sábado, 9 de junio de 2012

Nunca Jamás

Aún recuerdo aquella noche de diciembre.
Hacía frío.
Podrían haberme dicho que ahí fuera estaba todo nevado y me lo habría creído. Sin embargo, yo estaba calentito en mi casa.
Aún recuerdo aquella paz, aquella protección que sentía en mi hogar, en mi habitación. Olía a magia.

  Nuestra madre acababa de entrar para darnos el beso de buenas noches, a mis hermanos y a mí. El primero fue Albert, el pequeño. Apenas tenía cinco años. Era un niño moreno de piel, con el pelo no muy largo, castaño y totalmente liso. Sus grandes ojos de color azabache, eran profundos, cargados de ilusión y protegidos por unas largas pestañas. Era un niño realmente tierno, guapo y dulce.
Madre posó sus labios sobre sus mejillas y, Albert, con los ojos cerrados, fingiendo estar agotado, dibujó una pequeña sonrisa en su rostro.
  Nuestra madre caminó hasta la cama de Charlotte y se sentó sobre ella. Charly, no era realmente nuestra hermana. Era hija de nuestra tía que, tiempo atrás había tenido que mudarse lejos de la ciudad por motivos de trabajo. Sin embargo, era prácticamente como una hermana para mí. Era un par de años mayor que Albert. Tenía los ojos de color avellana, a conjunto con su precioso pelo rizado. Era inteligente, destacaba en eso. Era una niña muy avanzada en conocimientos en comparación a otros niños de su edad.
-Buenas noches, Charlotte- dijo madre besándola en la mejilla, tal y como había hecho con Albert antes.
La niña sonrió.
-Buenas noches, tía- dijo la pequeña.
Era mi turno.
Pronto mi madre estuvo sentada en mi cama, sonriente. Me encantaba ese momento, cuando nos quedábamos mirando, sin decir nada, simplemente pensando el uno sobre el otro. Era un momento especial que solo compartía con ella en todo el mundo.
-Buenas noches, Nico- dijo madre posando sus labios en mis mejillas.
-Buenas noches, mamá- dije -Que descanses.
Madre nos dedicó una última mirada, a los tres, antes de marcharse a su habitación. Había sido una noche muy larga, pero, aunque era más bien tarde, la noche no había hecho nada más que empezar.

Justo cuando madre salió de la habitación, los tres nos levantamos de nuestras camas.
-¡Corre! ¡Nico abre la ventana!- gritaba Albert.
-¡No grites, Albert! Mamá puede oirnos- dije caminando hacia la ventana.
Era el momento.
Abrí la ventana con fuerza. Por ella, entró súbitamente un aire congelado. En efecto, estaba nevando. No obstante, no estaba seguro de si por la mañana habría cuajado. En ese instante no me importaba. Me asomé con delicadeza por la ventana.
-¿Peter?- susurré.
De pronto, el joven Peter apareció delante de mis narices. Tuve que retroceder unos pasos para que pudiese entrar. Mis hermanos daban saltos de alegría.
-¡Peter!- gritaban.
El chico posó sus pies en el suelo de nuestra habitación y colocó los puños en su cintura, sonriente.
-Hola Albert, hola Charly- dijo y, luego se dio la vuelta -Hola Nico.
-Buenas Peter- dije -Pensaba que no vendrías nunca.
El joven frunció el ceño durante unos segundos.
-¿Y perderme el espectáculo? ¡Eso nunca!- exclamó.
Caminé hacia mi cama para coger el cuaderno que había en ella.
-¿Y Campanilla?- preguntó Charly.
-¡Campanillaaa!- exclamó Peter y, de pronto, una pequeña luz atravesó la ventana y entró en la habitación.
-¡Has venido!- dijo la niña, mientras el hada se posaba en la palma de su mano.
-¿Cuándo vas a llevarnos a Nunca Jamás, Peter?- preguntó Albert.
El joven volvió a colocar sus manos en la cintura.
-Pronto, pequeño- dijo sonriente -Muy, muy pronto.
La habitación quedó unos segundos en silencio.
Todos me observaron.
-Vamos, Nico. Todos queremos oír tu historia- dijo Peter.
-Está bien- comencé -Había una vez, un pequeño recién nacido que paseaba por los jardines de Kensington con su precioso cochecito de bebé. Se llamaba Peter. El bebe, estaba a punto de caer rendido. Observaba el suelo moverse, las ruedas, mientras sus párpados caían por su propio peso. Estaba a punto de dormirse. Si Mary, la enfermera que conducía el cochecito, no se hubiera detenido a charlar con los vecinos, se habría percatado de la extraña desaparición del pequeño, pero, si lo hubiera hecho, no habría historia que contaros ahora mismo. No obstante, ese bebé fue criado en un sitio muy muy lejano. Ésta, es la historia de un niño que decidió que nunca iba a crecer. Ésta, es la magnifica historia de Peter Pan-.
Los tres estaban expectantes. Querían saber lo que iba a pasar, lo que había escrito.
-Hasta aquí- dije.
-¿Cómo? ¿Sólo has escrito eso?- dijo Peter algo decepcionado -Ahora me has dejado con la intriga, tío.
-Lo siento chicos, ha sido un día muy ajetreado, apenas he tenido tiempo de sentarme a escribir- me excusé.
Peter asintió.
-Está bien- dijo -Volveré mañana a escucharla terminar.
Podría haberle dicho a Peter que ésa, era la penúltima noche que pasarían juntos, pero, en su opinión, eso le haría comportarse de manera distinta. Se perdería la magia.
-Adiós Peter- dije -Mañana prometo tenerla acabada.
-Ojalá- dijo el joven en dirección a la ventana -Vamos Campanilla.
-Adiós Peter, adiós Campanilla- dijo Charly.
Y se fueron volando. La segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer. Conocíamos la dirección de memoria. Solo necesitábamos hacer volar nuestra imaginación y marcharnos a aquel mundo mágico.
-¿Por qué no le has dicho que nos vamos, Nico?- preguntó Charly preocupada.
-No era necesario que lo supiese, Charly, mañana se lo diremos- dije.
Los tres nos metimos en nuestras respectivas camas y, en cuestión de pocos minutos, estábamos soñando. Soñando con Peter Pan y El País de Nunca Jamás. Soñando con la magia que rodea a un niño y que le acompaña durante toda su infancia.

