domingo, 2 de septiembre de 2012

Hasta luego

El sol había caído desde hacía un par de horas en la Tierra, sin embargo, en aquel sitio, justo en ese momento, el sol comenzaba a esconderse tras las montañas. Mezclada con colores naranjas y azules, la bóveda celeste parecía mucho más despejada de nubes que de costumbre. Toda la superficie del planeta, quedaba rociada con brillos dorados. Era como si los Dioses la hubieran rociado con una capa de magia. Los últimos rayos de sol, golpeaban en las ramas de un viejo árbol de más de un siglo de antigüedad.
Justo allí, subido a él, se hallaban dos chicos. Ambos permanecían callados, completamente en silencio. No un silencio incomodo, todo lo contrario. Era como si a ambos se les hubieran acabado las cosas que decir y se detuvieran a reflexionar. Ella miraba el horizonte, totalmente asombrada por su belleza. Era el mundo con el que había soñado y se sentía realmente afortunada de poder disfrutar de una puesta de sol allí. Él, sin embargo, hurgaba en el interior del árbol con un pequeño palo. Un pasatiempo que le hacía pensar mejor.
Permanecieron varios minutos así y, cuando el sol quedó totalmente escondido, a ambos se les ocurrió algo que decir.
-Tengo que irme- se adelantó Yinsel.
El chico la miró con preocupación, pero permaneció callado.

Ambos bajaron el árbol por su cuenta, ayudándose de ramas y del tronco. Tuvieron que pegar un gran salto al final, pero, cuando sus zapatos tocaron el suelo y se incorporaron, se dedicaron una bonita mirada.
-Nunca he sabido qué decir en las despedidas- dijo el joven algo nervioso.
Ella sonrió.
-No tienes por qué decir nada. Simplemente tienes que...
-No quiero que te vayas- le interrumpió el chico.
Ella le miró fijamente.
-Tengo que irme. No hay otra opción.
Él bajó la mirada.
-¿Sabes lo que nos ha costado conseguir todo esto? Tú y yo, mano a mano, con momentos malos con momentos buenos, pero lo hemos hecho. Ahora es nuestro y, justo cuando lo acabamos dices que tienes que irte.
-Kolt, sabes de sobra que no es por mí. Parece mentira...
-Lo sé, lo sé... Pero entiende que me duela. He dedicado a ésto mucho tiempo, quizás no el todo el que he podido, pero...
Ella le cogió de la mano sin apartarle la mirada.
-No es un adiós definitivo, Kolt. Vendré de vez en cuando, te saludaré y todo volverá a ser lo mismo.
-Durante un par de minutos. Luego te volverás a marchar y todo volverá a cambiar- dijo el chico algo enfadado.
-No eches por la borda todo. Disfruta de este momento, porque yo nunca lo olvidaré. Éste y todos permanecerán en mi memoria hasta que sea una ancianita. Este mundo, todos los momentos, las risas, las situaciones incomodas, las ganas de llorar, todo tendrá un hueco en mi memoria por siempre.
El joven sonrió emocionado. Se acercó a ella y la abrazó muy fuerte. Ella apoyó su mejilla en el pecho del chico. Fue un momento único, pero a Kolt le pasó realmente deprisa.
-¿Sabes? Justo cuando has dicho aquello de que tenías que irte, yo iba a decir una cosa- dijo Kolt sin soltarla.
-¿Ah sí? ¿Qué era?- preguntó ella levantando el rostro, curiosa.
Kolt sonrió.
-Iba a decirte que si recordabas el día que llegamos aquí.
Ella sonrió y apartó la mirada de sus ojos para volver a fijarlos en el horizonte.
-Claro que lo recuerdo. Hace mucho tiempo... Fue un 18 de mayo.
-Tú siempre con las fechas, ¿qué importa qué día fue? Lo importante es que no sabíamos si saldría bien, pero nos agarramos de las manos y cruzamos el portal, juntos...
-Como una piña- completó ella.
Estuvieron varios minutos riendo por la gracia que sólo ellos entendían. Ellos y una persona más, Daylunn, a la que dedicaron un último pensamiento antes de separarse del todo.
-Tengo que irme, Kolt- dijo ella con cierta tristeza.
-Adiós Yinsel- dijo él con el mismo sentimiento.
-No es un adiós- exclamó ella de pronto -Es un hasta luego.
Fue como si las palabras de la chica apagaran de golpe la tristeza y le rellenaran el hueco de felicidad.
-Eso espero, pequeñaja y que nada cambie. Tengo miedo de que todo cambie.
-Es inevitable que las cosas cambien- dijo ella -Reza por que cambien a mejor.
-Rezo por ello- dijo antes de abrazarla. Ella respondió a su último abrazo con fuerza.
Se iba.
Caminó varios pasos hasta la parte trasera del árbol en el que habían estado subidos minutos antes. Colocó su mano en el pomo de la puerta que había y la abrió con fuerza. Una poderosa luz salió de ella. Era extraño, pero a la vez muy mágico. Era una luz azul y a la vez verde. La iluminada barrera que salía del árbol era un portal. El portal más hermoso que habían visto en sus vidas y Yinsel debía cruzarlo.
Se dio la vuelta para ver el rostro de Kolt por última vez antes de marcharse. Sonreía, pero estaba destrozado por dentro. 
-Hasta luego, piruleta- dijo él.
-Hasta luego, Kolt- dijo antes de atravesar el portal decidida.
El joven no dio crédito al espectáculo de luces de colores que hubo a continuación: rojo, amarillo, verde, violeta... Estaba cargado con la belleza de un arcoiris. 
Fue hermoso.
 Kolt pensó que nunca había visto qué ocurría con un portal al cruzar por él, ya que, las contadas veces que había visto uno, lo había cruzado con su mejor amiga. Eso le recordó todos los bellos momentos que tenían juntos y que podrían no volver a suceder jamás.
-Se ha ido- dijo sonriendo melancólico.
Se había ido. Puede que para siempre, puede que no. Por una temporada o para siempre, nadie lo sabía. Nadie aseguraba que su historia fuera a acabar con final feliz. Nada excepto una chispa que acababa de surgir en el interior del joven.
Esperanza.
La misma magia que había surgido al cruzar el mundo por primera vez, se apoderaba de él ahora.
Sonrió, pero esta vez con nada de melancolía.
-Hasta luego, Yinsel- dijo antes de darse la vuelta y caminar hacia su casa.

domingo, 12 de agosto de 2012

Lágrimas

El primer sentimiento es de esperanza.
Cierras los ojos sin miedo. Nada puede suceder a tu alrededor que te haga abrirlos en ese momento. Sientes. Oyes los gritos de la naturaleza, la vegetación que se expande bajo tus zapatos parece hablarte, susurrarte al oído, como el viento. Parece como si todas las flores que se encuentran a tu lado estuvieran floreciendo. Notas también florecer algo en tu interior. Misteriosos sentimientos que no habías sentido nunca. Sientes y te notas mucho más vivo. Como cuando respiras el viento edulcorado de la primavera.
Y olvidas. Olvidas todo lo material, lo que te une a una vida rutinaria, carente de sentimientos y de magia. Olvidas los relojes que te aferran al tiempo, ese endemoniado tic-tac al que no puedes perderle la pista y que condena a todos por igual. Te encierras en ti mismo. Te limitas a escuchar el susurro de los árboles. No hablas su idioma, pero los entiendes. Hablan de posibilidades, de las posibilidades vestidas de imposibilidades, de las metas. Te notas fuerte, ágil, radiante de energía y de juventud. Ahora sabes que puedes conseguir todo lo que te propongas, así que debes continuar.
El segundo sentimiento es de misterio.
Cargas tus pulmones de delicioso oxígeno justo antes de sumergirte. El fondo del mar parece inalcanzable. Notas millones de peces nadando a tu lado. Acariciándote la piel. Ya no estás sólo, ellos te acompañan. No pueden hablarte, pero los notas a tu lado. Cada vez estás mucho más lejos de la superficie, pero no te importa, estás dispuesto a tocar la arena con tus dedos. Notas como los latidos de tu corazón se aceleran, la sangre de tu cuerpo se agita. No es debido a la falta de oxígeno, para nada, es intriga. Hace tiempo que no llegas al fondo, tanto que ya has olvidado cómo es. Tus ojos comienzan a llenarse de salada mar y tus párpados comienzan a cerrarse. Es misterioso. Comienzas a recordar de nuevo cómo es todo. Recuerdas haber sentido lo mismo tiempo atrás. Es una sensación agridulce. Por un lado sientes el dolor y la tristeza matando a la planta que florecía antes, pero, sin embargo, el profundo desahogo que sientes lo compensa. Es como si todo el mar en el que te sumerges ahora, cayera por un gran precipicio hacia  quiensabedónde. Segundos antes de tocar el fondo sabes lo que está a punto de ocurrir.
El tercer sentimiento es de inspiración.
Flotas en el cielo nocturno. Puede que de Paris, de Roma, de Nueva York o de Londres. Estás ahí y ves la estrellas mucho más cerca que nunca. Las notas a tu lado, como los peces. Si tuvieran cara estarían sonriéndote. De pronto, todas comienzan a alejarse, como asustadas. No hacen más que dejar paso a las Fugaces. Sí, también son estrellas, pero una extraña aura hace que parezcan más especiales. Viajan como un rayo de luz, dejando un rastro de puro fuego a su paso. Prenden. Se aproximan a mí a toda velocidad. No intento huir. Me alcanzan al instante, atravesándome. Me queman.
Y ahora, me noto mucho más vivo. Como si unas manos divinas me hubiesen levantado del suelo al que había caído mucho tiempo atrás. Un rayo de vida ha recorrido mi cuerpo, devolviéndome mi esencia. La persona que un día fui y que volveré a ser. Ardiente como el sol, como una estrella. Mi cabeza está llena de imaginación y de magia. En ese momento comprendes muchas cosas de las que te ocurren. Ves las cosas de otra forma. Entiendes la figura que ves al mirarte en el espejo. Conversas con ella durante un rato. Sabes que es la tristeza la que te provoca la chispa de felicidad. Comprendes que lágrima no es más que un sinónimo de cambio y que no es posible un cambio, sin el uso de la imaginación.
El cuarto sentimiento es de paz.
Vuelves a la realidad. Suspiras. No hay por qué avergonzarse. Te secas las mejillas y vuelves a suspirar. Es el momento de mirar hacia adelante y continuar caminando. Por ti y por todos tus compañeros, los que han caído y ni siquiera saben que lo han hecho. Adelante y no te pares, pero, si lo haces, si te rindes, si desistes presa del pánico, recuerda quién eres y quién te has propuesto ser.

