martes, 26 de mayo de 2015

El chico sin sombra

El futuro nunca es como te lo imaginas.
Suele ocurrirme. Los pájaros que tengo en mi cabeza suelen coser una historia casi perfecta. Tiendo a idealizar los futuros momentos de mi vida, hasta que la realidad me pone los pies en el suelo de golpe. Me gusta. Es distinto, pero me gusta. Que no haya salido el sol hoy no tiene nada que ver. Eso ya está superado.
Creo.

El sol es un astro curioso.
Siempre lo he pensado. Pasé toda mi infancia reflexionando sobre cómo el sol afectaba en nuestra vida, en nuestro carácter, en nuestro estado de ánimo. Incluso en nuestras relaciones con las otras personas. Curioso, ¿verdad? Cómo algo tan lejano a nosotros puede manejarnos. Ya no solo a nivel biológico, sino también nuestra conducta. Y no, no pienso ponerme a reflexionar sobre cómo el sol es capaz de condicionarnos porque, para empezar, no he cogido el tren más caro y de mayor distancia para pensar en estrellitas y en polvos de hadas.
Nunca he creído en ninguna de esas niñerías. Nunca me enseñaron nada. Nunca me quitaron el jodido nudo en la garganta que me impedía gritarle al mundo que mi vida no era justa. Que no merecía ser así de infeliz.
Cómo algo tan simple puede dejar tanto hueco cuando no está. Somos seres envidiosos. Vivimos anhelando algo que no tenemos pero, ¿y si ese algo lo tuviese todo el mundo? ¿y si ese algo fuese básico? Como los ojos, las orejas, la nariz.
La sombra.
Lo cierto es que yo nunca tuve de eso. La misma palabra me repugna. Siempre fui raro, siempre fui diferente, siempre fui especial.
Siempre estuve solo.
Puede parecer que crecer sin sombra es algo fácil, pero solo el que no la tiene sabe lo difícil que puede llegar a ser. La tortura comenzaba cada mañana, cuando todos los niños iban de camino al colegio y se divertían jugando con las suyas. Saltando y encontrándolas en el suelo, viendo cómo se alargaban a lo largo del arcén, haciendo movimientos rápidos para pillarlas desprevenidas, quietas, en una misma posición. Sin embargo eso nunca ocurría. Ellas son astutas. Y yo nunca tuve una. Y no me arrepiento.
Creo.
Ya no solo el hecho de no tener sombra se me hacía difícil. Tenía que vivir día a día, semana tras semana, con la etiqueta de: “El chico sin sombra”. Nadie se acercaba más de lo estrictamente necesario a mí. Nadie me hablaba, nadie me miraba. Estaba completamente solo.
Oía a algunos niños susurrar entre risas: «Si tuviese sombra, ya no estaría solo, ¿sabéis por qué? Porque al menos la tendría a ella».
Me cuesta recordar una noche en la que no me fuese llorando a la cama.
Me sentía sucio. Vacío.
Condenado a vivir en soledad. Sin que nadie expresase el más mínimo atisbo de cariño. ¿Quién me iba a querer? No sentía afecto ni por parte de mis padres. Nunca hablaba con ellos de eso. Fingíamos ser una familia normal, pero en el fondo sabía que ellos también lo estaban pasando mal. Aquella tarde de enero, en la que descubrieron que la silueta de su hijo no se proyectaba en la pared, quisieron esconder este hecho a todo el mundo… pero no se avergonzaban del todo.
Y tenían motivos para hacerlo.
Al parecer, no tener sombra está igual de mal visto que matar a tu perro. Si ocurría algo malo en clase, tenía la culpa yo. ¿El motivo? «No tiene sombra. ¿Se puede confiar en alguien que no tiene sombra? Por favor, en qué país vivimos».
Y así vivía yo. Esquivando los obstáculos. Intentando no hacer mucho ruido para no llamar la atención. Sumergiéndome poco a poco en un mundo en el que yo era el normal y los demás, los extraños.
 ¿A quién quería engañar?
Empecé a fumar a los catorce. La verdad es que no sé cómo no me enganché antes. Robaba a escondidas los cigarrillos de las cajetillas de mi tío.
Nadie me enganchó. Nadie me puso un cigarro en la boca. Simplemente caí. Y me asusté de lo adictivamente destructible que era. Él fue el desencadenante de todo lo demás. El mundo me dio la espalda y yo… respondí de la misma forma.
Solo pisaba la calle cuando no había sol. Era la mejor manera de evitar que me viesen, que me reconociesen. Cogía la bicicleta y me perdía.
Solía hacerlo. Me evitaba el contacto directo con la realidad. Me consolaba pensando que era una afición que solo yo tenía. Al fin y al cabo, ¿quién narices iba a dedicar un día entero en perderse por las afueras? Solo un loco lo haría. Un loco o… un chico sin sombra.
Uno de aquellos largos y tediosos días, repetí el proceso de siempre. Podría mentir y decir que ese día también me perdí, pero, ciertamente, me sabía el camino de memoria. La segunda calle a la derecha y todo recto hasta el Muro.
El Muro.
Se me eriza la piel cada vez que lo pienso. Era una gran pared blanca que había pertenecido a una casa abandonada desde siempre. Blanca. Terriblemente blanca. Apetecible.
Busqué entre mis bolsillos el último cigarrillo que había robado y lo encendí. Firmaba un contrato con cada uno de aquellos cigarrillos. Ellos me relajaban y yo… me pudría por dentro.
Precioso.
Tenía una manía. No era capaz de encender un cigarrillo sin llevar mis guantes puestos. Eran mi sello de identidad. Los había cortado de tal forma que sobresaliesen la mitad de mis dedos.
Negros. Terriblemente negros. Únicos.