A la mañana siguiente, las calles de la ciudad estaban nevadas. Nunca había visto tanta nieve cubriendo los tejados.
Era fascinante.
Sin embargo, no tenía mucho tiempo para fascinarse. Oía aviones bombarderos por todos lados. Los soldados hablaban con nuestros padres, les gritaban. Todo era un completo caos. Mis hermanos y yo, nos dedicábamos a observar. Ellos, a menudo me preguntaba sobre la historia de Peter Pan que estaba escribiendo. Me presionaban. No lograba encontrar alguna brillante idea que proyectar en el papel, estaba totalmente en blanco. Blanco como la nieve que cubría los tejados en las calles de Londres.

  La noche llegó justo a tiempo. Había conseguido acabar la historia. Estaba bastante orgulloso de ella y deseaba ver la cara de Peter al escucharla.
Madre no vino esa noche a desearnos buenas noches. Ninguno de mis hermanos la echó en falta. Yo sí. Necesitaba verla de nuevo y volver a mirarle a los ojos.
Peter Pan entró por la ventana de nuestra habitación, muerto de curiosidad.
-¿Qué ocurrió con Peter?- preguntó el propio Peter.
-¡No puedes entrar!- exclamé.
-¿Por qué no?
-Madre aún no ha venido a despedirse de nosotros. Puede entrar en cualquier momento.
-No va a venir, Nico- dijo Charlotte -No creo ni que esté en casa. No la he visto desde la cena.
-¡Sí que va a venir! ¡Tiene que despedirse de nosotros!- grité.
-¿Por qué tiene que despedirse de vosotros?- preguntó Peter, intrigado.
Los tres permanecimos en silencio durante un rato.
-Mañana nos vamos- dije.
-¿A donde?- preguntó el chico.
-Al campo. Dicen que ahí estaremos seguros.
Peter Pan negó con la cabeza varias veces, nervioso.
-No podéis marcharos. No podéis marcharos- repitió.
-Nos vamos, Peter, todos los niños se van.
-No, no todos- dijo -No tenéis por qué iros.
Los tres observamos la pequeña sonrisa que acababa de formarse en el rostro de Peter.
-Vámonos. Venid conmigo. ¡Volemos a Nunca Jamás!-exclamó
Yo abrí los ojos como platos, mientras que mis hermanos gritaban de alegría.
-¿Quieres llevarnos a Nunca Jamás? ¿Hoy?- pregunté impresionado.
El joven asintió, convencido.
-No- dije -No puede ser, Peter, no podemos dejar aquí a madre.
Peter me miró a los ojos. Ambos teníamos la misma altura, aparentábamos la misma edad.
-Vuestra madre puede estar sin vosotros. Lo superará- explicó -Al fin y al cabo, ibais a dejarla aquí mañana, ¿no?
-¡Vamos Nico!- exclamó Albert -¡Nos vamos a Nunca Jamás!
Peter me extendió la mano. Estaba a pocos centímetros de mi, tan solo tenía que agarrarla y salir de ahí volando. Reflexioné durante un segundo.
-Yo no voy- dije de pronto.
Peter Pan me miró sorpendido.
-¿Cómo que no vienes? ¿Cómo puedes rechazar ir al paraíso de los niños, donde no pasa el tiempo, donde todo es felicidad, donde la vida es una aventura?- preguntó Peter.
-No puedo ir, Peter.
-Prefieres quedarte aquí y crecer. Es eso, ¿no?
-Todos crecemos en algún momento. Algún día dejaremos de ser niños- expliqué.
-Yo no- dijo Peter seco y firme.
-Tú también- le contradecí -¿Quieres saber cómo acaba la historia de Peter Pan? Bien, pues, acaba creciendo, acaba madurando. Se hace un hombre, le llaman para ir a la guerra y muere en combate. Como las personas normales.
-No- dijo Peter volviendo a negar con la cabeza repetidas veces -No, yo no moriré en la guerra. ¡Yo no creceré nunca!
Me quedé observándole desafiante durante varios segundos. Después, di media vuelta y me dirigí hacia la puerta.
-Charly, Albert, haced lo que queráis, pero yo no iré con vosotros- dije sentenciante justo antes de salir de la habitación.