domingo, 5 de agosto de 2012

Sombras

  No había escuchado peor música en mi vida. Putrefacta, demostrándome un día más que el mundo se va a la mierda. Enseñándome poco a poco las reglas de la sociedad: Alcohol, drogas y sexo. Sobre todo sexo.
  Como marionetas, todos bailan movidos por los hilos de la sociedad, a cada cual más patético. Moviendo sus musculados cuerpos de allá para acá lasciva y lujuriosamente. Intentando ocultar sus problemas y preocupaciones, bajo los efectos de algo más grande que ellos mismos. Controlados.
  Yo les observo, sin mediar palabra. Tampoco podrían oírme si hablara. Esa endemoniada música está a todo volumen, impidiéndome pensar. Absorbiendo mentes y vaciándolas. Creando ineptos y catetos, cuyo único objetivo es destruir vidas ajenas, o peor, amaestrar otras vidas, destruyéndolas de todos modos. Eligen víctimas débiles, como los vampiros. Esos chupasangre atacan a cuerpos frágiles, inseguros, y les convierten en una de las peores criaturas que han existido. Se extienden como una plaga, imparables.
  Les observo con una sonrisa en el rostro. Ridículos. Creen reírse de ese mundo, pero no saben que ese mundo se ríe de ellos. Yo me río de ellos, porque se creen superiores, cuando su inteligencia no llega más allá de provocar una pelea cuando están disconformes con algo. Cuando todas sus preocupaciones acaban al fumarse un porro, mientras destruyen neuronas a cada calada. Basura. No son más que basura. Igual que aquella odiosa música que comienza a calmarse poco a poco. Se apaga. Igual que mi mirada. Mis ojos van cerrándose poco a poco. De pronto, lo veo todo oscuro. No hay absolutamente nada a mi alrededor. Vacío.
  Ya no puede escucharse nada más que los latidos de mi corazón, que se aceleran a cada momento. Caigo al suelo de golpe. El nerviosismo brota por todo mi cuerpo. La adrenalina me recorre como flechas de fuego, quemándome. Un sentimiento me invade y me nubla la vista: Preocupación.
  Ahora todo cobra sentido. Tengo que huir de lo que me persigue. Me levanto de golpe del suelo. Ya no estoy en el endemoniado sitio de antes, ahora estoy en un bosque. Un bosque lleno de vegetación, lleno de oscuridad, lleno de sombras que me persiguen.
  Corro. Corro a toda velocidad, mucho más rápido de lo que pensé que podría correr. A penas puedo ver nada, todo está oscuro y tenebroso. Siento que voy a chocarme de golpe, pero no me detengo. Tampoco me choco. Parece como si pudiese atravesar todos los objetos que se cruzan en mi camino. Siento la adrenalina en mis piernas, en mis manos. Siento mis dedos retorcerse, crujiendo como nueces al partirse. Siento la sangre bombear de mi corazón como pasos enloquecidos. Bombea fuerte, parece que va a explotar. Siento una necesidad odiosa, terrorífica. Necesito... necesito matar. Atravesar cuerpos con un cuchillo, llenarme de sangre. Quiero matar a todas las sombras que me persiguen, que me hacen correr.
  Echo la vista atrás y veo rostros oscuros. Rostros oscuros con ojos rojos, muy rojos, rojos como la sangre que fluye a presión al sacar el cuchillo de la carne. Me asusto de mis propios pensamientos, me asusto de esta parte de mí. Tengo miedo de las sombras, pero también de mí mismo.
  La luna me mira. La luna lo sabe todo, sabe lo que me ocurre. Me persigue con la mirada y me hace temblar. Lo sabe todo, me va a delatar. Las sombras sabrán que tengo miedo.
-¡No digas nada!- grito de pronto.
  Desaparece, entre los densos nubarrones. Se esconde. Yo también quiero esconderme y consumirme como el fuego, hundirme en el fondo del océano y agonizar, sin ni siquiera poder consumir mi último aliento. No estoy loco, lo juro. No sé qué me ocurre. Desde fuera puede parecerlo, pero no lo estoy. No puedo controlarme. No me juzgues, no intentes justificarme. No hay razones para creer que estoy cuerdo... pero tampoco las hay para creer que no lo estoy. Al fin y al cabo, todo esto no es más que una pesadilla. Una pesadilla que parece real de principio a fin.
  Noto las sombras. Noto su aliento rozándome la nuca, enfriándola, matándome. Tengo miedo y lo saben. Saben que tengo miedo.
  Me giro y puedo verlas de cerca. Su rostro, su rostro es la cosa más horrible que he podido ver en la vida. Una cabeza calavérica con unos ojos hundidos, penetrantes, rojo carmesí. Me invade el pánico, tengo que echar la vista hacia delante, con el corazón batiéndome con más fuerza. Corro mucho más. Sí, más. Superándome a mí mismo y mis expectativas. Rompiendo esquemas, pero atemorizado. Porque la misma muerte me ha mirado a los ojos.
  Ya no noto su aliento rozándome la nuca. Ya no. Se ha quedado atrás, la he burlado. Continúo corriendo igualmente. No quiero parar. Temo detenerme y que me cojan.
  Caigo. Caigo en un gran río. Ahora, ahora es el momento de ahogarme y acabar con todo. No me levanto del suelo, me limito a ver lo que hay reflejado. Mi reflejo... mi reflejo... no es el mismo de siempre. Mi pelo ha desaparecido, mi rostro se ha estirado y mis ojos... mis ojos... mis ojos ahora son rojos.
  Comprendo todo de golpe. Tiemblo. Deseo morir. Siento mi mente a punto de explotar, caliente, como metida en un horno a toda potencia. El ser que me persigue es idéntico a mí.
-Eres mío- susurra una voz en mi oreja.
Me ha cogido.

domingo, 22 de julio de 2012

Pulseras de Cuadros

Es extraño volver al mismo sitio donde estuviste hace justo un año. Es como si volvieras al pasado para vivir lo mismo que viviste en su día, pero con los conocimientos adquiridos. Esa sensación, los mismos sentimientos recorren tu piel, tus venas, esa relajación absoluta al sentir el viento al rozar tu pelo. Es como si vivieses un deja vú. Todo parece haber ocurrido ya, parece como si supieras lo que está a punto de ocurrir, pero, sin embargo, te sorprendes al ver que no es como esperas. Porque es nuevo.
Era como si allí no pasase el tiempo. Todo seguía igual que hacía un año. Los árboles, la gente, la magia.
Incluso el discurso del Sr Tomlinson.
Al igual que como habían comenzado aquellas tres semanas, el Sr. Tomlinson cerraba el año con su largo y mil veces ensayado discurso. Como en un espectáculo de marionetas, todos expectantes, escuchaban aquellas sabias –incluso a veces, excesivas- palabras. Recordaba a la anterior noche, la noche de los resultados. Me recordaba a la victoria y no podía evitar sonreír al rememorar aquello.
Todo era igual que al principio. Me invadió la misma sensación que cuando esperaba en la estación de tren, de aquel primer discurso, de la fase final. Ese sentimiento me había recorrido por dentro en todos los momentos importantes. Nosotros, perdidos entre el cúmulo de personas que rodeaban la mesa del Sr. Tomlinson, nos miramos con sonrisa pícara.
Gloria, Lara, Anne, Canelita, Zahara y yo.
Habíamos estado juntos desde el principio y, desde entonces, nada había cambiado.
Mientras el Sr. Tomlinson hablaba, Canelita se atrevió incluso a gesticular y a imitar al director justo con las palabras exactas que decía. Se sabía el discurso de memoria, ¿y quién no? Todos reímos silenciosamente, excepto Anne. Y cuando digo excepto Anne, me refiero a lo de silenciosamente, puesto que, como ya sabréis, su risa era algo… especial.

Había anochecido tan solo unas horas antes, justo cuando habíamos salido de nuestras respectivas habitaciones, después de varias horas acicalándonos con nuestros mejores trajes.
Era un gran día. Era el día de las despedidas.
Al día siguiente, los trenes estarían listos para llevarnos de vuelta a casa. Muchos de nosotros no sabíamos si volveríamos a vernos.
Después de un largo y sonoro aplauso hacia el Sr. Tomlinson por su discurso, se disolvió lentamente el cúmulo de personas que le rodeaban. De pronto, el banquete quedó lleno de gente hambrienta que lo rodeaba.
Sin embargo, nosotros habíamos perdido el apetito.
Ninguno de nosotros dijo nada relacionado con comer, simplemente nos miramos de nuevo entre sí. Nuestras miradas eran ahora tristes. Habíamos caído en la cuenta: Se acababa. El viaje estaba a punto de acabar para siempre. Todos tuvimos las irremediables ganas de abrazarnos y llorar juntos. Incluso yo, el valiente, el que nunca llora, tuvo que retener las ganas de echar a llorar como un crío, cuando se dio cuenta de que tenía que irse. Todos necesitábamos un respiro, una liberación. Fue por eso que, cuando dije: -¿Nos vamos?- todo el mundo echó a correr como si el personaje de sus peores pesadillas nos persiguiese.
Y fue una sensación indescriptible, comparable con aquella vez que perseguí a Canelita por la ciudad, comparable con aquella primera vez que pisé el colegio. Fue un completo alivio volver a sentir el viento en la cara.
Y todos corrieron.
No importó el tipo de vestido que se hubiesen puesto, no importó el maquillaje que se borraría con el sudor, no importó dónde. Era nuestra última noche allí y no queríamos que fuera como las demás. 

Recuerdo acabar entre árboles, rodeados de hojas y andando sobre piedras.
 -¡Joder, voy a mancharme el vestido!- gritó Gloria de pronto, mientras bajábamos el desfiladero de tierra.
 -¡Y qué más da! ¿Acaso te importa el vestido ahora?- dijo Zahara de pronto.
 Gloria no dijo nada al respecto y, supimos que sólo con aquella frase, había quedado convencida.
Lo cierto es que no recuerdo cómo, pero acabamos en un gran descampado repleto de margaritas y girasoles, con lo puesto.
Era un sitio realmente bonito.
Podríamos haber apreciado su belleza, si hubiese sido de día. No obstante, aquella noche no importaba el número de flores que hubiese en el suelo, las estrellas, brillando en el firmamento, las eclipsaban. Podíamos ver desde ahí la catedral, a pocas millas del lugar.
 -¿Ha sido bonito, verdad?- dije cuando nos tumbamos en la fría hierba.
 -¿El qué?- preguntó Canelita.
 -Esto. El viaje, la experiencia… es decir, habíamos estado el año pasado, pero éste… ha sido como especial. Es parecido a la sensación de estar encerrado en una habitación mucho tiempo y después salir al exterior. No piensas impresionarte, pero lo haces. No sé si me explico.
Ellas no dijeron nada y eso me bastó como respuesta. Canelita me buscó, se tumbó sobre mí para apreciar la belleza del oscuro cielo. Las demás estaban tumbadas también, observando las estrellas.
 -Se me ha hecho tan corto todo- dijo Anne. -No puedo creer que cuando amanezca tengamos que marcharnos…- dijo Zahara, de pronto.
 -Cuando amanezca todo habrá acabado. Es extraño porque sabíamos que esto ocurriría, el año pasado fue igual, pero… nunca las cosas son como te las imaginas- dije.
Reinó el silencio durante varios minutos. Fue el tiempo suficiente para que Anne se quedara dormida, como siempre, pero, los demás estábamos ahí, intentando no dormirnos, deseando detener el tiempo para siempre.
Caímos, como cae una hoja de su árbol. Todos acabamos quedándonos dormidos al descubierto, simplemente con el leve sonido del río y el canto de los grillos.
Y, cuando las estrellas comenzaron a quemarse y a desaparecer, cuando el cielo comenzó a aclararse y el primer rayo de sol golpeó sobre nuestros cuerpos, caímos en la cuenta de que todo había acabado aquella noche. Nos despertamos poco a poco, algo doloridos, pero con el corazón batiendo muy deprisa. En pocos minutos teníamos que estar en nuestras respectivas paradas de tren. Cada uno cogería uno distinto y, el colegio se ocupaba de transportar el equipaje. En cuanto a nuestra ropa… digamos que parecía como si hubiésemos pasado toda la noche en una larga fiesta y volviésemos a casa, desorientados.
Se acababa. Era el momento de las despedidas.
Mi mirada se juntó con la de Gloria, la pequeña del grupo, a veces algo quejica, pero dulce como la miel. Muy generosa con todos y muy buena en lo suyo, el ejercicio. Sabía que siempre recordaría el rostro de Gloria, por mucho tiempo que pasase.
Nos fundimos en un fuerte abrazo, seguido de un No te olvidaré.
Zahara me agarró por detrás, justo después de abrazar a Gloria. Zar era la chica más adorable que he podido encontrar nunca, la diosa de la tranquilidad y la paz, nunca se enfadaba. Amigable y buena persona. Era especial. Dios le había tocado con el don del arte, se le veía en los ojos y, a parte de dibujar sobre el papel, dibujaba millones de sonrisas a su alrededor y eso era lo mejor que tenía. Me giré y la abracé con fuerza. Añoraría muchísimo a esa chica en especial, me había enseñado millones de cosas esenciales en la vida que había olvidado o que simplemente no sabía.
 -Gracias Zahara- dije simplemente y ella sonrió.
 -¡Greg!- casi gritó Anne justo después de abrazar, con los ojos llorosos, a Zahara -¡¿Qué hay de mí?!
 -¡Ven aquí!- dije con los brazos abiertos.
 Anne era diversión en estado puro. Era la alegría del grupo. Cargada de peculiaridades, era una persona cargada de sentimientos y de magia. Capaz de sentir como nadie y no demostrarlo. Pero a mi no me engañaba, no la conocía pero le notaba en la cara lo que pensaba en realidad. Uno de los motivos por los que me había mantenido feliz todos estos días había sido por ella. Por eso, al decirle adiós se fue un pedacito de mí, como cuando pierdes o tienes que tirar a tu juguete preferido.
 -Adiós, imbécil- le dije con tono bromista –Espero no volver a verte en la vida.
 -Y yo a ti tampoco, idiota- dijo medio riendo.
Giré la vista y vi a Canela.
Era su turno.
Ambos nos miramos y sonreímos. Ella dejó caer una lágrima por su mejilla y se lanzó a mis brazos. Podría decirse que Canelita y yo habíamos sido como uña y carne durante todo el viaje. Unidos lo máximo que dos personas pueden unirse, compartiendo prácticamente todo. Es por eso que, en ese momento, se marchaba una parte de mí, de mi esencia. Deseé con fuerza que aquel momento fuera para siempre, pero, desgraciadamente, duró pocos segundos. Nos separamos y volvimos a mirarnos a los ojos. Canelita ya lloraba como nunca. Sus ojos estaban rojos. Estaba seguro de que se sentía igual que yo, puede que incluso peor. Nos separamos con dificultad en el último momento.
Cuando la hora se nos echaba encima. Juntos, en círculo, prometimos volver a vernos algún día. Prometimos no olvidar aquel maravilloso viaje y recordarlo por siempre. Y, cuando el sol salió completamente, cada uno marchó en una dirección distinta.
 Zahara, Canelita y Anne hacia la estación más cercana, Gloria hacia una mucho más lejos, hacia la derecha y, Lara y yo hacia la izquierda. Cada uno tenía su camino, pero todos en distintas direcciones.

