sábado, 26 de mayo de 2012

De película

                                                            Leo


   Miré hacia adelante, hacia atrás, hacia todos los lados. Les habíamos perdido. Otra vez.
-¿Estás segura de que quieres hacerlo?- pregunté de nuevo.
-Totalmente- dijo ella, sin mirarme, pero con una mirada que irradiaba decisión.
Arremangué la manga de mi camisa de cuadros y dejé escapar una media sonrisa.
-¿Paramos a comer?

  Abrí la puerta del restaurante con la ayuda de una sola mano, mientras escondía la otra en uno de los bolsillos de mi pantalón vaquero. China Garden, uno de los restaurantes chinos más grandes de todo Houston.
 -¿Te has fijado que todos los restaurantes chinos tienen la misma forma?- pregunté retóricamente con un toque de humor.
-No sé como puedes estar tan tranquilo- dijo ella con un tono tan reducido que a penas se la podía escuchar. Yo sí capté sus palabras y a lo que se refería con ellas.
-Lo llevo haciendo durante mucho tiempo. Estoy acostumbrado.
-¿No tienes miedo a que te pillen... a que nos pillen?- preguntó ella mirándome a los ojos.
-Nunca he tenido miedo de ir a la cárcel- admití- pero he de decir que, esto de traerte conmigo no ha sido una buena idea.
Ella bajó la mirada.
-He venido porque he querido- dijo.
Yo ya me había sentado. Una mesa para dos. El escenario ideal para una cita.
-Debería sentirte afortunada por tener una cita con un asesino en serie- bromeé después de que ella se sentase.
-¿Afortunada o... aterrada? Prefiero no pensarlo.- dijo ella con una media sonrisa -Y, por cierto, ésto no es una cita.
 Solté una carcajada.
–¿Qué van a tomar?- dijo una voz justo detrás de mí. Cuando me giré pude constatar, que aquella voz no era americana, sino asiática. Pensé la respuesta antes de contestar.
–Pavo- dije secamente. No tenía ganas de comer pavo, pero puestos a pedir, era lo más fácil de pronunciar en aquel sitio.
 La mujer, que rondaría los cuarenta, hizo una mueca extraña que se asemejaba a una sonrisa, aunque me quedé con la duda de qué podía ser. Miró, esta vez, a Paulinne.
-Pavo también- dijo ella, a punto de reír.
La asiática asintió y se marchó.
-¿Pavo?- pregunté aguantando la risa. Linn, con la cara risueña, me miró de nuevo.
-Es lo mismo que has pedido tú que, al parecer, nunca ha comido en un restaurante chino.
-Te equivocas, pequeña- exclamé levantando las cejas -A Jennifer, mi último ligue, le encantaban los restaurantes de comida china. Lo dejamos hace tiempo. Lo último que la oí pronunciar fue: “Eres un cerdo”.
 Paulinne frunció el ceño, impresionada.
-Una autentica lástima. Estaba realmente buena- añadí.
 -Eres un cerdo- dijo Paulinne, haciendo ademán de marcharse.  Ambos estuvimos riendo un rato.
Me gustaba cuando reía. Es realmente especial ver reírse a una mujer, pero es más especial saber que el motivo eres tú.
-Siempre has sido así de...- dijo ella.
-¿Así de qué?
-Así... tan Leo, tan natural. Un malote de película- dijo ella entre risas.
Esta vez fui yo el que frunció el ceño.
-No siempre- dije -¿Sabes? Añoro mi vida de antes, cuando vivía en Seattle con mis padres y mis hermanos. A veces me vienen recuerdos de mi hermana Avryl, la pequeña princesita de mis padres, con su pelito castaño y sus ojitos color avellana. Era mi única compañía en las largas tardes de verano, en nuestra pequeña piscina de plástico (en la que apenas cabíamos los dos) que había montado y llenado de agua mi padre.
 Ella dejó entrever una pequeña sonrisa.
-Oh, mierda, me he puesto sentimental- dije volviendo a bromear.
-La primera norma de las primeras citas es no hablar de tu ex. La segunda, no hablar de tu familia. Te las has saltado las dos en un momento- explicó Paulinne, irónica
-Así que admites que esto es una cita- dije siguiendo su ironía.
Ella no dijo nada. Simplemente me clavó sus ojos granates y sonrió.