  Caminé por aquel largo pasillo, arrepintiéndome de no ir con mis hermanos. Estaba seguro de que iba a estar arrepentido para siempre, toda mi vida, pero no podía dejar a madre. De pronto, una imagen se proyectó en mi cabeza: la sonrisa de Peter.
No podía dejarles ir. Tenía que ir con ellos.
Di media vuelta en seguida y corrí hacia mi habitación a toda velocidad.

Cuando entré, mis hermanos ya no estaban, tan solo estaba Peter, a punto de echar a volar.
-¡Peter, espera!- grité.
El chico se giró para observarme.
-Mira, lo siento- comencé -Me he comportado como un idiota. Las cosas que he dicho... no son ciertas, no pienso así realmente. Es solo que... madre... no puedo dejarla sola.
-Lo sé- dijo Peter.
-Pero tampoco puedo dejar solos a mis hermanos, ni tampoco a ti.
-¿Entonces?- preguntó.
-Entonces me voy con vosotros a Nunca Jamás. Para siempre, para siempre jamás.
Peter sonrió, pero no fue una de sus típicas sonrisas, fue una sonrisa extraña, como de incertidumbre, como de dolor.
-Nico... tú... ya no puedes ir a Nunca Jamás- dijo.
-¿Cómo que no puedo ir?-  pregunté.
-No puedes ir porque... a Nunca Jamás sólo pueden ir niños- explicó- y... en algún momento de esta noche... has dejado de ser un niño.
En aquel momento me quedé absolutamente sin palabras.
-Has madurado- dijo -Lo siento mucho.
Llevé mis manos a la cabeza, mudo, sin saber qué decir. Perdí la fuerza y me dejé caer al suelo.
-Adiós Nico- dijo el chico dando media vuelta.
Pude ver una lágrima en su mejilla. Estaba llorando.
Segundos después, echó a volar. Lejos, muy lejos, seguido de mis hermanos. Yo, mientras tanto, me quedé ahí, en el suelo, llorando de impotencia, sin saber qué decir. Sabiendo que Peter tenía toda la razón, sabiendo que había dejado de ser un niño aquella noche.
Comprendí todo de golpe. Lo que había escrito, el final de la historia, no era cierto. Peter Pan nunca podría crecer.
Me asomé a la ventana con lágrimas en los ojos. La segunda estrella a la derecha brillaba con fuerza. Estaban llegando.
-¿Qué te pasa, hijo?- preguntó mi madre, que acababa de entrar.
-Se han ido... se han marchado para siempre- dije y mis palabras sonaron repletas dolor. Con el dolor de un niño que ha dejado de serlo. Con el dolor de la magia escapándose por sus dedos. Con el dolor de una infancia muerta ya, solo viva en el recuerdo.
Aquella fue la última vez que vi a mis hermanos, fue la última vez que vi a Peter Pan y, sin embargo, recuerdo su sonrisa como si fuera hoy. A veces, durante las noches de invierno, siento la necesidad de abrir la ventana, a la espera de que Peter vuelva, queriéndome llevar a Nunca Jamás, el paraíso de los niños, donde no pasa el tiempo, donde todo es felicidad, donde la vida es una aventura. Nunca Jamás, el lugar donde los niños, son niños para siempre.