Fue entonces, cuando todos estábamos suficientemente lejos, que me di la vuelta. Les vi andando hacia sus paradas y tuve un impulso.
 -¡¡EH!!- grité y todas se giraron hacia mí.
Levanté la mano y alcé mi mano izquierda. La pulsera de cuadros blancos y azules que todos teníamos, brilló con los primeros rayos del alba. Todos entendieron el mensaje y levantaron sus brazos en los que tenían la pulsera. Y, con la firme intención de cumplir sus destinos, zarparon rumbo a su largo viaje y sin permitir que nadie consiguiera disuadirles de abandonar su hazaña, zarparon en busca de sus sueños.

sábado, 9 de junio de 2012

Nunca Jamás

Aún recuerdo aquella noche de diciembre.
Hacía frío.
Podrían haberme dicho que ahí fuera estaba todo nevado y me lo habría creído. Sin embargo, yo estaba calentito en mi casa.
Aún recuerdo aquella paz, aquella protección que sentía en mi hogar, en mi habitación. Olía a magia.

  Nuestra madre acababa de entrar para darnos el beso de buenas noches, a mis hermanos y a mí. El primero fue Albert, el pequeño. Apenas tenía cinco años. Era un niño moreno de piel, con el pelo no muy largo, castaño y totalmente liso. Sus grandes ojos de color azabache, eran profundos, cargados de ilusión y protegidos por unas largas pestañas. Era un niño realmente tierno, guapo y dulce.
Madre posó sus labios sobre sus mejillas y, Albert, con los ojos cerrados, fingiendo estar agotado, dibujó una pequeña sonrisa en su rostro.
  Nuestra madre caminó hasta la cama de Charlotte y se sentó sobre ella. Charly, no era realmente nuestra hermana. Era hija de nuestra tía que, tiempo atrás había tenido que mudarse lejos de la ciudad por motivos de trabajo. Sin embargo, era prácticamente como una hermana para mí. Era un par de años mayor que Albert. Tenía los ojos de color avellana, a conjunto con su precioso pelo rizado. Era inteligente, destacaba en eso. Era una niña muy avanzada en conocimientos en comparación a otros niños de su edad.
-Buenas noches, Charlotte- dijo madre besándola en la mejilla, tal y como había hecho con Albert antes.
La niña sonrió.
-Buenas noches, tía- dijo la pequeña.
Era mi turno.
Pronto mi madre estuvo sentada en mi cama, sonriente. Me encantaba ese momento, cuando nos quedábamos mirando, sin decir nada, simplemente pensando el uno sobre el otro. Era un momento especial que solo compartía con ella en todo el mundo.
-Buenas noches, Nico- dijo madre posando sus labios en mis mejillas.
-Buenas noches, mamá- dije -Que descanses.
Madre nos dedicó una última mirada, a los tres, antes de marcharse a su habitación. Había sido una noche muy larga, pero, aunque era más bien tarde, la noche no había hecho nada más que empezar.

Justo cuando madre salió de la habitación, los tres nos levantamos de nuestras camas.
-¡Corre! ¡Nico abre la ventana!- gritaba Albert.
-¡No grites, Albert! Mamá puede oirnos- dije caminando hacia la ventana.
Era el momento.
Abrí la ventana con fuerza. Por ella, entró súbitamente un aire congelado. En efecto, estaba nevando. No obstante, no estaba seguro de si por la mañana habría cuajado. En ese instante no me importaba. Me asomé con delicadeza por la ventana.
-¿Peter?- susurré.
De pronto, el joven Peter apareció delante de mis narices. Tuve que retroceder unos pasos para que pudiese entrar. Mis hermanos daban saltos de alegría.
-¡Peter!- gritaban.
El chico posó sus pies en el suelo de nuestra habitación y colocó los puños en su cintura, sonriente.
-Hola Albert, hola Charly- dijo y, luego se dio la vuelta -Hola Nico.
-Buenas Peter- dije -Pensaba que no vendrías nunca.
El joven frunció el ceño durante unos segundos.
-¿Y perderme el espectáculo? ¡Eso nunca!- exclamó.
Caminé hacia mi cama para coger el cuaderno que había en ella.
-¿Y Campanilla?- preguntó Charly.
-¡Campanillaaa!- exclamó Peter y, de pronto, una pequeña luz atravesó la ventana y entró en la habitación.
-¡Has venido!- dijo la niña, mientras el hada se posaba en la palma de su mano.
-¿Cuándo vas a llevarnos a Nunca Jamás, Peter?- preguntó Albert.
El joven volvió a colocar sus manos en la cintura.
-Pronto, pequeño- dijo sonriente -Muy, muy pronto.
La habitación quedó unos segundos en silencio.
Todos me observaron.
-Vamos, Nico. Todos queremos oír tu historia- dijo Peter.
-Está bien- comencé -Había una vez, un pequeño recién nacido que paseaba por los jardines de Kensington con su precioso cochecito de bebé. Se llamaba Peter. El bebe, estaba a punto de caer rendido. Observaba el suelo moverse, las ruedas, mientras sus párpados caían por su propio peso. Estaba a punto de dormirse. Si Mary, la enfermera que conducía el cochecito, no se hubiera detenido a charlar con los vecinos, se habría percatado de la extraña desaparición del pequeño, pero, si lo hubiera hecho, no habría historia que contaros ahora mismo. No obstante, ese bebé fue criado en un sitio muy muy lejano. Ésta, es la historia de un niño que decidió que nunca iba a crecer. Ésta, es la magnifica historia de Peter Pan-.
Los tres estaban expectantes. Querían saber lo que iba a pasar, lo que había escrito.
-Hasta aquí- dije.
-¿Cómo? ¿Sólo has escrito eso?- dijo Peter algo decepcionado -Ahora me has dejado con la intriga, tío.
-Lo siento chicos, ha sido un día muy ajetreado, apenas he tenido tiempo de sentarme a escribir- me excusé.
Peter asintió.
-Está bien- dijo -Volveré mañana a escucharla terminar.
Podría haberle dicho a Peter que ésa, era la penúltima noche que pasarían juntos, pero, en su opinión, eso le haría comportarse de manera distinta. Se perdería la magia.
-Adiós Peter- dije -Mañana prometo tenerla acabada.
-Ojalá- dijo el joven en dirección a la ventana -Vamos Campanilla.
-Adiós Peter, adiós Campanilla- dijo Charly.
Y se fueron volando. La segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer. Conocíamos la dirección de memoria. Solo necesitábamos hacer volar nuestra imaginación y marcharnos a aquel mundo mágico.
-¿Por qué no le has dicho que nos vamos, Nico?- preguntó Charly preocupada.
-No era necesario que lo supiese, Charly, mañana se lo diremos- dije.
Los tres nos metimos en nuestras respectivas camas y, en cuestión de pocos minutos, estábamos soñando. Soñando con Peter Pan y El País de Nunca Jamás. Soñando con la magia que rodea a un niño y que le acompaña durante toda su infancia.

A la mañana siguiente, las calles de la ciudad estaban nevadas. Nunca había visto tanta nieve cubriendo los tejados.
Era fascinante.
Sin embargo, no tenía mucho tiempo para fascinarse. Oía aviones bombarderos por todos lados. Los soldados hablaban con nuestros padres, les gritaban. Todo era un completo caos. Mis hermanos y yo, nos dedicábamos a observar. Ellos, a menudo me preguntaba sobre la historia de Peter Pan que estaba escribiendo. Me presionaban. No lograba encontrar alguna brillante idea que proyectar en el papel, estaba totalmente en blanco. Blanco como la nieve que cubría los tejados en las calles de Londres.

  La noche llegó justo a tiempo. Había conseguido acabar la historia. Estaba bastante orgulloso de ella y deseaba ver la cara de Peter al escucharla.
Madre no vino esa noche a desearnos buenas noches. Ninguno de mis hermanos la echó en falta. Yo sí. Necesitaba verla de nuevo y volver a mirarle a los ojos.
Peter Pan entró por la ventana de nuestra habitación, muerto de curiosidad.
-¿Qué ocurrió con Peter?- preguntó el propio Peter.
-¡No puedes entrar!- exclamé.
-¿Por qué no?
-Madre aún no ha venido a despedirse de nosotros. Puede entrar en cualquier momento.
-No va a venir, Nico- dijo Charlotte -No creo ni que esté en casa. No la he visto desde la cena.
-¡Sí que va a venir! ¡Tiene que despedirse de nosotros!- grité.
-¿Por qué tiene que despedirse de vosotros?- preguntó Peter, intrigado.
Los tres permanecimos en silencio durante un rato.
-Mañana nos vamos- dije.
-¿A donde?- preguntó el chico.
-Al campo. Dicen que ahí estaremos seguros.
Peter Pan negó con la cabeza varias veces, nervioso.
-No podéis marcharos. No podéis marcharos- repitió.
-Nos vamos, Peter, todos los niños se van.
-No, no todos- dijo -No tenéis por qué iros.
Los tres observamos la pequeña sonrisa que acababa de formarse en el rostro de Peter.
-Vámonos. Venid conmigo. ¡Volemos a Nunca Jamás!-exclamó
Yo abrí los ojos como platos, mientras que mis hermanos gritaban de alegría.
-¿Quieres llevarnos a Nunca Jamás? ¿Hoy?- pregunté impresionado.
El joven asintió, convencido.
-No- dije -No puede ser, Peter, no podemos dejar aquí a madre.
Peter me miró a los ojos. Ambos teníamos la misma altura, aparentábamos la misma edad.
-Vuestra madre puede estar sin vosotros. Lo superará- explicó -Al fin y al cabo, ibais a dejarla aquí mañana, ¿no?
-¡Vamos Nico!- exclamó Albert -¡Nos vamos a Nunca Jamás!
Peter me extendió la mano. Estaba a pocos centímetros de mi, tan solo tenía que agarrarla y salir de ahí volando. Reflexioné durante un segundo.
-Yo no voy- dije de pronto.
Peter Pan me miró sorpendido.
-¿Cómo que no vienes? ¿Cómo puedes rechazar ir al paraíso de los niños, donde no pasa el tiempo, donde todo es felicidad, donde la vida es una aventura?- preguntó Peter.
-No puedo ir, Peter.
-Prefieres quedarte aquí y crecer. Es eso, ¿no?
-Todos crecemos en algún momento. Algún día dejaremos de ser niños- expliqué.
-Yo no- dijo Peter seco y firme.
-Tú también- le contradecí -¿Quieres saber cómo acaba la historia de Peter Pan? Bien, pues, acaba creciendo, acaba madurando. Se hace un hombre, le llaman para ir a la guerra y muere en combate. Como las personas normales.
-No- dijo Peter volviendo a negar con la cabeza repetidas veces -No, yo no moriré en la guerra. ¡Yo no creceré nunca!
Me quedé observándole desafiante durante varios segundos. Después, di media vuelta y me dirigí hacia la puerta.
-Charly, Albert, haced lo que queráis, pero yo no iré con vosotros- dije sentenciante justo antes de salir de la habitación.

  Caminé por aquel largo pasillo, arrepintiéndome de no ir con mis hermanos. Estaba seguro de que iba a estar arrepentido para siempre, toda mi vida, pero no podía dejar a madre. De pronto, una imagen se proyectó en mi cabeza: la sonrisa de Peter.
No podía dejarles ir. Tenía que ir con ellos.
Di media vuelta en seguida y corrí hacia mi habitación a toda velocidad.

