viernes, 25 de diciembre de 2015

Hoy he soñado contigo

No recuerdo exactamente el qué, pero sí que me cogías de la mano. Quizá en un desliz o en un breve apretón, pero a mí me hacías el chico más feliz del mundo.
No era la historia de amor más bonita que existía. Ni siquiera soy capaz de decirte si era amor pero, por primera vez en mucho tiempo, no me ha importado.
Porque eras real y tu piel era cálida. Y tu sonrisa lograba ponerme los pelos de punta, como siempre. Y me mirabas. Y el mundo se tomaba la molestia de detenerse para observarnos.
Pero sin duda, el lado malo de los sueños es que tienen un final. Y tú te me has acabado. Y he vuelto al planeta del "Te necesito", del "No tienes a nadie" y del "¿Es esto vivir?". He vuelto y tú no estabas aquí para recibirme.
Cómo me gustaría leer esta carta dentro de muchos años y saber que, sin conocerte, salpiqué de sentimientos estas hojas con las palabras que nunca dije. Y que siempre te tuve en la cabeza.
Y aún no te conozco. Y a este paso de la vida creo que no te conoceré jamás. Pero pienso en que igual estás en otra parte de este mundo, sin saber de mí, sin rebanarte la cabeza con mis tonterías, sin reirte con mis chistes, sin ponerme las cosas difíciles, sin convertirme en el primer hombre que te haga llorar, y que hay una dolorosa cuenta atrás en tus labios que nadie es capaz de aprovechar.
Y, quizá aún no te hayas dado cuenta, pero yo me muero por formar parte de tu historia. Por idealizarte hasta las puntas de los dedos, por cruzar el Atlántico, el Mediterráneo y hasta la capa de Ozono. Por soñarte y resoñarte y despertarme a tu lado. Por tener alguien al que poder escribir canciones y cantárselas durante toda la noche. Por perdernos en carreteras secundarias, dormir a la luz de la luna y que le den al mundo. Que le den. Que a nadie le importan nada y que a mí no me importa nadie si me agarras de la mano.
Qué ganas tengo de dejar de soñarte, de dejar de idealizarte, de que seas real, con tus defectos, con tus problemas. De que me descoloques la vida y me pongas del derecho lo que tengo del revés. De entregarte mi corazón sin esperar nada a cambio.
Tú, que has pasado más tiempo conmigo que otros tantos de mis recuerdos olvidados. Y ¿qué pasará si algún día tu voz se toma la molestia de proyectarse sobre el mundo que me rodea? Mi mundo no te conoce, pero sabe que si te cruzas de paso, el suelo tiembla. No sabría pronunciar ni media palabra si te haces efecto casualidad. Y podrías convertirte en la favorita de todas mis casualidades.
Sé que existes aunque nunca te haya tocado. No es ningún secreto. Ponme un nombre y entra en mi vida, por favor, no toques ni siquiera a la puerta. Hazlo, solo para ver cómo se siente la emoción aquí fuera. Ponme un nombre y susúrramelo aunque me pilles con los ojos cerrados. Tus ojos y tus brazos están sellados, aunque estén en otras manos. Qué sabrán ellos lo que es el amor, si nunca te han soñado.
Qué ganas tengo de conocerte pero, mientras apareces, voy a dormirme un rato, a ver si con suerte hoy vuelvo a soñar contigo.

domingo, 6 de diciembre de 2015

vampiros & elefantes

quizá nunca nadie te haya contado esta terrorífica historia, quizá por miedo a que se te quedase pegada a la carne y te succionase hasta el alma. Quizá por miedo a convertirte en uno de ellos, en un sediento despojo humano vacío por dentro. Quizá leerla te evoque sensaciones que nunca habías pensado, esas que habías leído en los libros, asociadas a los antagonistas, pero que nunca creerías sentir tú mismo. En tu cabeza. 
Siento la advertencia tan brusca, pero a mí nunca nadie me avisó. Si bien es cierto que tampoco la descubrí en uno de esos relatos, nadie tuvo consideración de explicarme que podría convertirme en un succionador de vidas, un dependiente, un sediento. Así que más vale que te advierta.


Existió, hace mucho tiempo, un joven como otro cualquiera. Pasaba las tardes existiendo, sin más. Vivía con sus más y sus menos, sus sueños a medio hacer y sus metas sin acabar. Era un muchacho más, en un pueblo venido a menos. Un muchacho tan inocente que ni siquiera fue capaz de ver lo que estaba por venir. Este mismo muchacho (llamémosle Muchacho), nunca había experimentado nada que saliese de su zona de confort, nunca había roto ni una de las reglas que le habían sido impuestas, siempre había acatado y obedecido tal y cómo le decían. Pero en todo nunca, siempre hay un hasta.
Y su hasta fue una de las casualidades más bonitas, una que conté anteriormente pero que ahora no vienen al caso. Dejémoslo en que conoció a un elefante.
Sí, un elefante. Uno chiquitín.
Bueno, no lo conoció, lo vio. Al otro lado del río. Y le fascinó. Hasta el punto de plantearse si su fascinación era lo suficientemente fuerte como para atravesar el río y acercarse a él. Como he dicho, Muchacho era un chico muy obediente y sabía mejor que nadie que estaba completamente prohibido cruzar al otro lado del río... pero ese elefante. Ese pequeño elefante le creaba tanta fascinación que no era capaz de contenerla en su cuerpo. 
Le quería. No sabría explicaros cómo, pero le quería.
Podríamos dialogar sobre por qué ese elefante y no cualquier otro y posiblemente la solución a esa incógnita sería que los otros elefantes le imponían el suficiente respeto como para no tener permitido que se fijasen en ellos, pero ese diálogo no viene al caso, porque era él y no hacen falta más explicaciones.
Muchacho le observó, con una mezcla de miedo y deseo. Y no fue consciente de lo que hacía hasta que el frío del agua del río entraba por los poros de su piel. Y mentiría si dijese que la sintió. Porque cuando cruzó el río y vio de cerca lo fascinante que era aquel pequeño elefante, supo que había valido la pena saltarse todas las normas.
Se pasaron la tarde hablando. El elefante también se había fijado en él y Muchacho no entendía qué tenía él de especial para que alguien pudiese fijársele, pero muy en el fondo de su corazoncito, ese hecho le alegró.
Fue fantástico conocer a Elefante, mantuvieron una conversación tan llena como nunca Muchacho había tenido, pero como he dicho, todo nunca tiene su hasta. Y el hasta, en este caso, fue el atardecer. Elefante tenía que volver.
-Un placer haberte conocido, Muchacho- dijo el pequeño elefante.
Él no dijo nada, se limitó a acercarse poco a poco a él. Elefante estaba sorprendido.
Y ahí estaban, un humano y un elefante a pocos centímetros el uno y el otro. Con miedo y fascinación al mismo momento. Queriéndose, ambos, pero de maneras distintas.
Y entonces fue cuando Muchacho le incó el diente y le mordió con la fuerza suficiente como para atravesar la dura piel de un elefante. Elefante no fue capaz de apartarse, solo de gritar, un gritó seco que se acalló poco a poco. 
Y Muchacho succionó hasta la última gota de su sangre. Era la primera vez que la probaba y sabía que, desde ese momento, no viviría para otra cosa que no fuera morder. 
Y, cuando se sació, dejó a Elefante medio moribundo en la hierba, gritando de dolor cosas inentendibles y, a mi parecer, algo exageradas. Mientras, Muchacho, se limpiaba la sangre de su ropa en el río, de camino a casa. 
Había sido un día fantástico.