viernes, 8 de junio de 2012

Juntos en el mismo barco

La bocina del barco. Ocho de Junio. Se acabó.
Nunca habíamos ido a tanta velocidad. Nunca en nuestras vidas. Esa barca me recordaba a la vida en general, tan rápida. Sentía que el tiempo se escapaba de mi alcance, que hacía pocos días que llevaba allí, pero, sin embargo, llevaba casi nueve meses. 
-No puede ser- dije mirando al horizonte.
-¿El qué no puede ser?- preguntó una chica justo a mi lado.
Le dediqué una pequeña sonrisa, sin mucho sentimiento. Lo cierto era que estaba demasiado filosófico como para esforzarme en fingir felicidad.
-Que todo se acaba- dije de pronto.
-¿Todo?
-Lo nuestro, el viaje, se está acabando y nunca volverá a ser igual... no nos volveremos a ver
La chica me miró fijamente, seria. Observó el horizonte igual que yo.
Estuvimos varios minutos reflexionando en silencio, mientras el barco surcaba el mar a toda velocidad. No era un barco grande, pero tampoco uno pequeño. Tenía capacidad para poco más de treinta personas, sin embargo eramos menos. Algunos se habían quedado en el camino y sabíamos que al atracar, todos forjaríamos nuestros caminos separados.
-No se acaba todo- dijo la chica de pronto.
-Bueno, queda tiempo para vivir mil aventuras más, pero el tiempo vuela, Hallie- dije.
-¿Y? ¿Crees que cuando lleguemos a puerto habrá acabado todo? ¿Cada uno se irá por su lado?
-Sí, estoy totalmente seguro- dije.
-¿Y Annie?- preguntó de pronto.
-¿Qué pasa con ella?
-Annie, ¿qué vas a hacer? ¿Irás a la universidad y se acabó lo vuestro?- preguntó.
-Nunca se sabe...
-Sí se sabe- recriminó- Bueno, no, no se sabe, pero, ¿y si cuando lleguemos a puerto seguís queriéndoos?
-En ese caso tendremos que pensarlo, Hallie, ahora no es el momento- expliqué.
-¿Ah, no? ¿Pues entonces que haces aquí, reflexionando sobre el tiempo?- dijo antes de marcharse con los demás.
Sonreí. Maldita niña, tenía razón.

Minutos después, ya había atardecido. Era una noche especial. Todos nos habíamos reunido para celebrar el final del curso. Todos hablaban con todos, algunos hacían algo más que hablar.
Yo, sin embargo, había estado un rato con Annie y después había bailado la canción de We Found Love.
Cuando acabé de bailar volví a mirar el horizonte. Había una isla cerca nuestro. Me daba miedo llegar. Hacía tiempo que no sentía ese tipo de miedo. Crecía. Eso no me gustaba. No quería crecer, no quería que el tiempo pasase, pero, llegar a aquella isla era inevitable. El barco ya había zarpado, no iba a volver sólo por mí.
La música paró
-Bueno, chicos, me gustaría dedicaros unas palabras bonitas para todos- dijo Michael.
Todos se volvieron, mirándole.
-Bueno, nada, decir que habéis sido una clase estupenda. Que me lo he pasado genial con vosotros y que soy feliz de haberos conocido, porque sois únicos- dijo Mike, algo nervioso.
Todo el mundo aplaudió y gritaron de felicidad.
-Cariño, ¿no habías preparado un discurso?- me dijo Annie.
Sí, era cierto, pero me sentía avergonzado. No tenía ganas de hablar en público en aquel momento. Sentía que sobraba. 
-Y ahora, nuestro delegado medio-ambiental va a dedicarnos una palabras- dijo Margarett de pronto.
Yo enrojecí, pero sonreí. Al fin y al cabo, no me importaba, todo lo que iba a decir era bueno.
Todos estaban mirándome. Suspiré y me levanté.
-Bueno, chicos- comencé -La verdad es que esto ha sido un poco improvisado. Lo cierto es que hace justo un año no tenía claro si venir a este colegio o no. Ahora sé que venir aquí es una de las mejores cosas que he hecho hasta ahora. Y mira que yo no suelo hacer las cosas muy bien -la gente rió -¿Sabéis por qué? Porque os he conocido. Cada uno de los que estamos aquí somos únicos e inimitables. Nos complementamos, aunque algunos profesores digan lo contrario, y nos queremos. A raíz de embarcar en esta aventura, he conocido a una de las personas que más me importan ahora mismo y, por supuesto, a unos compañeros de viaje estupendos. Nada más, simplemente dejaros con una frase que seguramente Ivan y Luffy conocerán. Puede que tú también, Mike.
Los tres sonrieron. Ya sabían lo que iba a decir.
-En este basto mundo navegamos en pos de un sueño surcando el ancho mar que se extiende frente a nosotros. El puerto del destino es el mañana, cada día más incierto. Encontremos el camino, cumplamos nuestros sueños... estamos todos en el mismo barco y nuestra bandera es la libertad- pronuncié.
Todos aplaudieron de alegría. Algunos incluso les vi caérsele alguna que otra lágrima. Me senté justo donde estaba, al lado de Annie.
-Precioso amor- dijo Annie.
-Tú eres preciosa.
El barco continuó navegando. Tal y como había dicho, nuestro futuro era incierto, nuestra misión era conquistarlo juntos. Sonreí. Tenía miedo, pero parecía olvidarlo cuando estaba con ellos. Nunca pensé que podría encontrar tan buenos compañeros de viaje.
Hallie se sentó a nuestro lado. No dijo nada, simplemente sonrió. Habló con la mirada.
Quedaba mucha noche por delante, mucho tiempo juntos y, aunque fuese rápido, quería vivirlo al máximo, hasta llegar a puerto. Juntos, como al principio, cuando embarcamos en la bonita aventura de formarnos como personas.