Cuando entré, mis hermanos ya no estaban, tan solo estaba Peter, a punto de echar a volar.
-¡Peter, espera!- grité.
El chico se giró para observarme.
-Mira, lo siento- comencé -Me he comportado como un idiota. Las cosas que he dicho... no son ciertas, no pienso así realmente. Es solo que... madre... no puedo dejarla sola.
-Lo sé- dijo Peter.
-Pero tampoco puedo dejar solos a mis hermanos, ni tampoco a ti.
-¿Entonces?- preguntó.
-Entonces me voy con vosotros a Nunca Jamás. Para siempre, para siempre jamás.
Peter sonrió, pero no fue una de sus típicas sonrisas, fue una sonrisa extraña, como de incertidumbre, como de dolor.
-Nico... tú... ya no puedes ir a Nunca Jamás- dijo.
-¿Cómo que no puedo ir?-  pregunté.
-No puedes ir porque... a Nunca Jamás sólo pueden ir niños- explicó- y... en algún momento de esta noche... has dejado de ser un niño.
En aquel momento me quedé absolutamente sin palabras.
-Has madurado- dijo -Lo siento mucho.
Llevé mis manos a la cabeza, mudo, sin saber qué decir. Perdí la fuerza y me dejé caer al suelo.
-Adiós Nico- dijo el chico dando media vuelta.
Pude ver una lágrima en su mejilla. Estaba llorando.
Segundos después, echó a volar. Lejos, muy lejos, seguido de mis hermanos. Yo, mientras tanto, me quedé ahí, en el suelo, llorando de impotencia, sin saber qué decir. Sabiendo que Peter tenía toda la razón, sabiendo que había dejado de ser un niño aquella noche.
Comprendí todo de golpe. Lo que había escrito, el final de la historia, no era cierto. Peter Pan nunca podría crecer.
Me asomé a la ventana con lágrimas en los ojos. La segunda estrella a la derecha brillaba con fuerza. Estaban llegando.
-¿Qué te pasa, hijo?- preguntó mi madre, que acababa de entrar.
-Se han ido... se han marchado para siempre- dije y mis palabras sonaron repletas dolor. Con el dolor de un niño que ha dejado de serlo. Con el dolor de la magia escapándose por sus dedos. Con el dolor de una infancia muerta ya, solo viva en el recuerdo.
Aquella fue la última vez que vi a mis hermanos, fue la última vez que vi a Peter Pan y, sin embargo, recuerdo su sonrisa como si fuera hoy. A veces, durante las noches de invierno, siento la necesidad de abrir la ventana, a la espera de que Peter vuelva, queriéndome llevar a Nunca Jamás, el paraíso de los niños, donde no pasa el tiempo, donde todo es felicidad, donde la vida es una aventura. Nunca Jamás, el lugar donde los niños, son niños para siempre.


viernes, 8 de junio de 2012

Juntos en el mismo barco

La bocina del barco. Ocho de Junio. Se acabó.
Nunca habíamos ido a tanta velocidad. Nunca en nuestras vidas. Esa barca me recordaba a la vida en general, tan rápida. Sentía que el tiempo se escapaba de mi alcance, que hacía pocos días que llevaba allí, pero, sin embargo, llevaba casi nueve meses. 
-No puede ser- dije mirando al horizonte.
-¿El qué no puede ser?- preguntó una chica justo a mi lado.
Le dediqué una pequeña sonrisa, sin mucho sentimiento. Lo cierto era que estaba demasiado filosófico como para esforzarme en fingir felicidad.
-Que todo se acaba- dije de pronto.
-¿Todo?
-Lo nuestro, el viaje, se está acabando y nunca volverá a ser igual... no nos volveremos a ver
La chica me miró fijamente, seria. Observó el horizonte igual que yo.
Estuvimos varios minutos reflexionando en silencio, mientras el barco surcaba el mar a toda velocidad. No era un barco grande, pero tampoco uno pequeño. Tenía capacidad para poco más de treinta personas, sin embargo eramos menos. Algunos se habían quedado en el camino y sabíamos que al atracar, todos forjaríamos nuestros caminos separados.
-No se acaba todo- dijo la chica de pronto.
-Bueno, queda tiempo para vivir mil aventuras más, pero el tiempo vuela, Hallie- dije.
-¿Y? ¿Crees que cuando lleguemos a puerto habrá acabado todo? ¿Cada uno se irá por su lado?
-Sí, estoy totalmente seguro- dije.
-¿Y Annie?- preguntó de pronto.
-¿Qué pasa con ella?
-Annie, ¿qué vas a hacer? ¿Irás a la universidad y se acabó lo vuestro?- preguntó.
-Nunca se sabe...
-Sí se sabe- recriminó- Bueno, no, no se sabe, pero, ¿y si cuando lleguemos a puerto seguís queriéndoos?
-En ese caso tendremos que pensarlo, Hallie, ahora no es el momento- expliqué.
-¿Ah, no? ¿Pues entonces que haces aquí, reflexionando sobre el tiempo?- dijo antes de marcharse con los demás.
Sonreí. Maldita niña, tenía razón.

Minutos después, ya había atardecido. Era una noche especial. Todos nos habíamos reunido para celebrar el final del curso. Todos hablaban con todos, algunos hacían algo más que hablar.
Yo, sin embargo, había estado un rato con Annie y después había bailado la canción de We Found Love.
Cuando acabé de bailar volví a mirar el horizonte. Había una isla cerca nuestro. Me daba miedo llegar. Hacía tiempo que no sentía ese tipo de miedo. Crecía. Eso no me gustaba. No quería crecer, no quería que el tiempo pasase, pero, llegar a aquella isla era inevitable. El barco ya había zarpado, no iba a volver sólo por mí.
La música paró
-Bueno, chicos, me gustaría dedicaros unas palabras bonitas para todos- dijo Michael.
Todos se volvieron, mirándole.
-Bueno, nada, decir que habéis sido una clase estupenda. Que me lo he pasado genial con vosotros y que soy feliz de haberos conocido, porque sois únicos- dijo Mike, algo nervioso.
Todo el mundo aplaudió y gritaron de felicidad.
-Cariño, ¿no habías preparado un discurso?- me dijo Annie.
Sí, era cierto, pero me sentía avergonzado. No tenía ganas de hablar en público en aquel momento. Sentía que sobraba. 
-Y ahora, nuestro delegado medio-ambiental va a dedicarnos una palabras- dijo Margarett de pronto.
Yo enrojecí, pero sonreí. Al fin y al cabo, no me importaba, todo lo que iba a decir era bueno.
Todos estaban mirándome. Suspiré y me levanté.
-Bueno, chicos- comencé -La verdad es que esto ha sido un poco improvisado. Lo cierto es que hace justo un año no tenía claro si venir a este colegio o no. Ahora sé que venir aquí es una de las mejores cosas que he hecho hasta ahora. Y mira que yo no suelo hacer las cosas muy bien -la gente rió -¿Sabéis por qué? Porque os he conocido. Cada uno de los que estamos aquí somos únicos e inimitables. Nos complementamos, aunque algunos profesores digan lo contrario, y nos queremos. A raíz de embarcar en esta aventura, he conocido a una de las personas que más me importan ahora mismo y, por supuesto, a unos compañeros de viaje estupendos. Nada más, simplemente dejaros con una frase que seguramente Ivan y Luffy conocerán. Puede que tú también, Mike.
Los tres sonrieron. Ya sabían lo que iba a decir.
-En este basto mundo navegamos en pos de un sueño surcando el ancho mar que se extiende frente a nosotros. El puerto del destino es el mañana, cada día más incierto. Encontremos el camino, cumplamos nuestros sueños... estamos todos en el mismo barco y nuestra bandera es la libertad- pronuncié.
Todos aplaudieron de alegría. Algunos incluso les vi caérsele alguna que otra lágrima. Me senté justo donde estaba, al lado de Annie.
-Precioso amor- dijo Annie.
-Tú eres preciosa.
El barco continuó navegando. Tal y como había dicho, nuestro futuro era incierto, nuestra misión era conquistarlo juntos. Sonreí. Tenía miedo, pero parecía olvidarlo cuando estaba con ellos. Nunca pensé que podría encontrar tan buenos compañeros de viaje.
Hallie se sentó a nuestro lado. No dijo nada, simplemente sonrió. Habló con la mirada.
Quedaba mucha noche por delante, mucho tiempo juntos y, aunque fuese rápido, quería vivirlo al máximo, hasta llegar a puerto. Juntos, como al principio, cuando embarcamos en la bonita aventura de formarnos como personas.

lunes, 4 de junio de 2012

Eclipse Lunar

El reloj de Savier marcaba las once en punto. Habían llegado justo a tiempo.
Había centenares de personas en puerto, andando de un sitio a otro, con cara de felicidad.
Era un día especial, no cabía duda.
Tom adoraba ver la cara de ilusión de la gente. Notaba como si en su rostro tan solo hubiese luz, armonía. Todos ellos elevaban la cabeza para observar un buque. Un gigantesco buque.
Las once y dos minutos.
Ante ellos, se alzaba nada más y nada menos que un barco de casi 300 metros de eslora. Era el trasatlántico más largo construido por aquella época.
El rey de los mares.
Los que habían viajado en él, habían dicho que rompía las olas de una manera única, perfecta.  Rebosaba belleza, de eso no cabía duda. Savier contaba por lo menos diez cubiertas. Realmente tenía catorce. De color blanco en su totalidad (excepto algunos detalles pintados de rojo) el barco flotaba majestuoso ante la costa de Southampton, Inglaterra.
El RMS Sovereign, el gigante del Atlántico.
Tenía una capacidad de 2700 personas y, ellos, eran lo suficientemente afortunados como para poder viajar en él en su reinauguracion.
-Es impresionante, ¿verdad?- exclamó Eduard con cara de asombro.
Lo era, realmente lo era.

Todo el mundo caminaba de un lado a otro, con prisa. Estaba casi todo listo para zarpar. Sólo quedaban embarcar menos de la mitad de los pasajeros. Savier y sus hijos se colocaron en la fila de inspección. Allí, los pasajeros que no fueran de primera clase, tenían que pasar un registro de salud. Una rápida revisión de piojos y otro tipo de plagas o enfermedades. La familia de delante había sido expulsada de la cola por sarna.
-¿Qué es sarna?- preguntó Edudard.
-En un insecto diminuto que te escava la piel por dentro y crea túneles por tus poros- explicó Tom.
-¿Escavan túneles por tu piel?
-Sí, y eso hace que te pique mucho
La mujer de delante se giró mirando con algo de desprecio al pequeño Tom.
-¿Dónde has aprendido eso, Tomas?- preguntó su padre.
-Dylan, un amigo de la escuela, estuvo días sin venir a clase por eso. Me lo explicó y me dijo que era un secreto y que no podía contárselo a nadie.
Savier sonrió.
-Ahora sabemos que eres alguien a quién confiarle un secreto, Tom- dijo, irónico, su hermano Eduard.

La fila avanzó rápidamente. Tanto, que pronto les tocó su turno a Savier y a sus hijos.
-Savier Martin- dijo el marinero.
-Presente
-Éstos son Tomas y Eduard Martin, ¿cierto?
Ambos asintieron.
-¿Quién es quién? preguntó el marinero al oído de Savier.
-El de la izquierda es Eduard, el de la derecha, Tom. Son gemelos.
Era cierto que los dos pequeños eran prácticamente idénticos. Los dos tenían el pelo largo, liso y rubio. Ambos tenían los ojos verdes, pero los de Eduard eran algo más azulados.
-¿Y su madre?- preguntó el marinero.
Savier tragó saliva.
-Nuestra madre nos espera en Brooklyn- mintió Tom, antes de que Savier pudiera contestar.
El marinero miró a Savier. Él asintió.
-Está bien. Pasen.
Los tres se quitaron la gorra. Otro marinero examinó sus cabellos con un peine. Primero el de Savier y luego el de los pequeños.
-Todo en orden- dijo.
-Siguiente- gritó el marinero -Tienen que ir a la cola de embarque, el buque está a punto de zarpar.
Savier cogió sus cosas y comenzó a correr. La fila de embarque estaba a varios metros de ellos, así que la alcanzaron con facilidad. Había mucha gente, para embarcar, de segunda clase, pero sin embargo, la cola se les hizo rápida.
Cuando llegó su turno, Savier entregó su billete y el de sus hijos. El marinero los observó y dio su visto bueno. Savier sonrió. Ya eran pasajeros del RMS Majestic.