 Cuando estábamos acabando el plato de pavo (junto con un tarro de arroz que no habíamos pedido), me noté extraño.
-Éste es el momento en el que, el malote de la película, besa a la chica- dije después de tragar el último trozo de carne.
-No va a tener tanta suerte, el malote ese- dijo ella sonriendo, con un toque de malicia.
Sin embargo, yo a penas la observaba, notaba como si alguien nos estuviese espiando. Paseé la mirada por todo la sala y clavé mis ojos en los hombres sentados a dos mesas de nosotros.
-Paulinne, cuando yo te diga, te levantas y vas al baño. Tienes que salir por la ventana que encuentres a toda velocidad. Yo saldré después- le susurré.
-¿Qué pasa, Leo?- preguntó preocupada.
-Nos han encontrado.
 Ella aparentemente no pareció sorprendida. Se limitó a limpiarse la boca con una servilleta y se levanto sutilmente para dirigirse al lavabo. No sin antes, dedicarme una mirada cómplice. Esperé varios segundos después de que Linn entrara al baño. Llevé mi mano hasta mi bolsillo trasero.
Tenía agarrada la pistola, era el momento.
Me levanté a toda velocidad, tirando la silla al suelo y, en un movimiento ágil, saqué la pistola de mi bolsillo y disparé en el brazo a uno de los policías, sentados cerca nuestro.
 Reaccionaron al instante. El herido cayó al suelo. Cundió el pánico. Aproveché la situación para correr en dirección a la cocina. Conocía aquel sitio, sabía que había una salida trasera por la cocina. Era mi única escapatoria.
 Corrí a toda velocidad mientras la gente gritaba. El policía comenzó a dispararme, yo respondía a sus disparos apretando el gatillo a su vez.
Fue espectacular.
Conseguí meterme en la cocina. Corrí de nuevo esquivando a todos los chinos que había cocinando. Todos gritaban en su idioma, muy alterados.
 En pocos segundos estaba fuera del local.
-¡Leo!- gritó Paulinne, a varios metros de mí.
Sonreí.
-¡Vamos!- le dije agarrándola de la mano y corriendo.
-Tenemos que escapar de aquí, Leo, como sea.
-En coche- dije justo cuando nos cruzamos con un coche de policía, con las llaves puestas.
-Nuestro día de suerte- añadí sonriendo.
Se oyeron disparos de nuevo. Uno de ellos impactó directamente en mi pierna derecha. Caí al suelo, gritando.
-¡Leo!- gritó la joven de nuevo, preocupada.
-¡Linn sube al coche, conduce!- grité, arrastrándome hasta el asiento del acompañante. Oía los pasos de los policías acercándose a nosotros, no lo íbamos a conseguir.
Paulinne se subió al asiento y encendió el coche, veloz. Apretó el acelerador y el coche se disparó, justo cuando logré entrar al automóvil. Oí como los policía gritaban. Les robábamos su coche.

 Les habíamos perdido. Otra vez. Observé como Linn conducía, casi tumbado en el asiento del acompañante.
-¿Dónde aprendiste a conducir?- pregunté.
 -¿Dónde aprendiste a detectar policías?- dijo ella riendo.
 Yo sonreí a su vez, aún con el dolor del disparo.
-¿A dónde vamos?
Ella tardó unos segundos en contestar.
-Vuelves a Seattle, Leo, con Avryl, con tus padres, con tu hermano.
-¿Ahora soy yo el secuestrado?
-Vas a ir a donde yo te diga sin rechistar.
Me acerqué a ella, a su preciosa cara, a sus preciosos ojos granates. Nos besamos bajo la luz de aquella extraña tarde. Mientras conducíamos de nuevo a casa. Ya no echaba de menos el pasado. Deseaba que aquel momento fuera para siempre, pero, desgraciadamente, las películas en las que el villano secuestra a la chica de sus sueños nunca tienen un final feliz.