lunes, 4 de junio de 2012

Eclipse Lunar

El reloj de Savier marcaba las once en punto. Habían llegado justo a tiempo.
Había centenares de personas en puerto, andando de un sitio a otro, con cara de felicidad.
Era un día especial, no cabía duda.
Tom adoraba ver la cara de ilusión de la gente. Notaba como si en su rostro tan solo hubiese luz, armonía. Todos ellos elevaban la cabeza para observar un buque. Un gigantesco buque.
Las once y dos minutos.
Ante ellos, se alzaba nada más y nada menos que un barco de casi 300 metros de eslora. Era el trasatlántico más largo construido por aquella época.
El rey de los mares.
Los que habían viajado en él, habían dicho que rompía las olas de una manera única, perfecta.  Rebosaba belleza, de eso no cabía duda. Savier contaba por lo menos diez cubiertas. Realmente tenía catorce. De color blanco en su totalidad (excepto algunos detalles pintados de rojo) el barco flotaba majestuoso ante la costa de Southampton, Inglaterra.
El RMS Sovereign, el gigante del Atlántico.
Tenía una capacidad de 2700 personas y, ellos, eran lo suficientemente afortunados como para poder viajar en él en su reinauguracion.
-Es impresionante, ¿verdad?- exclamó Eduard con cara de asombro.
Lo era, realmente lo era.

Todo el mundo caminaba de un lado a otro, con prisa. Estaba casi todo listo para zarpar. Sólo quedaban embarcar menos de la mitad de los pasajeros. Savier y sus hijos se colocaron en la fila de inspección. Allí, los pasajeros que no fueran de primera clase, tenían que pasar un registro de salud. Una rápida revisión de piojos y otro tipo de plagas o enfermedades. La familia de delante había sido expulsada de la cola por sarna.
-¿Qué es sarna?- preguntó Edudard.
-En un insecto diminuto que te escava la piel por dentro y crea túneles por tus poros- explicó Tom.
-¿Escavan túneles por tu piel?
-Sí, y eso hace que te pique mucho
La mujer de delante se giró mirando con algo de desprecio al pequeño Tom.
-¿Dónde has aprendido eso, Tomas?- preguntó su padre.
-Dylan, un amigo de la escuela, estuvo días sin venir a clase por eso. Me lo explicó y me dijo que era un secreto y que no podía contárselo a nadie.
Savier sonrió.
-Ahora sabemos que eres alguien a quién confiarle un secreto, Tom- dijo, irónico, su hermano Eduard.

La fila avanzó rápidamente. Tanto, que pronto les tocó su turno a Savier y a sus hijos.
-Savier Martin- dijo el marinero.
-Presente
-Éstos son Tomas y Eduard Martin, ¿cierto?
Ambos asintieron.
-¿Quién es quién? preguntó el marinero al oído de Savier.
-El de la izquierda es Eduard, el de la derecha, Tom. Son gemelos.
Era cierto que los dos pequeños eran prácticamente idénticos. Los dos tenían el pelo largo, liso y rubio. Ambos tenían los ojos verdes, pero los de Eduard eran algo más azulados.
-¿Y su madre?- preguntó el marinero.
Savier tragó saliva.
-Nuestra madre nos espera en Brooklyn- mintió Tom, antes de que Savier pudiera contestar.
El marinero miró a Savier. Él asintió.
-Está bien. Pasen.
Los tres se quitaron la gorra. Otro marinero examinó sus cabellos con un peine. Primero el de Savier y luego el de los pequeños.
-Todo en orden- dijo.
-Siguiente- gritó el marinero -Tienen que ir a la cola de embarque, el buque está a punto de zarpar.
Savier cogió sus cosas y comenzó a correr. La fila de embarque estaba a varios metros de ellos, así que la alcanzaron con facilidad. Había mucha gente, para embarcar, de segunda clase, pero sin embargo, la cola se les hizo rápida.
Cuando llegó su turno, Savier entregó su billete y el de sus hijos. El marinero los observó y dio su visto bueno. Savier sonrió. Ya eran pasajeros del RMS Majestic.

El lujo del buque les cautivó. Los tres observaban totalmente sorprendidos. Todo estaba adornado al mínimo detalle. Savier, boquiabierto, no podía apartar la mirada de toda la decoración.
-¡No puedo creerlo!- exclamó Tom sobresaltado.
-Parecemos de primera clase, papá- dijo Eduard.
Savier sonrió de pura felicidad y, seguidamente, miró su billete para saber cuál era su camarote. Estaba en el cuarto piso.
-Chicos, vamos a tener que andar un rato- dijo Savier observando a sus hijos muy sonriente -Este barco es enorme.