El lujo del buque les cautivó. Los tres observaban totalmente sorprendidos. Todo estaba adornado al mínimo detalle. Savier, boquiabierto, no podía apartar la mirada de toda la decoración.
-¡No puedo creerlo!- exclamó Tom sobresaltado.
-Parecemos de primera clase, papá- dijo Eduard.
Savier sonrió de pura felicidad y, seguidamente, miró su billete para saber cuál era su camarote. Estaba en el cuarto piso.
-Chicos, vamos a tener que andar un rato- dijo Savier observando a sus hijos muy sonriente -Este barco es enorme.

Cuando llegaron al camarote, los pequeños saltaron sobre la cama. Savier no pudo reñirles, no encontraba razones. Ése era un momento de pura felicidad. Los pequeños habían sufrido mucho después de la muerte de su madre y realmente necesitaban un respiro, un motivo por el que ser felices. Y, éste, sin duda era uno.
Conseguir los billetes le había costado sudor y lágrimas, pero lo había conseguido y ahora estaban ahí. Con ver la sonrisa de sus hijos le bastaba, sólo necesitaba eso.
-Chicos, ¿qué os parece si vamos a dar una vuelta por el barco?- preguntó su padre -Al fin y al cabo, vamos a tener que estar una semana aquí metidos, más nos vale conocernoslo bien.
Antes de acabar de decirlo, los pequeños ya estaban saliendo.
Savier sonrió.
 Él también era feliz. Muy muy feliz. Sabía que Aurora sería feliz de verlos ahí. Estaba seguro.
Los tres salieron del camarote a toda prisa. En ese momento, se oyó un potente ruido. La bocina del barco sonaba a toda potencia.
-Zarpamos- dijo el padre.
-¡Vamos a perdernos el zarpaje!- gritó Eddie corriendo.
-No se dice zarpaje, Ed, esa palabra no existe.
-¡Corred chicos!- gritó Savier echando a correr -¡El primero que llegue arriba gana!

Era en momentos como ese en los que Savier prefería estar allí que en cualquier parte. Adoraba a sus hijos. Se detuvo un momento a observarlos, allí, asomados en cubierta, dominados por la felicidad, saludando y gritando a toda la gente que se quedaba en puerto. Sabía que era lo único que tenía en el mundo y que era el motivo por el que se enfrentaba al día a día.
-¡Papá, mira!- gritaba Tom.
-Nunca más vamos a volver a ver Inglaterra...- dijo Eddy de pronto, con un toque se melancolía.
Su padre se acercó a él y se puso a su altura.
-Eso nunca se sabe, Eduard. Nunca sabes los giros que puede dar la vida. Un día despiertas con el dulce vaivén de las olas y nada parece cambiar, pero al día siguiente, una fuerte tormenta te impulsa a girar el timón hacia una dirección distinta.
Eduard comprendió las sabias palabras de su padre. Entendió que hablaba desde la experiencia y deseó parecerse algún día a él. Acto seguido, se subió a una de las barras y continuó saludando a la gente del puerto de Southampton, que, eufóricos, observaban como el RMS Sovereign se alejaba, sin descanso, en dirección a Nueva York.

Fueron unos días realmente intensos. Savier tuvo el suficiente tiempo como para reflexionar sobre todos los aspectos de su vida. Sus hijos le ayudaron en lo que pudieron, en lo que entendieron, pero por lo demás estaba solo. Ése era su sentimiento durante el transcurso del viaje. Se sentía realmente sólo. Si no fuera por sus hijos, no sabía lo que había podido ocurrir con su vida. Aurora se había convertido en su todo años atrás y, al perderla, se había perdido él mismo.
Sin embargo, aquellos días en el Sovereign, habían sido realmente productivos. Había continuado con su investigación y estaba terminando con su libro sobre los océanos. Se sentía realmente inspirado ahí. Sus hijos, disfrutaban del barco. Se pasaban el día jugado y conociendo gente. Savier apenas les veía en toda la mañana. Ellos cuidaban de sí mismos. Eran realmente maduros.
-Gracias papá- le dijo Eduard.
Savier dejó las hojas sobre el escritorio de su camarote.
-¿Gracias?- preguntó su padre.
-Sí, gracias por cuidarnos. En las peores situaciones es necesario sentirse querido y yo sé que, aunque el timón dé un inmenso giro, tú vas a estar ahí para cuidarnos.
Savier escuchó las palabras de su hijo con una profunda ternura. Se sintió orgulloso. Se levantó y abrazó  a su hijo con fuerza, sin saber qué decir.
-Gracias- dijo simplemente conteniendo las lágrimas.

El barco llevaba dos días navegando. El mar había estado en calma todo el tiempo. Lo cierto era que el Sovereign no era el barco más rápido que existía en el planeta, pero no tenían prisa. Lo importante era llegar, no importaba el tiempo.
-¿Dónde está tu hermano, Eduard?- preguntó el padre.
-La última vez que le vi, estaba en cubierta, hablando con un señor con traje.
A Savier se le paró el corazón.
Salió corriendo de la habitación y subió a toda velocidad las escaleras del barco. No estaba del todo lejos de cubierta, pero tampoco cerca. A Savier no le importaba, sólo quería saber quién era el hombre con el que hablaba Tom y si se había metido en un lío.
Pronto localizó al pequeño. En frente suya estaba un señor de elevada edad, tal y como había descrito Eduard. Savier reconoció al hombre al instante y se fascinó. Se acercó lentamente hacia ellos.
-Y recuerda, pequeño, no hay ninguna necesidad en la infancia más fuerte, como la necesidad de la protección de un padre- le dijo el hombre a Tom.
-Entiendo.
-Perdone, señor Sigmund, mi hijo puede ser muy curioso a veces- dijo Savier, algo nervioso -Disculpe si le ha molestado.
-¿A mí? Para nada. Este chico, su hijo, es realmente un niño muy listo. Da gusto poder hablar con él- dijo el señor, sonriente.
-Vamos Tom, agradece el alago al señor Sigmund.
-Veo que me ha reconocido.
-¡Cómo no!- exclamó -He leído prácticamente todos su libros, es usted alguien formidable. Su teoría sobre... ¿cómo lo llama? El psicoanalisis... Es realmente impresionante.
-¿De veras? Muchas gracias, no suelo encontrarme con lectores a menudo, me alaga ver que a alguien le interesan mis estudios. Pensaba que me leían cuatro gatos.
-Pues no. Yo le admiro muchísimo- exclamó Savier.
-¡Sigmund, cielo, la comida va a enfriarse!- exclamó una mujer a pocos metros de ellos.
-No le entretengo más, señor Freud- dijo Savier apretando la mano del hombre -Mucho gusto en conocerle.
-El placer es mío, joven. Continúe con esa vitalidad. Sé que puede cumplir sus sueños.
Savier sonrió mientras observaba como Sigmund Freud se marchaba.
-¿Quién era papá?- preguntó el niño.
-Un genio, Tom, un auténtico genio.

Aquel atardecer no había sido como ningún otro. Había tenido un toque más profundo de magia. No sabía como explicarlo, pero Savier sentía que su vida iba a cambiar después de aquel ocaso. Nunca supo cómo, pero acertó por completo.
Cuando la familia acabó de comer, se levantó en dirección a su camarote a vestirse para el baile de gala. El comedor estaba a rebosar. Más de 300 personas estaban ahí, charlando, algunos más fuerte que otros. Sin embargo, al levantarse, Savier se topó con una sola persona, la más importante. El choque fue seco, pero indoloro. Cuando observó la cara de la persona con la que acababa de chocarse, se le heló la sangre por completo. Sus ojos se abrieron como platos.
Podría haberla reconocido en cualquier sitio. Su tez morena, sus rasgos, su cara. No había cambiado absolutamente nada.
-Blanca- dijo.
La joven volvió a mirarle a los ojos, esta vez con un toque distinto.
-No es posible- exclamó.
Le había reconocido.
-Blanca, eres tú- dijo el hombre.
La chica estaba sin palabras, contenía el aliento intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Llevó su mano a la boca y contuvo un par de lágrimas. Era un milagro.
La joven estaba vestida de camarera. Trabajaba ahí. Tenía tanto que decirle... pero por su boca no salía ni una sola palabra.
-Savier... no sé cómo... pero...- intentó decir.
-¡Blanca, vuelve al trabajo!- gritó un hombre desde la puerta de la cocina.
La joven se comenzó a poner nerviosa, le temblaba el pulso.
-Te espero a las once en la puerta de este restaurante. No sé cómo ha podido ocurrir, pero necesitamos hablar- dijo el joven de pronto y sonrió.
La joven sonrió también, justo antes de volver al trabajo.
Savier salió del sitio con el aliento entrecortado. Aún no podía creerlo.


La luna estaba llena.
Tom y Eddie se habían quedado jugando con unos amigos que habían conocido. Savier, en cambio, se asomaba en la cubierta del barco.
Le gustaba ver el mar roto por la velocidad del barco. El sonido le relajaba. Le recordaba viejos tiempos. Un recuerdo venía a su mente en ese momento: Blanca.
Aquel fatídico día, el rumbo de su vida había cambiado para siempre. Es curioso como un instante, un pequeño momento, puede cambiar irremediablemente el curso de las cosas. Sin duda, aquel momento cambió su vida para siempre. Recordaba a Blanca, a Arthur a John, incluso podía recordar a Lean Roch. Ésa había sido una de las historias favoritas de sus hijos, una historia para nada fantástica. Real, totalmente real, de principio a fin, por muy inverosímil que pareciese.
El hecho de que el destino hubiera querido que Blanca y él cruzasen sus caminos ahí, en el Sovereign, era del todo fascinante. A Savier se le erizaba la piel al recordar su llegada, en las costas de California. Cada uno siguió su camino, pero prometieron volver a rescontrarse. Savier había perdido la esperanza hacía tiempo, pero el sabio destino le había cerrado la boca de nuevo.
-Sa...vier- dijo una voz femenina detrás suyo.
El hombre se volvió para saber quién le llamaba.
-Blanca- dijo sonriente.
No pudo evitarlo. Se lanzó a darle un abrazo irremediablemente.
-Pensé que nunca volvería a verte- dijo.
-No me olvidé de usted- susurró Blanca -Le nombré en mis oraciones cada noche, cada noche, hasta el dia de hoy.
Savier sonrió de pura felicidad.
Ambos se separaron.
-No has cambiado prácticamente nada, sigues hermosa, como siempre- dijo el hombre.
-Muchísimas gracias- dijo ella tímida -Usted está estupendo también.
Hacía treinta años que no se veían, pero había surgido un fuerte lazo de amistad, prácticamente irrompible.
La luna comenzaba a cubrirse por una pequeña capa de niebla oscura. Empezaba a cobrar un color rojizo, pero ellos no le prestaban atención. Estaban demasiado ilusionados y emocionados de verse de nuevo, de poder contar cómo iban encaminadas sus vidas.
-¿Qué hiciste al llegar a Carolina del Norte?- preguntó Savier.
-Volví a Brasil, a mi hogar. Estuve viviendo allí durante diez años, encontré trabajo. A penas notamos la guerra. Sólo por las noticias que llegaban. Cuando acabó, noté como el mar me llamaba. Y sin saber cómo, acabé aquí, en este precioso barco, con usted- explicó Blanca.
Savier sonrió.
-¿Y usted?- preguntó la joven.
-Yo viajé mucho. Volví con mis padres. El negocio de padre iba de mal en peor, pero, de un día para otro, comenzó a cobrar fama y... en pocos días estaba trabajando para él. Allí conocí a Aurora y pronto se convirtió en mi mujer. Nos casamos por todo lo alto, mi padre se ocupó de todos los gastos. Pronto dio a luz a mis pequeños retoños y... bueno, falleció hace unos años.
-Cielo santo- exclamó la joven.
-Tuberculosis- dijo él simplemente.
-Lo siento mucho- dijo la joven -De veras, lo siento, Savier.
-Me dejó a cargo de dos hijos, totalmente sólo. Aquella casa me apresaba, me ataba a ella y comenzaba a enloquecer. Así que decidí marcharme de ahí, a Europa, a Inglaterra. Ahora volvemos a casa. Mi padre ha enfermado y posiblemente tenga que llevar yo el negocio.
-Cielos- exclamó ella -Una vida repleta de dolor, por desgracia.
-Y de amor, Blanca, de mucho amor. Del amor que se siente por un hijo, por un padre, por una mujer. Pero en mi mente siempre vive aquel barco. Aquel barco donde te conocí.
Blanca sonrió.
La noche se oscureció del todo de pronto.
-¿Qué ocurre?- exclamó Blanca.
Ambos miraron al cielo. La luna era cubierta en su totalidad por una sombra. Aquello era sin duda un eclipse.
El corazón de Savier comenzó a latir con fuerza.
-¿Recuerdas aquél día, Blanca?- preguntó Savier.
-Cómo poder olvidarlo- dijo.
-Aquel día hubo un eclipse solar, ¿lo recuerdas? Nos alarmamos, pensábamos que era una obra divina. Y, ahora, el destino vuelve a hacer de las suyas. Justo el día que te encuentro, hay un eclipse total de luna.
-¿El destino? ¿Usted cree?- preguntó la joven, acercándose más y más a él.
-El destino, estoy seguro- susurró él, a pocos metros de sus labios.
El tiempo se paró durante unos segundos. El barco dejó de moverse, la tierra dejó de girar. Savier miró profundamente a los ojos de Blanca y se acercó lo suficiente para rozar sus labios.
Se besaron.
Ella respondió a aquel beso con intensidad, como si fuese el último, ciega de deseo.
Fue hermoso.
Aquel sentimiento oculto durante tantos años salía aquella noche a la luz, a la reducida luz de la luna, tapada por la sombra de la propia Tierra. Ambos habían deseado hacerlo aquel día, pero no tuvieron tiempo, ni tampoco valor. Ahora, las cosas eran distintas, todo había cambiado, pero, extrañamente, a Savier le parecía que no había pasado el tiempo, que todo seguía igual.
Cuando la magia del beso acabó y la luna volvió a brillar, ambos se miraron de nuevo a los ojos. Lo que acababan de hacer no era correcto, pero no se sentían culpables.
Observaron de nuevo la luna, mágica y misteriosa. Aquel día había sido especial. Einstein probaría su teoría de la relatividad en base a aquel eclipse, la naturaleza volvía a dejar boquiabiertos a todos los humanos, pero, sin duda para Savier había sido especial por otro motivo: Todos los momentos de su vida le habían preparado para aquel instante. Aquel momento en el que su vida había cobrado sentido, aquel momento en el que veía las cosas de otra forma. Agradeció a Dios, a su sino, a la luna poder estar ahí ahora. Agradeció que su camino se hubiera cruzado de nuevo con el de Blanca porque, ahora, sabía que sus caminos no podrían separarse nunca más.