lunes, 5 de octubre de 2015

El dilema del chico del escenario

Llevo dándole vueltas a un asunto durante un tiempo, unas cuarenta y ocho horas, aproximadamente. Es sobre algo que leí en aquel libro de decisiones.
Sí, ya sabes. Uno de esos que te plantean situaciones difíciles y tienes que elegir. Los que te sueltan en la cuerda floja entre la misantropía y la filantropía.
Lo cierto es que he sido capaz de tomar decisiones sobre los temas más complejos, aquellos en los que se te satura la cabeza, los "¿a quién quieres más, a papá o a mamá?", aquellos en los que solo encuentras una respuesta envuelta entre mil matices. Todos, de una forma o de otra, han sido contestados.
Todos menos uno.
Yo lo llamo El Dilema del Chico del Escenario.

>>Abres los ojos y descubres que estás en un auditorio lleno de personas. Encima del escenario hay una persona que repite tu nombre. Parece que debes subir al escenario. ¿Qué haces?<<

Tiendo a imaginarlo demasiado.
Cierro los ojos y siento que es real. Casi puedo notar la música resonando por todas partes, el sudor de la gente, las ganas de saltar como si hubiesen atado a mi espalda mil globos de helio. Me noto flotando en un mar de gritos de alegría, de letras de canciones que hablan sobre lo importantes que somos. Y nado. Nado entre instrumentales, entre el sonido de la batería pre-grabada de Shanon y la guitarra del cantante del que todo el mundo codea su nombre. Me sorprendo de no explotar por dentro de lo especial que es. Procuro hacer un esfuerzo y recordar todo, porque sé que ese momento no es eterno, ni mucho menos, pero quiero recordarlo para siempre.
Y aunque la música esté muy fuerte, lo oigo, como un escalofrío. Lo oigo fuera, pero también dentro de mí.
Y abro mis ojos.
Y está ahí, mirándome, sonriéndo.
Con su estúpido pelo blanco y su pendiente en la nariz.
Y sonrío. Por nosotros y por nuestras coincidencias. Por cómo todo ha acabado y ha comenzado, a la vez, en ese punto. Y por cómo su voz se siente como una caricia en la espalda.
Me está llamando.
¿Qué hago?
Es decir, a priori parece la cosa más sencilla del mundo. Me está llamando.
Él.
En un escenario.
Y mi cuerpo me pide a gritos que vaya, que suba las escaleras y vaya al lugar desde donde me llama. Pero, por otro lado... ¿sabes? a veces las cosas no son tan fáciles. No sería la primera vez que lo que parece más aparente resulta ser todo lo contrario. Es decir, de pequeño creíamos ver los monstruos que se asomaban a nuestras ventanas. Qué digo, veíamos a los monstruos que se asomaban a nuestras ventanas pero, cuando entre lágrimas nuestra madre encendía la luz del cuarto nos dábamos cuenta de que solo eran las sombras que hacían los árboles cuando soplaba mucho el viento.
Y quizá el muchacho sea el monstruo de mi ventana. Aquel que se acercaba lentamente a donde yo estaba y decidía interrumpir mi sueño para susurrarme al oído mi nombre. O quizá el monstruo fuese el miedo escénico que tengo desde siempre. Ese miedo irracional a ser observado por mil ojos sedientos de entretenimiento. Quinientos cerebros opinando, juzgando, sentenciando. Miradas que parecen disparos del calibre 22. Quizá ese monstruo sea mi poca iniciativa, mi miedo, mi aplazos, mis después.
O quizá no haya monstruos, no existan y me asuste de unas sombras.
A quién quiero engañar. Si siempre he sido un cobardica.
Aunque está ahí, mirándome. Y, parecerá irreal, pero su sonrisa me quita el miedo. Me lo quita todo. Me desnuda. Lucha contra mis miedos más profundos y los destruye. Y eso solo con sonreír, imagínate lo que hará con un beso.