Cuando llegaron al camarote, los pequeños saltaron sobre la cama. Savier no pudo reñirles, no encontraba razones. Ése era un momento de pura felicidad. Los pequeños habían sufrido mucho después de la muerte de su madre y realmente necesitaban un respiro, un motivo por el que ser felices. Y, éste, sin duda era uno.
Conseguir los billetes le había costado sudor y lágrimas, pero lo había conseguido y ahora estaban ahí. Con ver la sonrisa de sus hijos le bastaba, sólo necesitaba eso.
-Chicos, ¿qué os parece si vamos a dar una vuelta por el barco?- preguntó su padre -Al fin y al cabo, vamos a tener que estar una semana aquí metidos, más nos vale conocernoslo bien.
Antes de acabar de decirlo, los pequeños ya estaban saliendo.
Savier sonrió.
 Él también era feliz. Muy muy feliz. Sabía que Aurora sería feliz de verlos ahí. Estaba seguro.
Los tres salieron del camarote a toda prisa. En ese momento, se oyó un potente ruido. La bocina del barco sonaba a toda potencia.
-Zarpamos- dijo el padre.
-¡Vamos a perdernos el zarpaje!- gritó Eddie corriendo.
-No se dice zarpaje, Ed, esa palabra no existe.
-¡Corred chicos!- gritó Savier echando a correr -¡El primero que llegue arriba gana!

Era en momentos como ese en los que Savier prefería estar allí que en cualquier parte. Adoraba a sus hijos. Se detuvo un momento a observarlos, allí, asomados en cubierta, dominados por la felicidad, saludando y gritando a toda la gente que se quedaba en puerto. Sabía que era lo único que tenía en el mundo y que era el motivo por el que se enfrentaba al día a día.
-¡Papá, mira!- gritaba Tom.
-Nunca más vamos a volver a ver Inglaterra...- dijo Eddy de pronto, con un toque se melancolía.
Su padre se acercó a él y se puso a su altura.
-Eso nunca se sabe, Eduard. Nunca sabes los giros que puede dar la vida. Un día despiertas con el dulce vaivén de las olas y nada parece cambiar, pero al día siguiente, una fuerte tormenta te impulsa a girar el timón hacia una dirección distinta.
Eduard comprendió las sabias palabras de su padre. Entendió que hablaba desde la experiencia y deseó parecerse algún día a él. Acto seguido, se subió a una de las barras y continuó saludando a la gente del puerto de Southampton, que, eufóricos, observaban como el RMS Sovereign se alejaba, sin descanso, en dirección a Nueva York.

Fueron unos días realmente intensos. Savier tuvo el suficiente tiempo como para reflexionar sobre todos los aspectos de su vida. Sus hijos le ayudaron en lo que pudieron, en lo que entendieron, pero por lo demás estaba solo. Ése era su sentimiento durante el transcurso del viaje. Se sentía realmente sólo. Si no fuera por sus hijos, no sabía lo que había podido ocurrir con su vida. Aurora se había convertido en su todo años atrás y, al perderla, se había perdido él mismo.
Sin embargo, aquellos días en el Sovereign, habían sido realmente productivos. Había continuado con su investigación y estaba terminando con su libro sobre los océanos. Se sentía realmente inspirado ahí. Sus hijos, disfrutaban del barco. Se pasaban el día jugado y conociendo gente. Savier apenas les veía en toda la mañana. Ellos cuidaban de sí mismos. Eran realmente maduros.
-Gracias papá- le dijo Eduard.
Savier dejó las hojas sobre el escritorio de su camarote.
-¿Gracias?- preguntó su padre.
-Sí, gracias por cuidarnos. En las peores situaciones es necesario sentirse querido y yo sé que, aunque el timón dé un inmenso giro, tú vas a estar ahí para cuidarnos.
Savier escuchó las palabras de su hijo con una profunda ternura. Se sintió orgulloso. Se levantó y abrazó  a su hijo con fuerza, sin saber qué decir.
-Gracias- dijo simplemente conteniendo las lágrimas.