“Agitar antes de usar”. Creo que ésa era la única norma que aún no me había saltado.
El sonido del spray me relajaba, casi tanto como sentir el humo del cigarro entrando en mis pulmones. Ver aquella pared, tan blanca y pura, siendo manchada con mis pensamientos... Nunca olvidaré la sensación que provocaba en mí. Un disparo de adrenalina que me aceleraba los latidos, que me despertaba el cuerpo.
Escribir cualquier gilipollez en la pared es sencillo. Lo difícil es dejar a la gente boquiabierta. El arte de las palabras, más poderoso que cualquier pistola. Escupirle la realidad a la gente era mi afición favorita. Me consolaba pensando: “Ellos proyectan sus sombras aquí… yo no tengo de eso, yo proyecto mi poesía”.

Me marché de casa a los dieciséis. Mis padres no me entendían. Era comprensible, ellos tenían sombra.
Fue entonces cuando descubrí lo que era estar perdido de verdad.
Con una maleta y una bicicleta. Sin un duro en el bolsillo y sin un sitio donde dormir. Los días en los que salía el sol me escondía, los días nublados buscaba comida en la basura. Creo que no hace falta que comente que nadie quería al “chico sin sombra” trabajando en su taller. Notaba como me miraba la gente. Veía sus ojos. Despertaba en ellos la tristeza que podría despertar un perro vagabundo. 
Fue ahí donde comenzó un vaivén de hogares. A cada cual más acogedor. Puentes, descampados, cubos de basura… Cuando creí que había tocado fondo, encontré un sitio distinto.
Había escuchado antes la historia de los Sinsombras. De hecho, era la historia que más había escuchado. Es lo que tiene que te relacionen con el protagonista.
Era un grupo de gente que habían nacido sin sombra, como yo, y, asustados, se habían reunido en una casa en lo más profundo del bosque. Habían tapiado puertas, cerrado persianas y nadie había vuelto a saber nada de ellos. Algunos juraban haber visto alguno cazando ciervos a lo lejos, sigilosamente.
No mentían. O igual sí, quién sabe.
Y ahí estaba yo. En la casa de los Sinsombra, golpeando, con la poca fuerza que me quedaba, aquella puerta tapiada. Conseguí llamar su atención y, cuando quise darme cuenta, ya era uno de ellos.
Se alimentaban a base de cuentos. No estoy hablando de la Cenicienta, ni de Blancanieves, hablo de cuentos que rozan lo macabro, en los que el protagonista, curiosamente, nunca tiene sombra. Era una venganza cobarde. Nunca habían tenido valor a rebelarse. Solo en ficción. Solo en los cuentos.
No solo eran desagradables sus historias, también su carácter. Tenían expresiones extrañas. Podría decirse que se comportaban como animales, pero los animales se comportaban mil veces mejor que ellos.
Aprendí a vivir en la oscuridad.
Suena tenebroso, lo sé, pero no tiene nada de metafórico. Literalmente vivíamos a oscuras, como ciegos. Según ellos era: «La única forma de que todos fuésemos iguales».
Una jodida secta, vamos.
Si hubiese tenido un carácter débil, ahora mismo no estaría en este tren.
Tuve el valor de ver que eso no era lo correcto. Huían de las sombras convirtiéndose en una de ellas.
¿A quién se le podía haber ocurrido esa tontería?
A mí. Era justo lo que estaba haciendo yo.
¿Era un cobarde?
De pronto lo vi todo claro. Como cuando sientes la necesidad de hacer algo y debes hacerlo en ese mismo momento.
No fue difícil escapar de aquella casa.
Temí por mi vida durante un tiempo, pero cuando noté la luz del sol acariciando mi piel sentí tranquilidad.
Irónico, ¿verdad?