Llevo dándole demasiadas vueltas al dilema.
El dilema del chico del escenario.
Aunque, lo cierto es que siempre supe la respuesta. Desde el principio. Desde que fue planteada.
Sí, subiría al escenario, siempre que fueses tú el que me llamase.


miércoles, 26 de agosto de 2015

Después de la tormenta

Nunca había llovido tanto. Nunca había habido un viento tan veloz.
Ryan podía recordarlo tan vívidamente que, en parte, tenía la sensación de que comenzaba de nuevo. Veía desde el gran ventanal cómo todo se iba a pique. El fuerte vendaval que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Casi estaba ahí. Casi podía escuchar los gritos, ver a la gente volando por los aires, sentir los lamentos... el dolor. Casi podía sentir de nuevo el dolor de esas personas, de esos niños que se habían perdido para siempre. Que ya no serían niños nunca más. Que ya no serían. Y ya.
Ryan casi notaba la angustia en el cuello mientras se recordaba agarrando con fuerza el manillar de la puerta. Tenía de nuevo la sensación de estar a punto de hacer una locura. Que nunca llegó a hacer. Él no.
Esos días habían cambiado su vida. Esa tormenta. Esa maldita tormenta había guillotinado su sueño americano de poder vivir feliz con sus amigos para siempre. 
Puf. Se había esfumado.
Pero el recuerdo seguía vívido en él. O al menos él quería pensar que así seguía, pues, como debéis saber, todos los recuerdos van a una gran bolsa, la bolsa de los recuerdos, escondida en la corteza cerebral. Una bolsa muy muy egoísta que los distorsiona como bien le viene en gana.
Y, aunque la bolsa de los recuerdos de Ryan era más bien una bolsita, almacenaba en ella como oro en paño el recuerdo más significativo para él: aquella tormenta de verano. 

Nadie podría haberla esperado. O quizá sí, pero nadie fue lo suficientemente valiente para decirlo en voz alta. Y, después de tanto tiempo, a Ryan seguía pareciéndole irreal.
La negrura de las nubes encima de ellos, el miedo, la lluvia, el sufrimiento de toda esa gente visto desde el cristal de la casa más segura del lugar, el odio, las ganas de llorar, ver sufrir a Chris, apretar el manillar de la puerta, soltarlo, la ganas de gritar, la indiferencia, la cobardía, la ira, el caos, el dolor y... el silencio. Ese silencio aún se le aparecía en sus peores pesadillas.
Habían sido los cinco meses más duros de sus vidas. Para los tres.
Ryan creía firmemente que las cosas sucedían por alguna razón. Quién-sea-que-haya-ahí-arriba les había mandado la peor tormenta del mundo para ponerles a prueba. Y ninguno había aprobado. Ni René, ni Chris, ni Ryan. Eran unos malditos críos jugando a sobrevivir en un mundo que se iba a pique. Destrozaron lo único que podía salvarles y... se rompieron.
Una vez por día le venía a la cabeza el recuerdo de René abriendo la puerta. La puerta que llevaba cerrada más de 152 días. Recordaba cómo la tormenta recibía su premio. Recordaba cómo sucumbían a ella, cómo se hacían suyos. René había sido un traidor, una hiena con piel de cordero. 
Fue difícil salir de esa pero, de nuevo, la casa les salvó.
Y Chris y Ryan nunca habían notado tanto silencio. Estaban solos, aunque, de alguna forma, siempre lo habían estado. Y nunca, en cinco meses, habían sentido tanta paz. Se fundieron en un abrazo que duró más de siete meses, quitándoles el oxigeno necesario para respirar los dos. Se apoyaron tanto el uno en el otro que el otro se había convertido en uno. Fusionaron sus mentes, unieron sus virtudes y también sus defectos. Se convirtieron en la mejor persona del planeta, pero también la peor. Se curaban las heridas con mentiras de jarabe y se limpiaban por dentro vomitando odio en forma de palabras que se las acababa llevando el viento. Se afilaban las lenguas con cuchillos de metal que imaginaban atravesando la carne blanda de un corazón podrido y envuelto en mentiras. 
Perdieron la cabeza.
Y no les juzgues. Tú también la habrías perdido.

Ryan había despertado de su sueño hacía varios días, puede que meses. Había perdido la noción del tiempo. Su teléfono había sonado por primera vez en todo ese tiempo. Aunque lo había hecho bajito. Con un sonido casi inaudible. Solo lo había oído él, que estaba despierto. Y al descolgarlo le contaron aquello que él ya sabía. 
Y despertó. 
Intentó llevarse las manos a la cabeza, pero las cadenas no le dejaron. Intentó gritar, pero la mordaza no le dejaba. Intentó huir, pero no podía hacerlo. No tenía motivos para hacerlo. 
Pensó en Chris. En lo que le quería y en cómo había sido capaz de encerrarle de aquella forma, pero, al echar la vista a un lado le vio ahí, a varios metros, dormido, atado de la misma forma que él, solo que más alejado de la ventana. 
Y entonces lo comprendió todo de golpe.
Su casa, su hogar, su asedio, el lugar donde se habían refugiado tanto tiempo antes y después de la tormenta, era una prisión. Les había secuestrado, les había chupado la sangre como la peor de las garrapatas. Les había hecho convertirse en algo que él no quería ser. 
Habían navegado a su merced sin darse cuenta de que estaban en alta mar. Eran las hormigas de un hormiguero. Sujetos de experimentos. Estúpidos conejillos de Indias. Los mejores monstruos que el ser humano había creado y... también los peores. 
Fue entonces cuando Ryan se dio cuenta de que había sido peor el remedio que la enfermedad. Deseó haber abierto la puerta antes que René, en las mil y una ocasiones que había tenido, y haber notado cómo la tormenta le tragaba. Deseó mil veces oír su cuerpo crujir y romperse en mil pedazos antes que estar ahí. Quieto.
Aquella casa había sido una fábrica de monstruos, un cuento con el peor de los finales, un lavado de mentes, un espejismo. No se reconocía, Ryan no era capaz de reconocerse. ¿Quién narices era? ¿Cómo podía haber cambiado tanto en un año? La oscuridad de su habitación le había invadido, había hurgado en todas y cada una de sus cicatrices y las había curado. O al menos eso creía él. Porque aquella casa había hinchado sus estómagos para luego comérselos. Era la cárcel más bonita. Como un beso del escorpión, dulce, pero terriblemente mortal. Había sido el refugio más insano que se había visto nunca en la Tierra. Era la cárcel más bonita. Una dulce locura, un manicomio vestido de luces de color carmín. Esa casa era el infierno disfrazado de paraíso.
Fue entonces cuando Ryan compendió que la casa no les había salvado, les había condenado. Les había hecho depender demasiado el uno del otro. Como aquel animal doméstico que nunca podrá volver a ser salvaje. Ya no podrían adaptarse al mundo real. Estaban condenados, atados con cadenas a esa casa, literal y metafóricamente hablando. Habían caído en un pozo sin fondo y no podrían salir de allí nunca. 
Nunca jamás.