viernes, 18 de mayo de 2012

Diente de león

Posiblemente el vaivén de aquella flor al atardecer era una de las cosas más bellas que había visto. Savannah quedó impresionada. Fue un momento único, cargado de magia. Quedó atrapada en un sentimiento, mezcla de asombro y emoción. Por un pequeño instante se olvidó de Michael. Olvidó el dolor para centrar sus ojos en aquella bonita planta que revoloteaba movida por los hilos del viento. 
Casi hipnotizada, la siguió. 
Sintió como daba pasos involuntariamente, como hechizada, sin saber a dónde iba, ni dónde iba a acabar. Tampoco le importaba. Sentía que algo le había llevado ahí por alguna razón. No sabía explicar esa sensación, pero habría jurado que todo estaba escrito, que su futuro no se había roto, que tan solo se habían arrancado algunas páginas. Realmente iba a encontrarse con su futuro en cuestión de segundos.

La brisa dio una tregua, se detuvo. No obstante, la flor, movida por la inercia, todavía mantenía el vuelo. Como aferrada a la libertad, como intentando mantenerse en el aire el mayor tiempo posible. Resultaba inquietante que ninguna de las hojas del diente de león se hubiesen desprendido. Para Savannah, ése era uno de los mejores ejemplos de diligencia que había observado nunca. Una planta, una simple planta luchando contra una fuerza infinitamente superior, pero constante, sin perecer ni un solo momento. Aquella simple flor demostraba mucho más de lo que ella misma tenía.
Savannah, sumida en sus pensamientos, no pudo observar cómo la flor se posaba en los zapatos de un joven. La chica no tardó mucho en darse cuenta y, cuando lo hizo, se sorprendió. No era habitual ver gente por ahí, eso solía estar desértico. Sin embargo, en esta ocasión, paseaba un joven de rizado pelo castaño, que se había detenido para ver el diente de león caer en su bota.

Ambos permanecieron en silencio unos segundos.
-Te estaba esperando- dijo el joven de pronto.
Savannah frunció el ceño.
-¿Cómo?
-He dicho que te estaba esperando- repitió.
-¿Y por qué? ¿Tú de qué me conoces?
El chico tardó unos segundos en contestar, pensando la respuesta.
-Yo te conozco mucho más de lo que te conoces tú misma.
La joven no habló, se quedó un tiempo quieta, mirando sus ojos castaños y decidió dar la vuelta y huir de aquel sitio, de aquel joven.
Caminó durante unos metros, justo antes de oír de nuevo su voz.
-¡Eh! Te olvidas esto- exclamó el joven con el diente de león en la mano.
-Quédatelo- casi susurró, con desgana, ni siquiera dándose la vuelta para hablar.
-Savannah, espera, no hullas...- dijo- puedo explicarte lo que pasa.
La joven, esta vez, se giró de golpe y volvió a clavar la mirada en sus ojos.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-Lo sé, simplemente. Llevo años esperando este momento, eres tal como te recordaba. Tus ojos, tu pelo... Eres tan parecida a mí.
-¿Y tú, quién se supone que eres?- dijo la joven, algo asustada.
-Yo... Puedes llamarme Mike.
A Savannah le encantaba ese nombre. Influenciaba el motivo de que todas las personas que había conocido llamadas así eran especiales. Incluido Michael, que, aunque se había comportado de una forma horrible, había sido la única persona de la que había estado enamorada absolutamente.
-Aún no me conoces- continuó el joven -Pero conocerme cambiará tu vida totalmente.
-No te entiendo... ¡Habla claro! Yo no te conozco ¿Qué haces aquí?
-Necesitaba verte- dijo simplemente el chico -Me basta con eso. 
La joven no cabía del asombro. Mike, mientras tanto, se acercó poco a poco a ella. Savannah no hizo ni un solo movimiento, simplemente cerró los ojos. No tenía barreras, estaba indefensa. Dejó que ocurriera lo que estaba a punto de pasar.
El joven acercó sus labios a su oído.
-Te quiero, mamá- le susurró.
La joven abrió los ojos de pronto, perpleja, intentando buscar en la mirada de Mike una explicación, pero el joven ya no estaba ahí. No había nada a su alrededor, nada absolutamente nada. Se había esfumado. Tan solo quedaba el diente de león, allí, en el suelo. 
Sintió que las fuerzas le fallaban. 
Ahora se sentía mucho más pequeña que aquella flor, mucho más insignificante. No entendía absolutamente nada de lo que había dicho aquel misterioso joven. Su última palabra resonaba una y otra vez en su mente.
-Me ha llamado mamá- susurró para sí misma.
Estaba segura de que había sido un delirio, de que nada había ocurrido realmente, pero había sido tan real. La joven tan solo tuvo fuerzas para coger el diente de león y soplar. Pensó el deseo. No sabía si se cumpliría, pero tenía que pedirlo. Lo pidió con todas su fuerzas, con toda su alma, mientras las hojas de algodón de esfumaban, poco a poco, ante el último rayo del atardecer.