El barco llevaba dos días navegando. El mar había estado en calma todo el tiempo. Lo cierto era que el Sovereign no era el barco más rápido que existía en el planeta, pero no tenían prisa. Lo importante era llegar, no importaba el tiempo.
-¿Dónde está tu hermano, Eduard?- preguntó el padre.
-La última vez que le vi, estaba en cubierta, hablando con un señor con traje.
A Savier se le paró el corazón.
Salió corriendo de la habitación y subió a toda velocidad las escaleras del barco. No estaba del todo lejos de cubierta, pero tampoco cerca. A Savier no le importaba, sólo quería saber quién era el hombre con el que hablaba Tom y si se había metido en un lío.
Pronto localizó al pequeño. En frente suya estaba un señor de elevada edad, tal y como había descrito Eduard. Savier reconoció al hombre al instante y se fascinó. Se acercó lentamente hacia ellos.
-Y recuerda, pequeño, no hay ninguna necesidad en la infancia más fuerte, como la necesidad de la protección de un padre- le dijo el hombre a Tom.
-Entiendo.
-Perdone, señor Sigmund, mi hijo puede ser muy curioso a veces- dijo Savier, algo nervioso -Disculpe si le ha molestado.
-¿A mí? Para nada. Este chico, su hijo, es realmente un niño muy listo. Da gusto poder hablar con él- dijo el señor, sonriente.
-Vamos Tom, agradece el alago al señor Sigmund.
-Veo que me ha reconocido.
-¡Cómo no!- exclamó -He leído prácticamente todos su libros, es usted alguien formidable. Su teoría sobre... ¿cómo lo llama? El psicoanalisis... Es realmente impresionante.
-¿De veras? Muchas gracias, no suelo encontrarme con lectores a menudo, me alaga ver que a alguien le interesan mis estudios. Pensaba que me leían cuatro gatos.
-Pues no. Yo le admiro muchísimo- exclamó Savier.
-¡Sigmund, cielo, la comida va a enfriarse!- exclamó una mujer a pocos metros de ellos.
-No le entretengo más, señor Freud- dijo Savier apretando la mano del hombre -Mucho gusto en conocerle.
-El placer es mío, joven. Continúe con esa vitalidad. Sé que puede cumplir sus sueños.
Savier sonrió mientras observaba como Sigmund Freud se marchaba.
-¿Quién era papá?- preguntó el niño.
-Un genio, Tom, un auténtico genio.

Aquel atardecer no había sido como ningún otro. Había tenido un toque más profundo de magia. No sabía como explicarlo, pero Savier sentía que su vida iba a cambiar después de aquel ocaso. Nunca supo cómo, pero acertó por completo.
Cuando la familia acabó de comer, se levantó en dirección a su camarote a vestirse para el baile de gala. El comedor estaba a rebosar. Más de 300 personas estaban ahí, charlando, algunos más fuerte que otros. Sin embargo, al levantarse, Savier se topó con una sola persona, la más importante. El choque fue seco, pero indoloro. Cuando observó la cara de la persona con la que acababa de chocarse, se le heló la sangre por completo. Sus ojos se abrieron como platos.
Podría haberla reconocido en cualquier sitio. Su tez morena, sus rasgos, su cara. No había cambiado absolutamente nada.
-Blanca- dijo.
La joven volvió a mirarle a los ojos, esta vez con un toque distinto.
-No es posible- exclamó.
Le había reconocido.
-Blanca, eres tú- dijo el hombre.
La chica estaba sin palabras, contenía el aliento intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Llevó su mano a la boca y contuvo un par de lágrimas. Era un milagro.
La joven estaba vestida de camarera. Trabajaba ahí. Tenía tanto que decirle... pero por su boca no salía ni una sola palabra.
-Savier... no sé cómo... pero...- intentó decir.
-¡Blanca, vuelve al trabajo!- gritó un hombre desde la puerta de la cocina.
La joven se comenzó a poner nerviosa, le temblaba el pulso.
-Te espero a las once en la puerta de este restaurante. No sé cómo ha podido ocurrir, pero necesitamos hablar- dijo el joven de pronto y sonrió.
La joven sonrió también, justo antes de volver al trabajo.
Savier salió del sitio con el aliento entrecortado. Aún no podía creerlo.