lunes, 15 de junio de 2015

Carpe Diem

No sé por qué me sigo sorprendiendo de que aparezcas de repente y me rompas la perspectiva de golpe. Si siempre lo has hecho. Desde el comienzo.
Y aún ahora, cuando ya no sé ni los años que hace que despertaste mis cinco sentidos, cuando me convierto en el funambulista que mejor se aguanta en su cuerda floja, cuando me distraigo falsamente con otros que no tienen tu sonrisa, ni tus ojos, ni las malditas ganas de vivir que desprendes, aún ahora, sigues aquí, como siempre.
Te imagino yendo a clase con la misma mochila azul, roja y blanca. Como siempre, con la mirada al frente, enamorando a cada paso sin ni siquiera buscarlo. Desparramando energía en cada peldaño de la escalera. Perdido, sin ganas de que te encuentren.
Te imagino como siempre, como aquél chico al que no podía quitarle el ojo. Al que su papá le venía a recoger, cada día a las 15:03, en un coche con una matrícula que un día me aprendí.
Un chico con miedo a estar solo, con su bicicleta y su polo rojo (aunque puede que él lo viese de otro color, quién sabe), recorriendo las calles cercanas a la costa en busca de alguien que pueda ayudarle.
Me imagino a mí cruzándome contigo.
Fijándome en lo mucho que has cambiado, preguntándote por la Selectividad, por tu futuro y por la chica que te hace sonreír.
Me imagino tranquilo porque, puestos a imaginar, cualquier invención es buena. Contando los segundos que me quedan para decirte adiós y no volver a verte de nuevo. Con Bend & Break de fondo, como en los viejos tiempos.
Me imagino armándome de valor y diciéndote que eres el causante de todo. De absolutamente todo. Acusándote de ser el asesino de mi inocencia, el estúpido muchacho que se cruzó en mi camino y que hizo que ya nada volviese a ser igual. El que me hizo demasiado exigente. El que me dejaba en vela millones de noches preguntándome cuándo cojones volvería a verte.
Me imagino preguntándote por tu estúpido tatuaje, sobre lo que verdaderamente implica en tu vida. Sobre si realmente en algún momento tuviste ganas de llorar por lo que realmente significaban esas palabras, en latín, que ya han perdido el sentido de tanto usarlas.
Me imagino preguntándote si sigues siendo un niño, si has dejado de soñar, si sigues con ese brillo en los ojos que me tenía enamorado. Me pregunto si se me erizaría la piel como siempre, pues él había sido, junto a la música, una de las cosas que conseguía ponerme la piel de gallina.
Me imagino confesándote que nunca había querido a nadie tanto como a ti. Y te imagino sorprendido, aunque comprendiendo de golpe todo. Quizá tirándote de la escalera al suelo o bajando rodando.
Me imagino acercándome lentamente a ti y pensando: "Ahora o nunca".
Y besándote.
Aunque ni siquiera recuerde ya cómo se hace.
Improvisando.
Agarrándote de la cabeza y susurrándote el te quiero más real que nunca he dicho. Porque tú fuiste el comienzo de todo, mi pulsera de caracolas, mi estrella fugaz, el final de la escalera. Porque estoy completamente enamorado de ti, hasta los malditos huesos. Y puede que sea un amor infantil y extremadamente idealizado, pero siento que el pecho me explota cuando apareces de repente, como siempre.
Y siempre lo haces. Y yo sigo sorprendiéndome.

Supongo que imaginar es muy fácil. Porque nadie te ve, porque nadie te escucha, porque nadie te juzga.
Lo difícil es contar los kilómetros que me separan y maldecir el hecho de que sea completamente imposible encontrármelo aquí. Lo difícil es pensar que aunque fuese posible encontrármelo, no sabría qué decir, ni qué hacer, ni cómo mirarte a los ojos.
Lo difícil es coger el coche con un destino fijo y buscarte por las calles. Como en los viejos tiempos.
Supongo que, como siempre, es bastante difícil ser el primero de los dos en hacer caso a la frase que tienes tatuada en la clavícula.

martes, 26 de mayo de 2015

El chico sin sombra

El futuro nunca es como te lo imaginas.
Suele ocurrirme. Los pájaros que tengo en mi cabeza suelen coser una historia casi perfecta. Tiendo a idealizar los futuros momentos de mi vida, hasta que la realidad me pone los pies en el suelo de golpe. Me gusta. Es distinto, pero me gusta. Que no haya salido el sol hoy no tiene nada que ver. Eso ya está superado.
Creo.