sábado, 26 de mayo de 2012

De película

                                                            Leo


   Miré hacia adelante, hacia atrás, hacia todos los lados. Les habíamos perdido. Otra vez.
-¿Estás segura de que quieres hacerlo?- pregunté de nuevo.
-Totalmente- dijo ella, sin mirarme, pero con una mirada que irradiaba decisión.
Arremangué la manga de mi camisa de cuadros y dejé escapar una media sonrisa.
-¿Paramos a comer?

  Abrí la puerta del restaurante con la ayuda de una sola mano, mientras escondía la otra en uno de los bolsillos de mi pantalón vaquero. China Garden, uno de los restaurantes chinos más grandes de todo Houston.
 -¿Te has fijado que todos los restaurantes chinos tienen la misma forma?- pregunté retóricamente con un toque de humor.
-No sé como puedes estar tan tranquilo- dijo ella con un tono tan reducido que a penas se la podía escuchar. Yo sí capté sus palabras y a lo que se refería con ellas.
-Lo llevo haciendo durante mucho tiempo. Estoy acostumbrado.
-¿No tienes miedo a que te pillen... a que nos pillen?- preguntó ella mirándome a los ojos.
-Nunca he tenido miedo de ir a la cárcel- admití- pero he de decir que, esto de traerte conmigo no ha sido una buena idea.
Ella bajó la mirada.
-He venido porque he querido- dijo.
Yo ya me había sentado. Una mesa para dos. El escenario ideal para una cita.
-Debería sentirte afortunada por tener una cita con un asesino en serie- bromeé después de que ella se sentase.
-¿Afortunada o... aterrada? Prefiero no pensarlo.- dijo ella con una media sonrisa -Y, por cierto, ésto no es una cita.
 Solté una carcajada.
–¿Qué van a tomar?- dijo una voz justo detrás de mí. Cuando me giré pude constatar, que aquella voz no era americana, sino asiática. Pensé la respuesta antes de contestar.
–Pavo- dije secamente. No tenía ganas de comer pavo, pero puestos a pedir, era lo más fácil de pronunciar en aquel sitio.
 La mujer, que rondaría los cuarenta, hizo una mueca extraña que se asemejaba a una sonrisa, aunque me quedé con la duda de qué podía ser. Miró, esta vez, a Paulinne.
-Pavo también- dijo ella, a punto de reír.
La asiática asintió y se marchó.
-¿Pavo?- pregunté aguantando la risa. Linn, con la cara risueña, me miró de nuevo.
-Es lo mismo que has pedido tú que, al parecer, nunca ha comido en un restaurante chino.
-Te equivocas, pequeña- exclamé levantando las cejas -A Jennifer, mi último ligue, le encantaban los restaurantes de comida china. Lo dejamos hace tiempo. Lo último que la oí pronunciar fue: “Eres un cerdo”.
 Paulinne frunció el ceño, impresionada.
-Una autentica lástima. Estaba realmente buena- añadí.
 -Eres un cerdo- dijo Paulinne, haciendo ademán de marcharse.  Ambos estuvimos riendo un rato.
Me gustaba cuando reía. Es realmente especial ver reírse a una mujer, pero es más especial saber que el motivo eres tú.
-Siempre has sido así de...- dijo ella.
-¿Así de qué?
-Así... tan Leo, tan natural. Un malote de película- dijo ella entre risas.
Esta vez fui yo el que frunció el ceño.
-No siempre- dije -¿Sabes? Añoro mi vida de antes, cuando vivía en Seattle con mis padres y mis hermanos. A veces me vienen recuerdos de mi hermana Avryl, la pequeña princesita de mis padres, con su pelito castaño y sus ojitos color avellana. Era mi única compañía en las largas tardes de verano, en nuestra pequeña piscina de plástico (en la que apenas cabíamos los dos) que había montado y llenado de agua mi padre.
 Ella dejó entrever una pequeña sonrisa.
-Oh, mierda, me he puesto sentimental- dije volviendo a bromear.
-La primera norma de las primeras citas es no hablar de tu ex. La segunda, no hablar de tu familia. Te las has saltado las dos en un momento- explicó Paulinne, irónica
-Así que admites que esto es una cita- dije siguiendo su ironía.
Ella no dijo nada. Simplemente me clavó sus ojos granates y sonrió.


 Cuando estábamos acabando el plato de pavo (junto con un tarro de arroz que no habíamos pedido), me noté extraño.
-Éste es el momento en el que, el malote de la película, besa a la chica- dije después de tragar el último trozo de carne.
-No va a tener tanta suerte, el malote ese- dijo ella sonriendo, con un toque de malicia.
Sin embargo, yo a penas la observaba, notaba como si alguien nos estuviese espiando. Paseé la mirada por todo la sala y clavé mis ojos en los hombres sentados a dos mesas de nosotros.
-Paulinne, cuando yo te diga, te levantas y vas al baño. Tienes que salir por la ventana que encuentres a toda velocidad. Yo saldré después- le susurré.
-¿Qué pasa, Leo?- preguntó preocupada.
-Nos han encontrado.
 Ella aparentemente no pareció sorprendida. Se limitó a limpiarse la boca con una servilleta y se levanto sutilmente para dirigirse al lavabo. No sin antes, dedicarme una mirada cómplice. Esperé varios segundos después de que Linn entrara al baño. Llevé mi mano hasta mi bolsillo trasero.
Tenía agarrada la pistola, era el momento.
Me levanté a toda velocidad, tirando la silla al suelo y, en un movimiento ágil, saqué la pistola de mi bolsillo y disparé en el brazo a uno de los policías, sentados cerca nuestro.
 Reaccionaron al instante. El herido cayó al suelo. Cundió el pánico. Aproveché la situación para correr en dirección a la cocina. Conocía aquel sitio, sabía que había una salida trasera por la cocina. Era mi única escapatoria.
 Corrí a toda velocidad mientras la gente gritaba. El policía comenzó a dispararme, yo respondía a sus disparos apretando el gatillo a su vez.
Fue espectacular.
Conseguí meterme en la cocina. Corrí de nuevo esquivando a todos los chinos que había cocinando. Todos gritaban en su idioma, muy alterados.
 En pocos segundos estaba fuera del local.
-¡Leo!- gritó Paulinne, a varios metros de mí.
Sonreí.
-¡Vamos!- le dije agarrándola de la mano y corriendo.
-Tenemos que escapar de aquí, Leo, como sea.
-En coche- dije justo cuando nos cruzamos con un coche de policía, con las llaves puestas.
-Nuestro día de suerte- añadí sonriendo.
Se oyeron disparos de nuevo. Uno de ellos impactó directamente en mi pierna derecha. Caí al suelo, gritando.
-¡Leo!- gritó la joven de nuevo, preocupada.
-¡Linn sube al coche, conduce!- grité, arrastrándome hasta el asiento del acompañante. Oía los pasos de los policías acercándose a nosotros, no lo íbamos a conseguir.
Paulinne se subió al asiento y encendió el coche, veloz. Apretó el acelerador y el coche se disparó, justo cuando logré entrar al automóvil. Oí como los policía gritaban. Les robábamos su coche.

 Les habíamos perdido. Otra vez. Observé como Linn conducía, casi tumbado en el asiento del acompañante.
-¿Dónde aprendiste a conducir?- pregunté.
 -¿Dónde aprendiste a detectar policías?- dijo ella riendo.
 Yo sonreí a su vez, aún con el dolor del disparo.
-¿A dónde vamos?
Ella tardó unos segundos en contestar.
-Vuelves a Seattle, Leo, con Avryl, con tus padres, con tu hermano.
-¿Ahora soy yo el secuestrado?
-Vas a ir a donde yo te diga sin rechistar.
Me acerqué a ella, a su preciosa cara, a sus preciosos ojos granates. Nos besamos bajo la luz de aquella extraña tarde. Mientras conducíamos de nuevo a casa. Ya no echaba de menos el pasado. Deseaba que aquel momento fuera para siempre, pero, desgraciadamente, las películas en las que el villano secuestra a la chica de sus sueños nunca tienen un final feliz.

viernes, 18 de mayo de 2012

Diente de león

Posiblemente el vaivén de aquella flor al atardecer era una de las cosas más bellas que había visto. Savannah quedó impresionada. Fue un momento único, cargado de magia. Quedó atrapada en un sentimiento, mezcla de asombro y emoción. Por un pequeño instante se olvidó de Michael. Olvidó el dolor para centrar sus ojos en aquella bonita planta que revoloteaba movida por los hilos del viento. 
Casi hipnotizada, la siguió. 
Sintió como daba pasos involuntariamente, como hechizada, sin saber a dónde iba, ni dónde iba a acabar. Tampoco le importaba. Sentía que algo le había llevado ahí por alguna razón. No sabía explicar esa sensación, pero habría jurado que todo estaba escrito, que su futuro no se había roto, que tan solo se habían arrancado algunas páginas. Realmente iba a encontrarse con su futuro en cuestión de segundos.

La brisa dio una tregua, se detuvo. No obstante, la flor, movida por la inercia, todavía mantenía el vuelo. Como aferrada a la libertad, como intentando mantenerse en el aire el mayor tiempo posible. Resultaba inquietante que ninguna de las hojas del diente de león se hubiesen desprendido. Para Savannah, ése era uno de los mejores ejemplos de diligencia que había observado nunca. Una planta, una simple planta luchando contra una fuerza infinitamente superior, pero constante, sin perecer ni un solo momento. Aquella simple flor demostraba mucho más de lo que ella misma tenía.
Savannah, sumida en sus pensamientos, no pudo observar cómo la flor se posaba en los zapatos de un joven. La chica no tardó mucho en darse cuenta y, cuando lo hizo, se sorprendió. No era habitual ver gente por ahí, eso solía estar desértico. Sin embargo, en esta ocasión, paseaba un joven de rizado pelo castaño, que se había detenido para ver el diente de león caer en su bota.

