensos, que podrían ser grabados en un plano grúa para finalizar la película. Es fantástico, sí.
Pero no la supera. 
No lo hace porque en las películas las tramas se desarrollan. Tienen sus altos, tienen sus bajos, tienen sus momentos de tensión y tienen sus momentos de pura adrenalina. Tienen incertidumbre y acción. Tienen peligro. Son tramas sublimes, pero sobretodo tienen un porqué. En el primer acto sabes cuál es el fin y quién es el objetivo. 
Pero en la vida no.
No tienes mayor objetivo que seguir para no quedarte fuera de juego. No tienes mayor fin que encontrar a alguien que te satisfaga 10 minutos antes de que acabes de cansarte. Tienes que seguir las reglas porque es lo correcto, tienes que seguir la corriente porque es lo correcto, tienes que encontrar un trabajo porque es lo correcto. Y lo correcto te lleva al sueño americano: tu casa, tu familia, tu estabilidad, tu felicidad. Ese final que nunca consigues, por mucho que te esfuerces, porque la vida no es una película y, ese, es el final de todas las películas, ¿no?
Son mundos muy distintos.
El problema de ellos es que colisionan.
Y crean expectativas.
Y te convierten en un chaval de 18 años con demasiados pájaros en la cabeza y solo en su apartamento, que espera empezar una nueva vida en una nueva ciudad y enamorarse. Y se ve con la fuerza suficiente como para afrontar todos los obstáculos que se interpongan en su camino. 
Pero que en realidad, no sabe que no puede con todo. Que su mayor obstáculo es que no le va a pasar nada. Que no va a sentir lo suficiente como para sentir que flota, que no se va a enamorar hasta las trancas de nadie, o quizá sí, pero será absurdo y no servirá para nada. Que después de tres años buscando el sentido a todo, se ve tirado en el césped del parque. Perdido y solo, sobretodo solo. Aburrido por cómo la vida que le ha tocado vivir no tiene nada que ver con las películas. Nada. Porque si algo tienen las películas es que si existen es porque tratan de contar algo. Maldiciendo todas ellas porque lo más excitante que le ha pasado hoy ha sido tumbarse en el parque a mirar las margaritas. Y las acaricia, con cuidado, como si fuesen el bien más delicado del mundo, con nostalgia y con tristeza. Valorando esa margarita, esa pequeña pincelada de la naturaleza, inmóvil, como esperando que alguien la arranque para que tenga sentido su existencia.
Y qué simples y bonitas son las margaritas cuando no las arrancas del suelo.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Casi