El sol es un astro curioso.
Siempre lo he pensado. Pasé toda mi infancia reflexionando sobre cómo el sol afectaba en nuestra vida, en nuestro carácter, en nuestro estado de ánimo. Incluso en nuestras relaciones con las otras personas. Curioso, ¿verdad? Cómo algo tan lejano a nosotros puede manejarnos. Ya no solo a nivel biológico, sino también nuestra conducta. Y no, no pienso ponerme a reflexionar sobre cómo el sol es capaz de condicionarnos porque, para empezar, no he cogido el tren más caro y de mayor distancia para pensar en estrellitas y en polvos de hadas.
Nunca he creído en ninguna de esas niñerías. Nunca me enseñaron nada. Nunca me quitaron el jodido nudo en la garganta que me impedía gritarle al mundo que mi vida no era justa. Que no merecía ser así de infeliz.
Cómo algo tan simple puede dejar tanto hueco cuando no está. Somos seres envidiosos. Vivimos anhelando algo que no tenemos pero, ¿y si ese algo lo tuviese todo el mundo? ¿y si ese algo fuese básico? Como los ojos, las orejas, la nariz.
La sombra.
Lo cierto es que yo nunca tuve de eso. La misma palabra me repugna. Siempre fui raro, siempre fui diferente, siempre fui especial.
Siempre estuve solo.
Puede parecer que crecer sin sombra es algo fácil, pero solo el que no la tiene sabe lo difícil que puede llegar a ser. La tortura comenzaba cada mañana, cuando todos los niños iban de camino al colegio y se divertían jugando con las suyas. Saltando y encontrándolas en el suelo, viendo cómo se alargaban a lo largo del arcén, haciendo movimientos rápidos para pillarlas desprevenidas, quietas, en una misma posición. Sin embargo eso nunca ocurría. Ellas son astutas. Y yo nunca tuve una. Y no me arrepiento.
Creo.
Ya no solo el hecho de no tener sombra se me hacía difícil. Tenía que vivir día a día, semana tras semana, con la etiqueta de: “El chico sin sombra”. Nadie se acercaba más de lo estrictamente necesario a mí. Nadie me hablaba, nadie me miraba. Estaba completamente solo.
Oía a algunos niños susurrar entre risas: «Si tuviese sombra, ya no estaría solo, ¿sabéis por qué? Porque al menos la tendría a ella».
Me cuesta recordar una noche en la que no me fuese llorando a la cama.
Me sentía sucio. Vacío.
Condenado a vivir en soledad. Sin que nadie expresase el más mínimo atisbo de cariño. ¿Quién me iba a querer? No sentía afecto ni por parte de mis padres. Nunca hablaba con ellos de eso. Fingíamos ser una familia normal, pero en el fondo sabía que ellos también lo estaban pasando mal. Aquella tarde de enero, en la que descubrieron que la silueta de su hijo no se proyectaba en la pared, quisieron esconder este hecho a todo el mundo… pero no se avergonzaban del todo.
Y tenían motivos para hacerlo.
Al parecer, no tener sombra está igual de mal visto que matar a tu perro. Si ocurría algo malo en clase, tenía la culpa yo. ¿El motivo? «No tiene sombra. ¿Se puede confiar en alguien que no tiene sombra? Por favor, en qué país vivimos».
Y así vivía yo. Esquivando los obstáculos. Intentando no hacer mucho ruido para no llamar la atención. Sumergiéndome poco a poco en un mundo en el que yo era el normal y los demás, los extraños.
 ¿A quién quería engañar?
Empecé a fumar a los catorce. La verdad es que no sé cómo no me enganché antes. Robaba a escondidas los cigarrillos de las cajetillas de mi tío.
Nadie me enganchó. Nadie me puso un cigarro en la boca. Simplemente caí. Y me asusté de lo adictivamente destructible que era. Él fue el desencadenante de todo lo demás. El mundo me dio la espalda y yo… respondí de la misma forma.
Solo pisaba la calle cuando no había sol. Era la mejor manera de evitar que me viesen, que me reconociesen. Cogía la bicicleta y me perdía.
Solía hacerlo. Me evitaba el contacto directo con la realidad. Me consolaba pensando que era una afición que solo yo tenía. Al fin y al cabo, ¿quién narices iba a dedicar un día entero en perderse por las afueras? Solo un loco lo haría. Un loco o… un chico sin sombra.
Uno de aquellos largos y tediosos días, repetí el proceso de siempre. Podría mentir y decir que ese día también me perdí, pero, ciertamente, me sabía el camino de memoria. La segunda calle a la derecha y todo recto hasta el Muro.
El Muro.
Se me eriza la piel cada vez que lo pienso. Era una gran pared blanca que había pertenecido a una casa abandonada desde siempre. Blanca. Terriblemente blanca. Apetecible.
Busqué entre mis bolsillos el último cigarrillo que había robado y lo encendí. Firmaba un contrato con cada uno de aquellos cigarrillos. Ellos me relajaban y yo… me pudría por dentro.
Precioso.
Tenía una manía. No era capaz de encender un cigarrillo sin llevar mis guantes puestos. Eran mi sello de identidad. Los había cortado de tal forma que sobresaliesen la mitad de mis dedos.
Negros. Terriblemente negros. Únicos.

“Agitar antes de usar”. Creo que ésa era la única norma que aún no me había saltado.
El sonido del spray me relajaba, casi tanto como sentir el humo del cigarro entrando en mis pulmones. Ver aquella pared, tan blanca y pura, siendo manchada con mis pensamientos... Nunca olvidaré la sensación que provocaba en mí. Un disparo de adrenalina que me aceleraba los latidos, que me despertaba el cuerpo.
Escribir cualquier gilipollez en la pared es sencillo. Lo difícil es dejar a la gente boquiabierta. El arte de las palabras, más poderoso que cualquier pistola. Escupirle la realidad a la gente era mi afición favorita. Me consolaba pensando: “Ellos proyectan sus sombras aquí… yo no tengo de eso, yo proyecto mi poesía”.