domingo, 6 de mayo de 2012

Fugaz

No era la mejor noche para hacer una acampada, eso estaba claro. Hacía frío.
Habían encendido una pequeña hoguera en el centro del campamento y todos intentaban acomodarse con su calor, con su bienestar. Todos excepto el profesor, que observaba las estrellas sonriente. Parecía como si  le hablasen, como si se pudiera comunicar con ellas de alguna manera. Los estudiantes estaban tumbados sobre sus sacos de dormir, charlando antes de dormirse.
-¿Qué haces, profe?- preguntó Viktoria.
-Observo el cielo- dijo
-¿Y por qué?
-Porque me relaja- contestó -¿Os habéis dado cuenta la cantidad de estrellas que se apagan en el universo? Se van, se esfuman, sin más. Nosotros no prestamos siquiera atención a pensar en ellas y, en cambio, las estrellas observan uno a uno todos nuestros movimientos. Nuestras ilusiones y desilusiones, nuestros logros y nuestros fracasos. Lo observan todo, calladas, sigilosas, cubiertas por las nubes y por la contaminación lumínica, pero, sin embargo, espectantes.
El grupo calló de pronto. Se hizo el silencio. Todo el mundo reflexionó durante unos segundos.
Se pudo oír alguna que otra risilla con burla, pero al profesor no pareció importarle.
-¿Y qué propones que hagamos?- soltó John de pronto.
-Propongo que dediquemos al menos lo que queda de la noche a estar con ellas, a observarlas, a comunicarnos.
Pude oír perfectamente como el grupo de Oscar y sus amigos se reían. Leí los labios de Sara a la perfección: "Está loco".
A mi no me parecía que lo estuviese. No decía ninguna tontería, ni ninguna idiotez como para parecer un chalado. Sara, meses más tarde, sería la que más lloraría en el funeral de Ramón, como si hubiese sido su profesor favorito, su ejemplo a seguir.
-Hipócrita- dije de pronto.
-¿Quién?- preguntó John, justo a mi lado.
-Sara
-¿Por qué?
-¿No la has oído?
El joven de pelo castaño claro negó con la cabeza.
-No para de burlarse de Ramón- expliqué -No lo entiendo... a mi no me parece que esté diciendo tonterías.
John reflexióno.
-Nunca las dice- dijo casi en un susurro -Tienes que saber cómo es y lo que ha vivido para entenderle.
Estuvimos varios minutos callados, observando las estrellas como había dicho Ramón, tumbados, disfrutando de la paz y la armonía de la naturaleza.
Las voces cada vez se oían menos. La gente iba quedándose dormida poco a poco.
-¡Tss! ¿Estás dormido?- susurró John.
-No, aún no.
-¿Qué haces?
-Pienso, reflexiono sobre lo que ha dicho Ramón...- dije -Oye, tu quieres mucho a Ana, ¿no?
-Muchísimo- dijo
Resoplé.
-Os envidio- dije.
John estuvo un rato en silencio.
-¿Y eso por qué?- dijo entonces
-Porque ojala yo quisiese tanto a mi novia, como tú quieres a Ana.
No le vi, pero estoy seguro de que John sonrió al escuchar mis palabras.
-Pero hombre, eso es cuestión de tiempo.
-No sé, no creo.
-Sí, tranquilo, cuando empecé con Ana tampoco la quería tanto... no sé, todo ha pasado tan rápido.
-Eso espero, John.
-Ya lo verás- dijo -Y si no, no le hagas daño, deja las cosas claras, por el bien de los dos.
Suspiré.
-¿Tú crees que estarás con Ana para siempre?- pregunté
John no contestó en seguida, tardó medio minuto en pensarse la respuesta.
-Sí- dijo de pronto -Para siempre es mucho tiempo, pero yo estoy dispuesto a aguantarlo. Sin embargo, en una relación nunca se sabe... las cosas, las situaciones, no sabes que nos depara el día de mañana. Todo pende de un hilo muy fino. La clave está en aguantar el equilibrio.
En ese momento fui yo el que sonreí.
-¿Crees que seremos amigos para siempre, entonces?
John se levantó para mirarme. Yo le miré fijamente a los ojos, sonriente.
-¿Qué más da eso?- preguntó sonriéndome también.
-Es importante.
-Lo importante es que ahora estamos en la mejor época de nuestras vidas. ¿Qué más da lo que pase en el futuro? Vive el presente y déjate de preocupaciones- dijo antes de tumbarse de nuevo a ver las estrellas.
Me dejó casi sin aliento. En un momento había dicho tantas verdades juntas que tardé un rato en digerir toda aquella información.
Quedé observando al cielo, perplejo.
Reinó el silencio durante varios segundos, hasta que John lo interrumpió para despedirse.
-Buenas noches- dijo.
-Hasta mañana- me despedí yo también.