No recuerdo cuánto tiempo estuve pedaleando.  
Pedaleaba sin rumbo. O al menos eso creía.
Nunca supe cómo, pero acabé ahí. Justo enfrente del Muro.
Es tan hermoso observar una pared completamente blanca manchada con poesía. No soy capaz de describir la sensación que sentí al saber que eso era mío.
-¿Es tuyo, verdad?- preguntó una voz justo detrás de mí.
Me di la vuelta, instantáneamente, sorprendido.
Era un hombre. No mucho mayor que yo. No tenía pinta de policía.
¿Qué pinta tienen los policías? Ni idea, pero éste no tenía esa pinta.
-No me engañes. Se te ve en los ojos, chico.
Tragué saliva. Me había pillado y mi mente estaba tan sumamente en blanco que no era capaz de inventar una excusa creíble.
-Sí- admití -Es mío.
En la cara del hombre se dibujó una media sonrisa. Era justo lo que quería escuchar.
Reinó el silencio durante varios segundos interminables.
-Éste no es tu sitio- dijo lanzándome una bolsa.
La cogí al vuelo. No era el mejor corredor de mi clase, pero tenía buenos reflejos. Hizo un sonido metálico al cogerla.
-Encuéntralo, chico. Encuentra ese sitio y, cuando llegues a lo más alto, escúpeles a todos un: “Lo conseguí”. Estás destinado a hacer grandes cosas. No eres igual que los demás, eres distinto, eres especial. Consíguelo, consíguelo por mí, Chico sin sombra- exclamó el hombre.
Acto seguido, dio media vuelta y se marchó.
¿Qué narices acababa de pasar?
Me quedé sin palabras. El escalofrío más extraño que he sentido me recorrió todo el cuerpo. Siempre veía en las películas cómo, una simple conversación, cambiaba el rumbo de la vida del protagonista. Siempre supe que eso sólo ocurría en la ficción.
Pero era real.
Había venido aquí, me había dado una bolsa con dinero y se había marchado.
Me quedé observándole mientras se iba. Algo en él lo hacía especial. Lo supe en el momento en que lo vi y lo entendí al verlo marchar.
No tenía sombra.


No es como lo esperaba, pero no me desagrada.
Nunca he ido tan lejos. No sé cómo es el cielo en otros lugares. Ni siquiera sé si existe el cielo en otro lugares. Siempre soñaba con escapar y, joder, mírame, estoy en el tren más caro, pensando en estrellitas, en cuentos de hadas y esperando que el destino sea Nunca Jamás.  
¿Qué sería de mi vida si tuviese sombra?
Imagino que viviría una vida normal, ¿no? Como un ciudadano corriente, iría a la universidad, me graduaría en alguna carrera corriente y conocería a la persona ideal, con la que compartiría toda mi vida.
 Todo sería perfecto.
A mí no me gustan las cosas perfectas.
Prefiero una vida imperfecta y llena de altibajos, de idas y venidas, de levantarse por la mañana y no saber dónde acabarás el día. Lo que no entra dentro de lo corriente siempre es arriesgado, pero también mágico. 
Prefiero mis defectos, antes que los de otros. No tener sombra siempre ha sido mi peor defecto pero, francamente, ¿qué tiene de malo?
Prefiero perderme, antes que estar localizado todo el tiempo.
Prefiero luchar antes que quedarme parado como un Sinsombra. Prefiero ser yo, subirme a un tren y comerme el mundo. No sé si ese hombre tendrá razón, no sé si estoy destinado a hacer grandes cosas, solo sé que voy a hacer todo lo posible para que la tenga.
Prefiero arriesgármelo todo a una carta, si sé que tengo posibilidades de ganar. No me importa renunciar a todo. No me importa renunciar a un futuro prediseñado.
No necesito una vida perfecta, ¿sabes?

No necesito una sombra.