Me marché de casa a los dieciséis. Mis padres no me entendían. Era comprensible, ellos tenían sombra.
Fue entonces cuando descubrí lo que era estar perdido de verdad.
Con una maleta y una bicicleta. Sin un duro en el bolsillo y sin un sitio donde dormir. Los días en los que salía el sol me escondía, los días nublados buscaba comida en la basura. Creo que no hace falta que comente que nadie quería al “chico sin sombra” trabajando en su taller. Notaba como me miraba la gente. Veía sus ojos. Despertaba en ellos la tristeza que podría despertar un perro vagabundo. 
Fue ahí donde comenzó un vaivén de hogares. A cada cual más acogedor. Puentes, descampados, cubos de basura… Cuando creí que había tocado fondo, encontré un sitio distinto.
Había escuchado antes la historia de los Sinsombras. De hecho, era la historia que más había escuchado. Es lo que tiene que te relacionen con el protagonista.
Era un grupo de gente que habían nacido sin sombra, como yo, y, asustados, se habían reunido en una casa en lo más profundo del bosque. Habían tapiado puertas, cerrado persianas y nadie había vuelto a saber nada de ellos. Algunos juraban haber visto alguno cazando ciervos a lo lejos, sigilosamente.
No mentían. O igual sí, quién sabe.
Y ahí estaba yo. En la casa de los Sinsombra, golpeando, con la poca fuerza que me quedaba, aquella puerta tapiada. Conseguí llamar su atención y, cuando quise darme cuenta, ya era uno de ellos.
Se alimentaban a base de cuentos. No estoy hablando de la Cenicienta, ni de Blancanieves, hablo de cuentos que rozan lo macabro, en los que el protagonista, curiosamente, nunca tiene sombra. Era una venganza cobarde. Nunca habían tenido valor a rebelarse. Solo en ficción. Solo en los cuentos.
No solo eran desagradables sus historias, también su carácter. Tenían expresiones extrañas. Podría decirse que se comportaban como animales, pero los animales se comportaban mil veces mejor que ellos.
Aprendí a vivir en la oscuridad.
Suena tenebroso, lo sé, pero no tiene nada de metafórico. Literalmente vivíamos a oscuras, como ciegos. Según ellos era: «La única forma de que todos fuésemos iguales».
Una jodida secta, vamos.
Si hubiese tenido un carácter débil, ahora mismo no estaría en este tren.
Tuve el valor de ver que eso no era lo correcto. Huían de las sombras convirtiéndose en una de ellas.
¿A quién se le podía haber ocurrido esa tontería?
A mí. Era justo lo que estaba haciendo yo.
¿Era un cobarde?
De pronto lo vi todo claro. Como cuando sientes la necesidad de hacer algo y debes hacerlo en ese mismo momento.
No fue difícil escapar de aquella casa.
Temí por mi vida durante un tiempo, pero cuando noté la luz del sol acariciando mi piel sentí tranquilidad.
Irónico, ¿verdad?

No recuerdo cuánto tiempo estuve pedaleando.  
Pedaleaba sin rumbo. O al menos eso creía.
Nunca supe cómo, pero acabé ahí. Justo enfrente del Muro.
Es tan hermoso observar una pared completamente blanca manchada con poesía. No soy capaz de describir la sensación que sentí al saber que eso era mío.
-¿Es tuyo, verdad?- preguntó una voz justo detrás de mí.
Me di la vuelta, instantáneamente, sorprendido.
Era un hombre. No mucho mayor que yo. No tenía pinta de policía.
¿Qué pinta tienen los policías? Ni idea, pero éste no tenía esa pinta.
-No me engañes. Se te ve en los ojos, chico.
Tragué saliva. Me había pillado y mi mente estaba tan sumamente en blanco que no era capaz de inventar una excusa creíble.
-Sí- admití -Es mío.
En la cara del hombre se dibujó una media sonrisa. Era justo lo que quería escuchar.
Reinó el silencio durante varios segundos interminables.
-Éste no es tu sitio- dijo lanzándome una bolsa.
La cogí al vuelo. No era el mejor corredor de mi clase, pero tenía buenos reflejos. Hizo un sonido metálico al cogerla.
-Encuéntralo, chico. Encuentra ese sitio y, cuando llegues a lo más alto, escúpeles a todos un: “Lo conseguí”. Estás destinado a hacer grandes cosas. No eres igual que los demás, eres distinto, eres especial. Consíguelo, consíguelo por mí, Chico sin sombra- exclamó el hombre.
Acto seguido, dio media vuelta y se marchó.
¿Qué narices acababa de pasar?
Me quedé sin palabras. El escalofrío más extraño que he sentido me recorrió todo el cuerpo. Siempre veía en las películas cómo, una simple conversación, cambiaba el rumbo de la vida del protagonista. Siempre supe que eso sólo ocurría en la ficción.
Pero era real.
Había venido aquí, me había dado una bolsa con dinero y se había marchado.
Me quedé observándole mientras se iba. Algo en él lo hacía especial. Lo supe en el momento en que lo vi y lo entendí al verlo marchar.
No tenía sombra.


No es como lo esperaba, pero no me desagrada.
Nunca he ido tan lejos. No sé cómo es el cielo en otros lugares. Ni siquiera sé si existe el cielo en otro lugares. Siempre soñaba con escapar y, joder, mírame, estoy en el tren más caro, pensando en estrellitas, en cuentos de hadas y esperando que el destino sea Nunca Jamás.  
¿Qué sería de mi vida si tuviese sombra?
Imagino que viviría una vida normal, ¿no? Como un ciudadano corriente, iría a la universidad, me graduaría en alguna carrera corriente y conocería a la persona ideal, con la que compartiría toda mi vida.
 Todo sería perfecto.
A mí no me gustan las cosas perfectas.
Prefiero una vida imperfecta y llena de altibajos, de idas y venidas, de levantarse por la mañana y no saber dónde acabarás el día. Lo que no entra dentro de lo corriente siempre es arriesgado, pero también mágico. 
Prefiero mis defectos, antes que los de otros. No tener sombra siempre ha sido mi peor defecto pero, francamente, ¿qué tiene de malo?
Prefiero perderme, antes que estar localizado todo el tiempo.
Prefiero luchar antes que quedarme parado como un Sinsombra. Prefiero ser yo, subirme a un tren y comerme el mundo. No sé si ese hombre tendrá razón, no sé si estoy destinado a hacer grandes cosas, solo sé que voy a hacer todo lo posible para que la tenga.
Prefiero arriesgármelo todo a una carta, si sé que tengo posibilidades de ganar. No me importa renunciar a todo. No me importa renunciar a un futuro prediseñado.
No necesito una vida perfecta, ¿sabes?