Hoy he tenido uno de esos días raros. Uno de esos en los que todo va bien, pero todo se siente mal aquí. Aquí, en el lado izquierdo del pecho.
Aún recuerdo cuando de pequeño me divertía diciendo que los sentimientos no se sentían en el pecho, que se sentían en el estómago. Qué inocente. Aún no comprendía lo que era sentir de verdad. O igual no lo asumía del todo.
Y puede que aún no lo entienda. Pero pasarme el día con una tormenta en la cabeza era una cosa que solo le sucedía al resto, no a mí. Y aquí estoy. Con la casa hecha un desastre y con las ganas por los suelos.
No hay razón para estar así. Lo sé. Pero no puedo evitarlo.
Todo va bien, ayer fue un día mágico, pero... hoy vuelan las dudas y se posan en mi pelo. Y me susurran al oído y me arrancan trocitos de piel, hurgando entre mis cicatrices.
Hoy he tenido uno de esos días raros, que nadie comprende. En los que te inventas que estás enfermo, porque no sabes cómo definir lo que estás sintiendo. Porque no lo entenderían. O igual porque no quieres que lo entiendan. He tenido uno de esos días en los que no ves salida. En los que no echas de menos los barrotes de las ventanas de tu antigua habitación, pero tampoco te sientes más libre sin ellos. En los que te censuras y esperas. Y te asustas. Y te pones a pensar en lo idiota que fuiste ayer y en lo torpe que te ves hablando con una persona a la que le tienes tanto cariño. Donde las inseguridades te tocan al timbre y entran aunque no les abras la puerta. Y te dicen: "casi, pero no". Y todo deja de estar bien y dejas de disfrutarlo para empezar a pensar que el casi ha sido tu patrón durante años.
No tengo derecho a quejarme. No lo tengo, porque todo está bien. Porque ayer fui el chaval más feliz del planeta durante tres horas. Porque deseé con todas mis fuerzas que ese momento no acabase nunca. Porque le abracé y perdí el sentido. Y todas las canciones que me recordaban a él lo perdieron. Porque noté que algo empezaba. Nos vi viajando a Portugal, en coche, con nuestras cámaras y con todas nuestras ganas, tantas, que el viaje se nos pasó volando. Gritando con todas nuestras fuerzas nuestra canción favorita. Le vi llorando en la calle, diciéndome que era su mejor amigo. Y que diga la física lo que quiera, yo sí que nos vi infinitos. Nos vi siendo la envidia de todo Madrid y... el tiempo se acabó. Y le dejé en la estación de tren, alargando hasta el máximo el momento de despedirme. Y casi pude vernos hacer todas esas cosas. Casi. El mismo casi que se disfraza de negro y se sienta en mi sofá. Y es ese casi el que me hace llorar, el que me hace ser incoherente. El que me susurra todas y cada una de las veces que dije algo que no tenía que decir aquella tarde. La quimera que junta todos mis peores momentos y me abraza para que se peguen a mí, como un clavo hirviendo. El casi que juega conmigo, me pone una venda en los ojos y me da vueltas para que no pueda encontrar mi camino. El casi que hace que la física le busque explicación a todo, que la gente de Madrid envidie a otros y que Portugal cada vez esté más lejos.


viernes, 23 de septiembre de 2016

Eres...

mi razón de ser, mi hoy y mi ayer. Eres la lágrima que llora por dentro del lagrimal, que no sale, que no es que no se atreva, es que no tiene ganas. Eres el director de mi ritmo cardiaco, una melodía que nadie ha compuesto aún. Eres el cosquilleo en mi columna vertebral y el crujir de mis huesos. Eres lo que quiero soñar cada noche, aquel pensamiento que mi mente censura antes de dormir porque cree, inocentemente, que así habrá más posibilidades de que suceda en mi sueño. Eres todas y cada una de las metáforas que soy capaz de crear aquí. Eres la Cueva, todo lo que sucede antes y todo lo que concluye luego. Tú. Eres esa sensación agridulce al salir del cine. Eres esas noches pidiéndole a las estrellas que te hagas realidad. Eres OneRepublic a todo volumen en mis auriculares. Eres ese fantasma con el que bailo por las noches, el copiloto de la caravana con destino improvisado. Eres mi fuego y mi alma vuelta y vuelta. Eres un rayo eléctrico y luminoso. Eres mi mirada buscándote entre la gente en un concierto. Sin conocerte, pero buscándote. Eres adrenalina, ¿sabes? Porque eres un grito en un sitio donde nadie puede oírme. Excepto tú. Eres esa colonia, ese escorzo que persigo por las vías del tren durante un rato. Hasta que me canso. Porque resultas no ser tú del todo. Eres el verso de mi canción favorita, pero como no tengo, eres el verso de todas las canciones que me gusten. Eres roce, sé que eres tú cuando contengo el aliento, cuando respiro despacito por la nariz para evitar que mi corazón explote. Eres el motivo por el que me levanto por las mañanas y por el que me acuesto por las noches. No quiero casarme, no quiero tener hijos, pero eres tú el que me quitará esas gilipolleces de la cabeza. Eres verano y sabes a sal, pero cuando quieres eres dulce. Eres miles de caras. Eres mucha gente, algunos más que otros. Eres mi segunda persona, mi tú. Eres tú, pero a veces eres un poco yo. El poquito que me completa, aunque no esté bien, aunque no sea justo eso de que necesites a alguien para ser feliz, eres la ficha que me falta en este corazón a estrenar. Eres mi adolescencia no vivida, mi mejor amigo. Eres mi videojuego favorito. Eres mi ancla emocional, mi vaivén en las olas. Eres un mar de preguntas y miles de ganas de surcar el horizonte en busca de tus respuestas, o surfear con ellas, sin miedo a los tiburones, porque eres mi seguro, mi comodín, mi tiempo muerto y mis ganas de matar el tiempo contigo. Eres mi confidente, el guardián de mis secretos. Eres la única persona capaz de destruirme por completo, pero tienes el derecho. Y no te lo mereces, porque aún no eres, pero quién sabe. Eres 23 de septiembre, cuando empiezo a escribir esto, pero quién sabe quién serás cuando lo acabe. Eres...