La luna estaba llena.
Tom y Eddie se habían quedado jugando con unos amigos que habían conocido. Savier, en cambio, se asomaba en la cubierta del barco.
Le gustaba ver el mar roto por la velocidad del barco. El sonido le relajaba. Le recordaba viejos tiempos. Un recuerdo venía a su mente en ese momento: Blanca.
Aquel fatídico día, el rumbo de su vida había cambiado para siempre. Es curioso como un instante, un pequeño momento, puede cambiar irremediablemente el curso de las cosas. Sin duda, aquel momento cambió su vida para siempre. Recordaba a Blanca, a Arthur a John, incluso podía recordar a Lean Roch. Ésa había sido una de las historias favoritas de sus hijos, una historia para nada fantástica. Real, totalmente real, de principio a fin, por muy inverosímil que pareciese.
El hecho de que el destino hubiera querido que Blanca y él cruzasen sus caminos ahí, en el Sovereign, era del todo fascinante. A Savier se le erizaba la piel al recordar su llegada, en las costas de California. Cada uno siguió su camino, pero prometieron volver a rescontrarse. Savier había perdido la esperanza hacía tiempo, pero el sabio destino le había cerrado la boca de nuevo.
-Sa...vier- dijo una voz femenina detrás suyo.
El hombre se volvió para saber quién le llamaba.
-Blanca- dijo sonriente.
No pudo evitarlo. Se lanzó a darle un abrazo irremediablemente.
-Pensé que nunca volvería a verte- dijo.
-No me olvidé de usted- susurró Blanca -Le nombré en mis oraciones cada noche, cada noche, hasta el dia de hoy.
Savier sonrió de pura felicidad.
Ambos se separaron.
-No has cambiado prácticamente nada, sigues hermosa, como siempre- dijo el hombre.
-Muchísimas gracias- dijo ella tímida -Usted está estupendo también.
Hacía treinta años que no se veían, pero había surgido un fuerte lazo de amistad, prácticamente irrompible.
La luna comenzaba a cubrirse por una pequeña capa de niebla oscura. Empezaba a cobrar un color rojizo, pero ellos no le prestaban atención. Estaban demasiado ilusionados y emocionados de verse de nuevo, de poder contar cómo iban encaminadas sus vidas.
-¿Qué hiciste al llegar a Carolina del Norte?- preguntó Savier.
-Volví a Brasil, a mi hogar. Estuve viviendo allí durante diez años, encontré trabajo. A penas notamos la guerra. Sólo por las noticias que llegaban. Cuando acabó, noté como el mar me llamaba. Y sin saber cómo, acabé aquí, en este precioso barco, con usted- explicó Blanca.
Savier sonrió.
-¿Y usted?- preguntó la joven.
-Yo viajé mucho. Volví con mis padres. El negocio de padre iba de mal en peor, pero, de un día para otro, comenzó a cobrar fama y... en pocos días estaba trabajando para él. Allí conocí a Aurora y pronto se convirtió en mi mujer. Nos casamos por todo lo alto, mi padre se ocupó de todos los gastos. Pronto dio a luz a mis pequeños retoños y... bueno, falleció hace unos años.
-Cielo santo- exclamó la joven.
-Tuberculosis- dijo él simplemente.
-Lo siento mucho- dijo la joven -De veras, lo siento, Savier.
-Me dejó a cargo de dos hijos, totalmente sólo. Aquella casa me apresaba, me ataba a ella y comenzaba a enloquecer. Así que decidí marcharme de ahí, a Europa, a Inglaterra. Ahora volvemos a casa. Mi padre ha enfermado y posiblemente tenga que llevar yo el negocio.
-Cielos- exclamó ella -Una vida repleta de dolor, por desgracia.
-Y de amor, Blanca, de mucho amor. Del amor que se siente por un hijo, por un padre, por una mujer. Pero en mi mente siempre vive aquel barco. Aquel barco donde te conocí.
Blanca sonrió.
La noche se oscureció del todo de pronto.
-¿Qué ocurre?- exclamó Blanca.
Ambos miraron al cielo. La luna era cubierta en su totalidad por una sombra. Aquello era sin duda un eclipse.
El corazón de Savier comenzó a latir con fuerza.
-¿Recuerdas aquél día, Blanca?- preguntó Savier.
-Cómo poder olvidarlo- dijo.
-Aquel día hubo un eclipse solar, ¿lo recuerdas? Nos alarmamos, pensábamos que era una obra divina. Y, ahora, el destino vuelve a hacer de las suyas. Justo el día que te encuentro, hay un eclipse total de luna.
-¿El destino? ¿Usted cree?- preguntó la joven, acercándose más y más a él.
-El destino, estoy seguro- susurró él, a pocos metros de sus labios.
El tiempo se paró durante unos segundos. El barco dejó de moverse, la tierra dejó de girar. Savier miró profundamente a los ojos de Blanca y se acercó lo suficiente para rozar sus labios.
Se besaron.
Ella respondió a aquel beso con intensidad, como si fuese el último, ciega de deseo.
Fue hermoso.
Aquel sentimiento oculto durante tantos años salía aquella noche a la luz, a la reducida luz de la luna, tapada por la sombra de la propia Tierra. Ambos habían deseado hacerlo aquel día, pero no tuvieron tiempo, ni tampoco valor. Ahora, las cosas eran distintas, todo había cambiado, pero, extrañamente, a Savier le parecía que no había pasado el tiempo, que todo seguía igual.
Cuando la magia del beso acabó y la luna volvió a brillar, ambos se miraron de nuevo a los ojos. Lo que acababan de hacer no era correcto, pero no se sentían culpables.
Observaron de nuevo la luna, mágica y misteriosa. Aquel día había sido especial. Einstein probaría su teoría de la relatividad en base a aquel eclipse, la naturaleza volvía a dejar boquiabiertos a todos los humanos, pero, sin duda para Savier había sido especial por otro motivo: Todos los momentos de su vida le habían preparado para aquel instante. Aquel momento en el que su vida había cobrado sentido, aquel momento en el que veía las cosas de otra forma. Agradeció a Dios, a su sino, a la luna poder estar ahí ahora. Agradeció que su camino se hubiera cruzado de nuevo con el de Blanca porque, ahora, sabía que sus caminos no podrían separarse nunca más.