No pude dormirme. No podía quitar la vista del cielo, como si algo me llamase, como si algo me impulsase a permanecer despierto un par de minutos más.
En ese momento, una estrella fugaz surcó el cielo. Rápida y bella como ella sola. Dejó una pequeña estela que se esfumó en centésimas de segundo. Era la primera vez que veía una y, apenas pude asimilar lo que había ocurrido. Me pilló desprevenido, con la guardia baja. Simplemente pude entreabrir la boca, sorprendido por aquella belleza. Ahora entendía todas las palabras que había dicho Ramón, lo comprendí todo de golpe. Me había comunicado con ellas.

John y yo no volvimos a hablar en toda la noche. Tampoco nadie de los que estábamos ahí. El campamento permaneció en silencio hasta el amanecer.
Nunca supe si alguien más que yo había visto la estrella fugaz. Nunca supe si John la había visto. A la mañana siguiente nadie comentó nada de ella. No obstante, al mirar a John a los ojos, algo en ellos me dijo que sí que la había visto. Algo en sus ojos me impulsó a creer que se había sorprendido tanto como yo.

Sonrío.
Ahora, después de todo este tiempo, empiezo a pensar que, para siempre, es mucho tiempo. Lo cierto es que mi relación de amistad con ese chico fue muy parecida a esa estrella: mágica, bella y maravillosa, pero por desgracia, también rápida y veloz. Sin embargo, aún, después de todo este tiempo, me paro a observar las estrellas, recuerdo a Ramón, recuerdo a John y sonrío. Sonrío como aquella noche inolvidable en la que perdí las preocupaciones y dejé de pensar en el futuro, sonrío como la noche en la que aprendí a entender las estrellas. Sonrío como la noche en la John me enseñó que, aprovechar el presente, es la única lección que existe en esta rápida y fugaz vida.