Ambos permanecieron en silencio unos segundos.
-Te estaba esperando- dijo el joven de pronto.
Savannah frunció el ceño.
-¿Cómo?
-He dicho que te estaba esperando- repitió.
-¿Y por qué? ¿Tú de qué me conoces?
El chico tardó unos segundos en contestar, pensando la respuesta.
-Yo te conozco mucho más de lo que te conoces tú misma.
La joven no habló, se quedó un tiempo quieta, mirando sus ojos castaños y decidió dar la vuelta y huir de aquel sitio, de aquel joven.
Caminó durante unos metros, justo antes de oír de nuevo su voz.
-¡Eh! Te olvidas esto- exclamó el joven con el diente de león en la mano.
-Quédatelo- casi susurró, con desgana, ni siquiera dándose la vuelta para hablar.
-Savannah, espera, no hullas...- dijo- puedo explicarte lo que pasa.
La joven, esta vez, se giró de golpe y volvió a clavar la mirada en sus ojos.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-Lo sé, simplemente. Llevo años esperando este momento, eres tal como te recordaba. Tus ojos, tu pelo... Eres tan parecida a mí.
-¿Y tú, quién se supone que eres?- dijo la joven, algo asustada.
-Yo... Puedes llamarme Mike.
A Savannah le encantaba ese nombre. Influenciaba el motivo de que todas las personas que había conocido llamadas así eran especiales. Incluido Michael, que, aunque se había comportado de una forma horrible, había sido la única persona de la que había estado enamorada absolutamente.
-Aún no me conoces- continuó el joven -Pero conocerme cambiará tu vida totalmente.
-No te entiendo... ¡Habla claro! Yo no te conozco ¿Qué haces aquí?
-Necesitaba verte- dijo simplemente el chico -Me basta con eso. 
La joven no cabía del asombro. Mike, mientras tanto, se acercó poco a poco a ella. Savannah no hizo ni un solo movimiento, simplemente cerró los ojos. No tenía barreras, estaba indefensa. Dejó que ocurriera lo que estaba a punto de pasar.
El joven acercó sus labios a su oído.
-Te quiero, mamá- le susurró.
La joven abrió los ojos de pronto, perpleja, intentando buscar en la mirada de Mike una explicación, pero el joven ya no estaba ahí. No había nada a su alrededor, nada absolutamente nada. Se había esfumado. Tan solo quedaba el diente de león, allí, en el suelo. 
Sintió que las fuerzas le fallaban. 
Ahora se sentía mucho más pequeña que aquella flor, mucho más insignificante. No entendía absolutamente nada de lo que había dicho aquel misterioso joven. Su última palabra resonaba una y otra vez en su mente.
-Me ha llamado mamá- susurró para sí misma.
Estaba segura de que había sido un delirio, de que nada había ocurrido realmente, pero había sido tan real. La joven tan solo tuvo fuerzas para coger el diente de león y soplar. Pensó el deseo. No sabía si se cumpliría, pero tenía que pedirlo. Lo pidió con todas su fuerzas, con toda su alma, mientras las hojas de algodón de esfumaban, poco a poco, ante el último rayo del atardecer.


domingo, 6 de mayo de 2012

Fugaz

No era la mejor noche para hacer una acampada, eso estaba claro. Hacía frío.
Habían encendido una pequeña hoguera en el centro del campamento y todos intentaban acomodarse con su calor, con su bienestar. Todos excepto el profesor, que observaba las estrellas sonriente. Parecía como si  le hablasen, como si se pudiera comunicar con ellas de alguna manera. Los estudiantes estaban tumbados sobre sus sacos de dormir, charlando antes de dormirse.
-¿Qué haces, profe?- preguntó Viktoria.
-Observo el cielo- dijo
-¿Y por qué?
-Porque me relaja- contestó -¿Os habéis dado cuenta la cantidad de estrellas que se apagan en el universo? Se van, se esfuman, sin más. Nosotros no prestamos siquiera atención a pensar en ellas y, en cambio, las estrellas observan uno a uno todos nuestros movimientos. Nuestras ilusiones y desilusiones, nuestros logros y nuestros fracasos. Lo observan todo, calladas, sigilosas, cubiertas por las nubes y por la contaminación lumínica, pero, sin embargo, espectantes.
El grupo calló de pronto. Se hizo el silencio. Todo el mundo reflexionó durante unos segundos.
Se pudo oír alguna que otra risilla con burla, pero al profesor no pareció importarle.
-¿Y qué propones que hagamos?- soltó John de pronto.
-Propongo que dediquemos al menos lo que queda de la noche a estar con ellas, a observarlas, a comunicarnos.
Pude oír perfectamente como el grupo de Oscar y sus amigos se reían. Leí los labios de Sara a la perfección: "Está loco".
A mi no me parecía que lo estuviese. No decía ninguna tontería, ni ninguna idiotez como para parecer un chalado. Sara, meses más tarde, sería la que más lloraría en el funeral de Ramón, como si hubiese sido su profesor favorito, su ejemplo a seguir.
-Hipócrita- dije de pronto.
-¿Quién?- preguntó John, justo a mi lado.
-Sara
-¿Por qué?
-¿No la has oído?
El joven de pelo castaño claro negó con la cabeza.
-No para de burlarse de Ramón- expliqué -No lo entiendo... a mi no me parece que esté diciendo tonterías.
John reflexióno.
-Nunca las dice- dijo casi en un susurro -Tienes que saber cómo es y lo que ha vivido para entenderle.
Estuvimos varios minutos callados, observando las estrellas como había dicho Ramón, tumbados, disfrutando de la paz y la armonía de la naturaleza.
Las voces cada vez se oían menos. La gente iba quedándose dormida poco a poco.
-¡Tss! ¿Estás dormido?- susurró John.
-No, aún no.
-¿Qué haces?
-Pienso, reflexiono sobre lo que ha dicho Ramón...- dije -Oye, tu quieres mucho a Ana, ¿no?
-Muchísimo- dijo
Resoplé.
-Os envidio- dije.
John estuvo un rato en silencio.
-¿Y eso por qué?- dijo entonces
-Porque ojala yo quisiese tanto a mi novia, como tú quieres a Ana.
No le vi, pero estoy seguro de que John sonrió al escuchar mis palabras.
-Pero hombre, eso es cuestión de tiempo.
-No sé, no creo.
-Sí, tranquilo, cuando empecé con Ana tampoco la quería tanto... no sé, todo ha pasado tan rápido.
-Eso espero, John.
-Ya lo verás- dijo -Y si no, no le hagas daño, deja las cosas claras, por el bien de los dos.
Suspiré.
-¿Tú crees que estarás con Ana para siempre?- pregunté
John no contestó en seguida, tardó medio minuto en pensarse la respuesta.
-Sí- dijo de pronto -Para siempre es mucho tiempo, pero yo estoy dispuesto a aguantarlo. Sin embargo, en una relación nunca se sabe... las cosas, las situaciones, no sabes que nos depara el día de mañana. Todo pende de un hilo muy fino. La clave está en aguantar el equilibrio.
En ese momento fui yo el que sonreí.
-¿Crees que seremos amigos para siempre, entonces?
John se levantó para mirarme. Yo le miré fijamente a los ojos, sonriente.
-¿Qué más da eso?- preguntó sonriéndome también.
-Es importante.
-Lo importante es que ahora estamos en la mejor época de nuestras vidas. ¿Qué más da lo que pase en el futuro? Vive el presente y déjate de preocupaciones- dijo antes de tumbarse de nuevo a ver las estrellas.
Me dejó casi sin aliento. En un momento había dicho tantas verdades juntas que tardé un rato en digerir toda aquella información.
Quedé observando al cielo, perplejo.
Reinó el silencio durante varios segundos, hasta que John lo interrumpió para despedirse.
-Buenas noches- dijo.
-Hasta mañana- me despedí yo también.

No pude dormirme. No podía quitar la vista del cielo, como si algo me llamase, como si algo me impulsase a permanecer despierto un par de minutos más.
En ese momento, una estrella fugaz surcó el cielo. Rápida y bella como ella sola. Dejó una pequeña estela que se esfumó en centésimas de segundo. Era la primera vez que veía una y, apenas pude asimilar lo que había ocurrido. Me pilló desprevenido, con la guardia baja. Simplemente pude entreabrir la boca, sorprendido por aquella belleza. Ahora entendía todas las palabras que había dicho Ramón, lo comprendí todo de golpe. Me había comunicado con ellas.

John y yo no volvimos a hablar en toda la noche. Tampoco nadie de los que estábamos ahí. El campamento permaneció en silencio hasta el amanecer.
Nunca supe si alguien más que yo había visto la estrella fugaz. Nunca supe si John la había visto. A la mañana siguiente nadie comentó nada de ella. No obstante, al mirar a John a los ojos, algo en ellos me dijo que sí que la había visto. Algo en sus ojos me impulsó a creer que se había sorprendido tanto como yo.

Sonrío.
Ahora, después de todo este tiempo, empiezo a pensar que, para siempre, es mucho tiempo. Lo cierto es que mi relación de amistad con ese chico fue muy parecida a esa estrella: mágica, bella y maravillosa, pero por desgracia, también rápida y veloz. Sin embargo, aún, después de todo este tiempo, me paro a observar las estrellas, recuerdo a Ramón, recuerdo a John y sonrío. Sonrío como aquella noche inolvidable en la que perdí las preocupaciones y dejé de pensar en el futuro, sonrío como la noche en la que aprendí a entender las estrellas. Sonrío como la noche en la John me enseñó que, aprovechar el presente, es la única lección que existe en esta rápida y fugaz vida.

lunes, 16 de abril de 2012

Tras los barrotes

Maldigo todos y cada uno de los momentos que me hicieron extrañarte tanto. Maldigo una a una las caricias que te di, los besos, los abrazos. Porque ahora te extraño, te extraño tanto que a penas puedo levantarme del dolor. A penas puedo coger el teléfono para gritarte que hace años que no te veo, que hace meses que no sé nada de ti. 
Que te echo de menos y que me duele sentir que te has ido y que yo estaré aquí para siempre.

Escribió el joven en una hoja antes de arrugarla y lanzarla contra la grisácea pared de la sala. 
-¡Oye! No malgastes papel- exclamó su compañero de habitación, sentado a varios metros de él. -Luego vienes quejándote de que no tienes y me pides que te vaya a buscar.
-Déjame en paz, ¿vale?- dijo.
No le gustaba que le interrumpiesen cuando pensaba en ella. Notaba como si alguien entrara en su mente para arrevatársela para siempre, impidiendo que le quisiera para siempre. 
A veces pensaba que estaba enloqueciendo y que acabaría suicidándose. No quería, le parecía de cobarde. Si Dios le había mandado pasar los últimos años de su vida ahí, alejado de la libertad, sería por algo. Estaba dispuesto a pagar el castigo. A parte de que nada de aferraba a la vida rutinaria, ni siquiera ella, la cual seguramente ni se acordaba de él. No obstante, el joven recordaba extrañamente su rostro con la misma magia que había visto antaño. Incluso puedo que con más magia que antes porque, como él decía, el ser humano pasa su vida persiguiendo algo aparentemente inalcanzable y son tales sus ansias de conseguirlo que pone todo su empeño en tenerlo, en cambio, cuando logra atraparlo, termina aburriéndose y busca otra meta inalcanzable con la que aspirar. >>Somos así de simples<< razonaba. 


  A veces, mientras dormía, podía oler su fragancia de nuevo. Se despertaba deseoso de encontrarse con ella, pero tan solo era un sueño que había acabado. Solía cerrar los ojos otra vez buscando el reconfortante placer de dormir de nuevo, pero no lo encontraba. Quedaba desvelado con un recuerdo que se aferraba a él y que no había conseguido borrar en todo este tiempo. 
La recordaba tan guapa como iba la última vez que la vio, incluso más perfumada de lo habitual. No estaba maquillada, pero sin embargo era hermosa. Su sonrisa hipnotizaba, sus ojos encarcelaban. Era tan magnífica...
Llevaba los zapatos de flores que la identificaban y un abrigo de piel. Su pelo liso y castaño, suelto.
La amaba. Nunca había sentido un sentimiento tan fuerte por alguien y, sin embargo, estaba destinado a separarse de ella.
Recordaba su cara cuando le vio. Sonrió irremediablemente y le abrazó al instante, antes de besarle apasionadamente.
Oyó la sirena.
-Me tengo que ir- dijo él
-¿Otra vez?
Permaneció callado. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir. 
El sonido de las sirenas se hacía cada vez más fuerte.
El joven susurró algo dirigido a ella, pero que no entendió. El ruido era ensordecedor ya. 
Pronto un coche de policía aparcó en frente de ellos y se abalanzó contra el joven, ante la mirada perpleja de la muchacha.
-¡¿Qué ocurre!?- gritó -¿¡Qué hacen!?
-¡Déjenme acercarme a ella!- gritó él -¡Tengo que decirle algo!
El agente pareció ignorarlo. El joven, sin embargo, aun con las esposas puestas, se deshizo del policía y se acercó a la joven, que observaba perpleja la escena.
-Te quiero- le susurró al oído antes de que el guardia le cogiera y le metiera en el coche de forma violenta.
La joven casi ni reaccionó. Se lo llevaban, se lo llevaban para siempre.


