lunes, 5 de octubre de 2015

El dilema del chico del escenario

Llevo dándole vueltas a un asunto durante un tiempo, unas cuarenta y ocho horas, aproximadamente. Es sobre algo que leí en aquel libro de decisiones.
Sí, ya sabes. Uno de esos que te plantean situaciones difíciles y tienes que elegir. Los que te sueltan en la cuerda floja entre la misantropía y la filantropía.
Lo cierto es que he sido capaz de tomar decisiones sobre los temas más complejos, aquellos en los que se te satura la cabeza, los "¿a quién quieres más, a papá o a mamá?", aquellos en los que solo encuentras una respuesta envuelta entre mil matices. Todos, de una forma o de otra, han sido contestados.
Todos menos uno.
Yo lo llamo El Dilema del Chico del Escenario.

>>Abres los ojos y descubres que estás en un auditorio lleno de personas. Encima del escenario hay una persona que repite tu nombre. Parece que debes subir al escenario. ¿Qué haces?<<

Tiendo a imaginarlo demasiado.
Cierro los ojos y siento que es real. Casi puedo notar la música resonando por todas partes, el sudor de la gente, las ganas de saltar como si hubiesen atado a mi espalda mil globos de helio. Me noto flotando en un mar de gritos de alegría, de letras de canciones que hablan sobre lo importantes que somos. Y nado. Nado entre instrumentales, entre el sonido de la batería pre-grabada de Shanon y la guitarra del cantante del que todo el mundo codea su nombre. Me sorprendo de no explotar por dentro de lo especial que es. Procuro hacer un esfuerzo y recordar todo, porque sé que ese momento no es eterno, ni mucho menos, pero quiero recordarlo para siempre.
Y aunque la música esté muy fuerte, lo oigo, como un escalofrío. Lo oigo fuera, pero también dentro de mí.
Y abro mis ojos.
Y está ahí, mirándome, sonriéndo.
Con su estúpido pelo blanco y su pendiente en la nariz.
Y sonrío. Por nosotros y por nuestras coincidencias. Por cómo todo ha acabado y ha comenzado, a la vez, en ese punto. Y por cómo su voz se siente como una caricia en la espalda.
Me está llamando.
¿Qué hago?
Es decir, a priori parece la cosa más sencilla del mundo. Me está llamando.
Él.
En un escenario.
Y mi cuerpo me pide a gritos que vaya, que suba las escaleras y vaya al lugar desde donde me llama. Pero, por otro lado... ¿sabes? a veces las cosas no son tan fáciles. No sería la primera vez que lo que parece más aparente resulta ser todo lo contrario. Es decir, de pequeño creíamos ver los monstruos que se asomaban a nuestras ventanas. Qué digo, veíamos a los monstruos que se asomaban a nuestras ventanas pero, cuando entre lágrimas nuestra madre encendía la luz del cuarto nos dábamos cuenta de que solo eran las sombras que hacían los árboles cuando soplaba mucho el viento.
Y quizá el muchacho sea el monstruo de mi ventana. Aquel que se acercaba lentamente a donde yo estaba y decidía interrumpir mi sueño para susurrarme al oído mi nombre. O quizá el monstruo fuese el miedo escénico que tengo desde siempre. Ese miedo irracional a ser observado por mil ojos sedientos de entretenimiento. Quinientos cerebros opinando, juzgando, sentenciando. Miradas que parecen disparos del calibre 22. Quizá ese monstruo sea mi poca iniciativa, mi miedo, mi aplazos, mis después.
O quizá no haya monstruos, no existan y me asuste de unas sombras.
A quién quiero engañar. Si siempre he sido un cobardica.
Aunque está ahí, mirándome. Y, parecerá irreal, pero su sonrisa me quita el miedo. Me lo quita todo. Me desnuda. Lucha contra mis miedos más profundos y los destruye. Y eso solo con sonreír, imagínate lo que hará con un beso.

Llevo dándole demasiadas vueltas al dilema.
El dilema del chico del escenario.
Aunque, lo cierto es que siempre supe la respuesta. Desde el principio. Desde que fue planteada.
Sí, subiría al escenario, siempre que fueses tú el que me llamase.