No necesito una sombra.


viernes, 13 de marzo de 2015

Imposible

Encontré aquel cuaderno perdido entre el polvo y las telarañas.
No sabría decir cuánto tiempo habría pasado... quizá tres, cuatro años, olvidado, sucio.
Es difícil explicar con palabras lo que encontré en él.
Bofetadas de recuerdos y momentos, trocitos de sueños a medio tejer y una pizca de inocencia. Bueno, más bien una cucharada entera.
Una letra despreocupada pero entendible, rozando lo cursivo, de crío, con una vida entera por delante. Unas hojas de papel que habían estado cuando ninguna otra persona había estado, con millones de sentimientos clavados en ellas. El miedo era uno de ellos y se palpaba como un arañazo que te rasgaba la piel. También la ilusión, brillante, como solo ella puede estarlo.
Podrían parecer los pensamientos incoherentes de un adolescente plasmados en un cuaderno, pero para mí eran mucho más. Eran historias, mentiras y verdades, recuerdos que se habían desdibujado de mi cabeza y que se habían escondido ahí, como náufragos.
Olía a magia. De la de verdad. De la que existe.
Casi podía escuchar los violines de OneRepublic.
Era como un viaje en el tiempo, como si nunca hubiese pasado.
Era 2010. Y el sabor a historias que estaban a punto de comenzar.
Era todo eso y mucho más que solo uno conoce. Y permitidme tomarme el capricho de quedarme con los detalles.

Y, ahí, justo ahí, entre el polvo y las telarañas lo encontré.
"La meta" versaba el título.
Era uno de mis relatos favoritos. Aparentemente no tenía nada que lo hiciese especial, pero las apariencias engañan. Ese relato era un grito. Un grito de esperanza. Un grito inocente, pero un grito al fin y al cabo.

¿Quién soy y qué estoy haciendo aquí?

Esa pregunta raspaba.
Nunca lo habría reconocido en alto, pero, cinco años después de planteármela no era capaz de contestarla. Sí, sabía más detalles, más fechas, más momentos, más reacciones, más situaciones, pero no la respuesta.
Distinto año, distinto sitio y la misma pregunta sin respuesta.

¿Quién soy y qué estoy haciendo aquí?

No, no estoy hablando de problemas de identidad, eso es otra historia, hablo de la persona a la que miro cada mañana en el espejo. ¿Soy yo o no es más que un reflejo de lo que quiero ser y lo que quiero que todo el mundo crea que soy? Ni idea.
En el fondo sigo siendo como aquel crío que cogió la bicicleta y se pegó la mayor hostia de su vida.
Pero nadie viene a recogerme.
Nadie.
Y sigo esperando.
A veces me sorprendo de lo capaz que es mi corazón de soportar martillazos. Quizá tenga un imán para decepcionarme. Y nunca las veo venir. O sí, pero no soy capaz de remediar que se me dupliquen las pulsaciones. Porque en el fondo tengo tantísimas ganas de amar que cualquier posibilidad me hace vomitar mariposas.
Quizá necesite un insecticida.

Lo peor de todo era que me había acostumbrado.
Había decidido poner una barrera entre lo que suponía que estaba a punto de ocurrirme y lo que aún no había ocurrido. "Cuando más estás esperando algo, más tarde llega" decían y yo me lo tomé al pie de la letra. Pero en aquel instante había echado todo por la borda.
Lo peor era que había dejado de soñar con que ocurriría, ya no estaba entre mis pensamientos comunes. Había asumido que después de caerme de la bicicleta tendría que levantarme y curarme las heridas yo solo.
Que nadie iba a estar ahí para ayudarme.
Que siempre me quedaría con un "casi" perfecto.
Y, en ese momento, mi fe se quebrantó.
Tembló con el viento.
Sentí miedo de que no fuese a ocurrir nunca. Que fuese a ser infeliz toda mi vida.
Y, en ese momento, vi aquella meta como un imposible.
Y mis manos actuaron solas arrancando todas y cada una de las páginas de aquel viejo y sucio cuaderno lleno de mentiras.
El desván nunca había temblado tanto.
Acabé con una página en la mano: "La meta".
Nunca supe muy bien por qué, pero en ese momento, sentí como que me caía. Como que el asfalto rasgaba mi piel.
Sí que había algo que me diferenciaba del chico que había escrito eso.
Yo era mucho más realista.
Rompí en pedazos las hojas de aquel relato en cuestión de segundos.
Nunca había existido.
Y nunca podría existir.
Y, con las manos temblorosas, me di cuenta de que lo que había escrito nunca podría cumplirse.
Por nada del mundo.

lunes, 16 de febrero de 2015

El cuento de las heridas sin cicatrizar

Había una vez, en un pueblo mucho más cercano de lo que puede parecer, una historia que nunca fue contada en los patios de los colegios. Las malas lenguas decían que era tan terrorífica que nadie, absolutamente nadie, se atrevía a contarla, ni siquiera en Halloween, a media noche.
Contaba la historia de un chico malvado, que se divertía jugando con cuchillos.
Con cuchillos recién afilados.
Los echaba a volar como si fuesen golondrinas y los cogía al vuelo, justo por el pomo.
Nadie a su al rededor se atrevía a decirle que era una locura porque nadie valoraba tan poco su vida como para cometer semejante estupidez.
Decir que estaba loco es acabar demasiado pronto.
No creo que estuviese loco, solo que tenía unas ganas de jugar demasiado incansables.
O quizá eso era lo que decía. Quizá era eso lo que quería venderles a todos. Porque, aunque poca gente lo supiese, aquel pequeño niño temerario tenía una historia.
Todos la tienen, pero nadie pregunta por ella.
La suya era como aquel juguete que dejaste olvidado en el banco de un parque cualquiera. Y que nunca volviste a ver. Pero que sigue ahí. No, en el parque no, animal. Sigue en tu recuerdo, manchando con nostalgia todos los nuevos pensamientos...
Su historia era puntiaguda como las uñas de una bruja, dolorosa como un corte en carne viva, agria como un limón salado. Pero era suya y... le gustaba, pero solo vivía en su recuerdo.
O eso creía.