-¿Sabes una cosa?- interrumpió sus pensamientos su compañero de habitación de nuevo.
El joven no contestó, ni siquiera pestañeó. Tenía la mirada fija en ningún lugar. Sin embargo el hombre lo interpretó como una respuesta.
-Me gustaría asomar la cabeza por los barrotes para ver lo que hay fuera de esa ventana.
El joven, sin embargo, no se enfadó esta vez. Estaba demasiado pensativo y, ya casi, volvía a la realidad. Ahora se daba cuenta de todo: Estaba en una jaula, en una celda, en una cárcel y lo estaría ahí el resto de su vida. No le hundía eso, estaba bien ahí, nada la retenía fuera de aquellos barrotes que daban hasta el jardín trasero del centro. Nada excepto ella. Nada excepto sus ojos. Nada excepto el olor de su fragancia que no le dejaban dormir por noches. Y, ese nada, para su desgracia, era un todo.


miércoles, 29 de febrero de 2012

Salto en el tiempo

El tren Leap Year recorría, de parada en parada, todas y cada una de la estaciones como un día normal. En cada parada, algunos pasajeros lo desalojaban al mismo tiempo que otros se subían. Todo seguía su curso. Todo estaba planeado.
Rose observaba por la ventana pensativa. El sol iluminaba su entristecida cara y su blanquecino pelo. Se notaba, desde hacía tiempo, vieja. Quedaban pocos días para su octogésimo cumpleaños. Aunque intentaba disimularlo, su rostro, aquel que antaño había sido tan anhelado por muchos hombres, ahora estaba repleto de arrugas, víctima de la edad.
Adoraba perderse en su pensamientos mientras viajaba de ciudad en ciudad. No obstante, a veces -la mayoría de ellas- recordar dolía. Fuera como fuese, siempre acababa llorando y añorando su pasado, deseando volver a ser joven, deseando volver a vivir lo vivido, deseando volver a conocer a Peter.
Parecía extraño que hubieran pasado ya más de sesenta años. Sesenta largos años en los que no había podido olvidar su cara. Seguía sintiendo lo mismo cada vez que recordaba aquella sonrisa. A veces, justo antes de irse a dormir, podía sentir los labios de Peter rozando los suyos. Ella, inconscientemente cerraba los ojos, mientras un largo escalofrío recorría su cuerpo. Era una sensación indescriptiblemente mágica. Sin embargo, estaba totalmente segura de que era producto de la fuerte añoranza y producida por su propia imaginación. Lo sabía, lo había estudiado en sus pacientes. Pero era tan real. Lo sentía tan real que no necesitaba una justificación científica para saber que estaba ahí.
En esta ocasión en especial, no podía quitarse de la cabeza el que definiría sin duda como el mejor momento de su vida.

>>Todo estaba oscuro. Peter me guiaba. Me sentía segura.
-Te va a encantar- dijo él.
Yo me mordía el labio inferior, intrigada, con una gran incertidumbre. 
Tenía los ojos vendados. Me había preparado una sorpresa.


-Hemos llegado- dijo él después de un rato caminando. 
Desató la venda dejando mis ojos cerrados al descubierto. Los abrí lentamente y tuve que reprimir las irremediables ganas que me entraron de llorar.
Estábamos en el claro de un bosque. Sobre la hierba, había una tela extendida -toda ella recubierta de pétalos de rosa- y en el centro una bonita vela que iluminaba levemente el sitio. Justo al lado había un bonito río que recorría de lado a lado el claro y que era sobrevolado por varias luciérnagas trasnochadoras. El paisaje era idílico. Desde aquel sitio podía observarse a la perfección la cordillera. El aire con olor a follaje mojado confirmaba la pureza del sitio. 
Observé a Peter sin poder expresar todos los sentimientos que sentía en ese momento.
-No... sé qué decir- pude decir con dificultad.
Peter sonrió.
-Prueba a decir Te quiero- dijo.
No pude contener las lágrimas que se escaparon recorriendo mis mejillas. Era feliz.
-Te quiero- dije y, estoy totalmente segura de que nunca en mi vida lo he dicho tan convencida como aquella vez.


Aquella noche fue perfecta. Nos sentamos a cenar a la luz de la vela, mientras parloteábamos sobre qué sería de nuestras vidas al comenzar la universidad. 
Siempre quiso que cumpliera mi sueño de ser psicóloga. Siempre. Aquella noche me lo repitió más de mil veces. Me encantaba. Le amaba. Era feliz.
Me acerqué esparciendo todos los platos y me lancé hacia él. Nos reímos un largo rato y después nos besamos. Y mientras nos besábamos, paró de golpe. Supo que era el momento.
-Espera, espera- dijo -Quiero que, justo en el momento en el que esa rana salte al río, mires el cielo.
Yo entendí al instante. 
Peter tenía una extraña capacidad para saber lo que iba a pasar. Era un extraño don. Lo soñaba. El problema era que no siempre recordaba sus sueños. A veces, en momentos concretos, lo recordaba. Ese era uno de esos momentos.
Justo como él dijo, observé cómo la rana saltaba hasta al agua y al instante, observé el cielo estrellado, tal y como Peter había dicho. Una estrella fugaz atravesaba en ese instante la oscura bóveda celeste. Quedé totalmente impresionada.
-Pide un deseo- dijo él.
-Te pido a ti- dije al instante -Pido que este momento sea para siempre, que tú seas para siempre.
Peter dejó de sonreír. 
Noté que una horrible tristeza invadía su cuerpo al oír mis palabras. 
-¿Qué ocurre?- pregunté asustada.
-Nada- dijo él retornado a lucir su preciosa sonrisa -Absolutamente nada.<<

El deseo de Rose no se cumplió. Acabó como siempre, llorando en la estación, mientras millones de sentimientos recorrían su cuerpo.

El tren llegó a su destino.
Rose cogió su maletín y bajó las escaleras con dificultad, secándose las lágrimas.
Tenía que andar varios metros hacia su casa. Lo hacía cada día. Sin embargo, ese día se detuvo para observar algo que le había llamado la atención. Una  rana daba pequeño saltitos intentando llegar a la charca.
-Sé que estás ahí- susurró.
Observó cómo la rana saltó al charco, esperando, una vez más, que una estrella fugaz cumpliera su deseo: Estar con Peter para siempre.

lunes, 27 de febrero de 2012

Déjà vu

El día estaba nublado. Recordaba a aquellas frías tardes de invierno en las que sólo querías estar tumbado y tomar un vaso de cualquier bebida caliente. Con una extraña peculiaridad: no hacía frío. No obstante, aunque apetecía tumbarse y desconectar de la realidad, estaba condenado a permanecer cinco horas más en aquel lugar.
Me sentía encerrado. Cada día más.
Tenía la necesidad de pegar un grito de ira y desahogarme de aquella tortura de complejos y hostilidad.
Quería irme.
Sin embargo, no gritaba. Me limitaba a mirar fijamente algún lugar de la pared, mientras escuchaba a la gente hablar a mi al rededor.
-¿Qué te pasa?
Volví a la realidad al oír su voz.
-Nada- dije levemente.
-Llevas todo el recreo callado- dijo ella -¿Es por el examen de física?
Era cierto que el examen de física me había ido de pena, pero no era ese el motivo de mi silencio.
Annie me observaba fijamente.
-No es nada- dije y, seguidamente, conté con poco interés: -Es simplemente que hace días que noto como un amigo mío se distanciase.
-¿Ah, sí?- dijo ella con aquel tono de voz que tanto me gustaba -¿Has probado a hablar con él?
-No- contenté viéndolo todo más claro -Lo cierto es que no había pensado en eso.
-Pues vas y le dices: "¿Qué te pasa? Estás muy raro últimamente" y verás como reacciona.
Sonreí de pronto. La solución había estado frente a mí todo el tiempo.
Me sentí tonto.
Me acerqué lentamente y roce mis labios con los suyos, dedicándole una mirada cargada de magia.
-Gracias- le dije.
Ella sonrió y me devolvió la mirada con aquellos ojos color miel tan peculiares.
-Te quiero- me dijo antes de que me marchase.

Caminé por los pasillos de mi colegio notando como más de media docena de ojos me observaban. Sin embargo tenía las cosas claras. Quería arreglarlo con John. Zanjar el tema de una vez. Quería que todo volviese a ser igual. Quería que el verano que estaba a punto de comenzar fuese igual que el anterior.
No le encontré por los pasillos de primer curso. Decidí volver al patio.
Cuando estaba a punto de rendirme, le vi. Estaba de espaldas. Llevaba cargada a la espalda su maleta blanca y llevaba puesta... ¿era posible? Al parece había encontrado la chaqueta azul marino que había perdido aquel día en la feria.
Me acerqué lentamente pensando un tema con el que comenzar a hablarle. Estuve parado a su espalda varios segundos hasta que me decidí.
-¿Qué te pasa, John?
El chico se giró clavándome sus ojos azules. En aquel supe que había metido la pata de alguna manera. No sabía por qué, pero esa mirada... no era la misma. Había cambiado.
-¿A mi?- dijo el joven con su dulce tono de voz.
-Estás raro- dije -Ya ni me saludas por los pasillos.
El joven abrió los ojos como platos y frunció el ceño.
-Lo siento, te... equivocas de persona- afirmó el chico.
-Exacto. El John que yo conozco ha dejado de existir ¿no?- dije algo enfadado.
-No te he visto en la vida, lo siento
-No sé qué te he hecho, pero pensaba que eras de otra manera- dije antes de darme la vuelta e irme por donde había venido. El joven quedó extrañado y sorprendido. Yo, salí de allí enfadado, deseando que fuera una pesadilla y que, al despertar, todo fuera como antes.
No podía entender qué había ocurrido. No me cabía en la cabeza.
Me crucé con Annie por el camino y me observó intrigada.
-¿Ha ido mal?- preguntó.
-Hace como si no existiera- expliqué brevemente clavando la vista sin mucho interés en el tablón de anuncios.
-¿Se puede saber quién es?
-John
Annie dió un respingo.
-¿John?
Yo asentí.
-No sabía que eras amigo de John.
-¿Cómo que no? Hemos pasado todo el verano pasado juntos. Fuimos a la playa, jugamos a tenis... Annie nos pasamos la mayoría de recreos juntos.
-¿Qué dices?- dijo medio riéndo -Si en los patios siempre estamos solos, ¿por qué dices eso?
-Annie, siempre está con nosotros- dije cada vez más serio.
-No- negó -Es la primera noticia que tengo de este chico desde hace mucho tiempo
Yo suspiré
-¿Que le pasa hoy a todo el mundo?
Entonces aclaré la vista y me fijé realmente qué era lo que colgaba en el tablón. Había varios carteles sobre ecología y varias fotos del viaje a Barcelona del año pasado y, en el centro, un gran calendario.
Se me congeló el corazón y se me erizó la piel.
-Annie- dije casi tartamudeando -¿en qué año estamos?
La joven quedó asombrada por la pregunta, pero contestó veloz.
-En 2012
Abrí los ojos y pegué mi espalda contra la pared mientras caía poco a poco. Notaba como la fuerza de la gravedad me atraía, hasta dejarme sentado. Deseé que la tierra me tragase y borrar mi huella del mapa.
Estaba en Febrero del 2012. La realidad me había golpeado con toda su fuerza, dejándome sin respiración. No comprendía nada, no podía entenderlo. Nada de lo que había pasado había ocurrido en todo un año era realidad. Sentía como si todo hubiese sido un largo sueño. Aquella noche en la playa, el festival, la feria, aquellas tardes soñando cómo serían nuestras vidas, aquella magia, aquella primera vez, aquellos sueños cumplidos... nada de eso había ocurrido.
Comenzó a llover.
Tenía que volver a vivirlo todo de nuevo, puede que de la misma manera o puede que no. Todo volvía a ser igual.
No me había puesto chaqueta. Comencé a tener frío por todo el cuerpo. Ahora el día recordaba del todo a  aquellas frías tardes de invierno en las que sólo quieres estar tumbado y tomar un vaso de cualquier bebida caliente. Esta vez con una nueva peculiaridad: quería volver a dormir de nuevo y volver a mi presente en el que el mundo tenía sentido.