sábado, 5 de marzo de 2016

No tan Querido Diario,

Recuerdo haberte contado la historia de los pilares demasiadas veces. Pero lo que nunca alcancé a ver es que habría un momento en el que se pudiesen derrumbar todos a la vez.
Y, siendo sincero, si se derrumba uno, todo se queda sujeto por los otros tres, pero si se derrumban todos...
No pasa nada.

Y quizás sea ese el problema.
Que no ocurre absulutamente nada.
Y ahora no me vengas con el cuento ese de que: "Tú eres el único pilar de tu vida. Solo tú importas".
Eso déjaselo a los sobrecitos de azúcar o a MrWonderful
Y no podría dolerme más la cabeza y no podría quemarme más la piel, pero estoy bien.
Porque no le tengo a él, ni les tengo a ellos, ni tengo a nadie, pero estoy bien.
Es posible que no exista un momento en mi vida en el que haya estado tan solo rodeado de gente, pero lo llevo bien.
Y eso es lo que me asusta.
Porque tengo miedo de vivir así toda mi vida.

Deberíamos aprender a diferenciar el mundo que nos rodea. El dolor del malestar, la rabieta del odio, la sonrisa de la risa y, ésta misma, de la pura felicidad. Siempre he pensado que si fuésemos capaces de diferenciar a la perfección el todo, todo iría mucho mejor. Habría más infelices, pero al menos tendrían un motivo para estarlo. Habría menos esperanzas y más sueños imposibles, pero fuerzas suficientes como para asumirlo y ya.
Y yo nunca he sido de tener cojones, seamos sinceros, Diario.
Y esto de tenerlos para entender las cosas no se queda atrás.

No lo entendí. No entendí que la vida se basaba en rodearte de gente, qué digo gente, de personas. Y cogerles cariño. ¿Te lo puedes creer? A alguien al que ni siquiera has visto en el mismo plano, regalarle tu cariño, quererle. Darle la posibilidad de que te destruyan como quien explota una pompa de jabón.
Suicidarte... pero de la forma más bonita.
Queriendo.
Yo nunca lo he hecho. Bueno, al menos al principio. Digamos que, si la vida fuese un juego, yo habría sido descalificado por hacer trampas.
Aposté cariño cuando ellos jugaban con amor.
Pero jugué.
Sin pensar que, el que juega, corre el riesgo de perder.
Y yo y mis malditas trampas, habíamos perdido desde el principio.

No lo entendí, Diario. No supe entender las relaciones sociales. No supe sobre la existencia del efecto boomerang.
Y que me destrozaría para siempre.
Y nunca fui capaz de enmendarlo.
Solo pude quedarme aquí, sentado, solo. Viendo cómo se derrumba lo que un día construí. Poco a poco, es cierto. Pero estaba completo. Ellos me completaron. Tarde, es cierto. Pero lo hicieron.
Pero ya no.
Y estoy bien. Y tengo miedo de estar roto.
Tengo miedo de confundir las pompas de jabón con las burbujas.
Tengo miedo de confundir el amor con el cariño.
Tengo miedo de no ser suficiente.
Y de no estar aprobado.