Un día, mientras aquél niño jugaba con sus cuchillos en plena calle, donde decenas de personas pasaban con miedo a pararse siquiera a mirarle, comenzó a llover. ¡Ni que eso fuese impedimento para nuestro joven temerario! Ni la lluvia podía parar aquél divertido y repetitivo juego.
Era macabro.
Pero parecía pasar desapercibido por todos. Estaban acostumbrados a verle.
Estoy completamente seguro de que si al niño se le hubiese escapado el cuchillo en algún momento y le hubiese atravesado la garganta, nadie se habría apenado.
"Se lo tenía merecido" dirían, aún sin conocer su historia, sin conocer exactamente por qué se lo tenía tan merecido. Pero no importaba. A nadie le interesaba su opinión.
Excepto a una persona. La única persona que parecía verle, ahí, en la calle, corriendo peligro.
-Hola- dijo.
Y el niño reconoció su voz al instante y dejó ver la sonrisa más amarga que había puesto nunca.
Nadie le había visto sonreír y, desde ese momento, tampoco querrían repetir.
No dijo nada. Se limitó a seguir haciendo malabares con sus afilados cuchillos.
-Hace mucho que no nos vemos y todo está más frío aquí- dijo la muchacha. -Supongo que... ninguno de los dos merece este final.
Los cuchillos del niño cayeron al suelo. Él nunca admitiría que se le hubiesen caído, pero lo cierto es que la frase de aquella muchacha le pilló por sorpresa.
Se aclaró la voz antes de decir las palabras más terroríficas que nunca nadie había dicho en ese pueblo.
- ¿Ninguno de los dos merece este final?- comenzó. -¿Sabes? Yo hace tiempo que ya no creo en los finales felices, de cuentos ideales, de países fantásticos. Cuántas perdices se habrán salvado. Hace tiempo que no creo que el mundo sea maravilloso, ni que todo esté dibujado por Walt Disney. No creo en las parejas que no se cansan, que no sufren, que no duelen. No creo en la amistad. No al menos en la que creéis vosotros- dijo esta vez refiriéndose a toda la plaza. -Y tú, eres la causante de no hacerlo. La amistad no es egoista, no engaña, no es "hoy por ti, mañana por mí porque me debes una". La amistad es incondicional, irracional, es fiel. Es lógico que no lo entiendas, es lógico que no manejemos la misma definición de amistad, es lo que tiene haber estudiado en un colegio distinto. Y en una ciudad distinta. Y, al parecer, en un planeta distinto también. Y quizá gritar no era la mejor solución, pero, que tire el primer cuchillo el que no grita cuando le duele algo. Y quizá era mejor no hablar. No aclararlo. Porque a veces la verdad te explota en la cara tan fuerte que no tienes ni idea de cómo asumirla. Es duro. Porque duele querer y no ser correspondido. Aunque creas que lo haces. Es duro. Porque cuesta tener que enfrentarse a la realidad día a día. A nuestra realidad. A habernos dejado perder por cuchilladas traperas, ¿irónico, verdad? Es duro. Porque la vida está hecha para valientes y tú has sido la primera cobarde-.
Y se hizo el silencio en la plaza.
Todos estaban mirando aterrorizados a aquél niño macabro.
Todos, menos la muchacha.
Ya no estaba.
Simplemente desapareció.
Y nadie la volvió a ver.
Nunca más.
Y este cuento se quedó para siempre sin final feliz.


Dicen que cuando te acuestas por las noches, el niño de los cuchillos viene a abrirte las heridas y a raspar tus pesadillas. Dicen que se alimenta de ellas y se las zampa sin masticarlas.
Pero no les hagáis caso, eso es todo mentira.
Eso solo me pasa a mí.

sábado, 17 de enero de 2015

Segunda persona

Veo pasar los años escribiendo una carta a mi futuro yo.
Yo… vivo en un presente simple de camino a un futuro imperfecto.
Perfecto estereotipo de persona que hace todo mal
Maldigo las veces que me equivoqué y las bendigo a la vez.
Por vez primera soy consciente de cómo conjugar los tiempos.
Y no me queda tiempo para enmendar mis errores.
Error o acierto, ¡qué más da!
Da miedo pensar que solo tenemos una oportunidad.
Oportuna, como las sorpresas que da la vida en cualquier momento.
Y ni un momento para reflexionar si es o no lo correcto.
Pues lo correcto es agarrarla con todas tus fuerzas sin miedo a caer.
A caer en la cuenta de que conoces por fin el verbo ser.
Ser o no ser, esa no es la cuestión.
La cuestión es cómo ser cuando ya es fuiste.
Fuiste la única razón por la que dejarlo todo.
Todo lo que tuve, todo lo que tengo, por alguien que no existe. ¿Cómo?
Cómo cojones puedes querer a alguien que no conoces.
O sí. O quizás se cruza conmigo cada tarde.
Tarde como mi mirada al intentar cruzarse con la suya. Demasiado tarde.
Tardé cien años en olvidarme y ciento uno en darme cuenta.
Cuenta conmigo, 1, 2, 3, son las coincidencias que nos separan.
Se paran, expectantes, esperando.
Yo ando entre ellas, esperando encontrarte y... no hay manera de que aparezcas.
Que parezcas de verdad y no seas el maldito sueño de siempre.
Y siempre con la misma historia, siempre perdido.
Perdí el valor hace tiempo. En cualquier cuneta lo dejaría olvidado.
He olvidado cómo era conjugar las segundas personas. El nosotros.
Nosotros no fuimos infinitos, no nos hizo falta. 
Pero faltaba tu papel, porque una historia no es historia con solo un personaje.
Y el personaje que me falta en esta historia… eres tú.

Tú, la segunda persona del singular caso del pretérito imperfecto.