lunes, 13 de junio de 2011

Eclipse (Parte II)

La tormenta había amainado. Al menos eso pareció cuando un pequeño y breve rayo de luz entraba por la buhardilla superior.
El eclipse había acabado.
Aquel débil rayo, nos iluminó, a la brasileña y a mi, mientras ella lloraba en mi hombro. Y, entonces, el milagro ocurrió. La puerta de la celda comenzó a abrirse poco a poco. El agua caía por la puerta más fuerte que nunca y el sonido era ensordecedor. Cuando la puerta se abrió un par de centímetros, pudimos ver a dos hombre intentado abrirla. Desgraciadamente, la fuerza del agua no dejaba abrirla más. Pude reconocer al marinero rubio que había traído a Blanca la noche anterior. Él y otro chico también rubio empujaban la puerta como si les fuera la vida en ello.
No dudé en ayudarlos.
Cogí la puerta con fuerza. Logramos abrir casi el doble, justo para la anchura de una persona.
-¡Sal Blanca!- grité fuerte para que pudiera oírme.
Ella caminó a la velocidad que el agua le permitía y cuando llegó a la puerta, cruzó sin problemas. Blanca era libre, estaba salvada. Ahora me tocaba a mi. Abrí con toda mi fuerza la puerta. Estaba seguro de que, minutos después mis brazos estarían lesionados, puede que con varias fracturas, pero mi libertad estaba tan cerca, que casi podía tocarla con la punta de los dedos.
Los jóvenes apretaron la puerta, esta vez con la ayuda de Blanca y, por un momento creí que lo habíamos conseguido.
El agua ya me llegaba por la cintura y cada vez era más difícil mover la puerta. -¡Tienes que salir por ese espacio o te quedarás encerrado!- gritó uno de los chicos rubios -¡Ahora o nunca!
Yo vi el hueco.
Sabía que corría el riesgo de que la puerta se cerrara aplastándome. Una muerte terrible y muy dolorosa, pero morir ahogado y sin poder remediarlo... Tenía la posibilidad de salir, de escapar y no iba a dejarla pasar.
-¡Cuando yo grite tenéis que empujar la puerta con todas vuestras fuerzas!- dije fuertemente para que pudieran oírme. Empujé la puerta un minuto más. Mis músculos se tensaron como nunca.
Era el momento.
Di el grito de aviso y ellos empujaron tal y como había dicho. Luché contra el agua para poder entrar por la puerta.
-Date prisa- gritaron cuando estaba en el centro de la puerta. Y, cerrando los ojos, cruce casi nadando hacia el otro lado.
Agradecí ver los preciosos ojos de Blanca mirándome una vez más. Agradecí abrazarla de nuevo. Lo agradecí, porque lo hice.
-Lo he conseguido- susurré y, dicho esto, miré a los dos chicos rubios que me habían salvado. Aunque mi mirada lo dijo todo, no pude remediar darles las gracias. Por haberme salvado aun sin ser un miembro de la tripulación, aun siendo un esclavo. Por arriesgar su vida y poner toda su energía en mover esa maldita puerta que ahora estaba cerrada.
-Gracias- dije de nuevo -Nunca olvidaré lo que hoy habéis hecho.
Los dos sonrieron.
Uno de ellos, el más bajo, tenía el pelo más rubio que el otro. Sus ojos tenían un color de marrón peculiar. Llevaba el pelo corto, a penas tocaba sus cejas y, lo tenía de un liso ideal. El otro, en cambio, tenía el pelo menos liso. Sus ojos eran castaños y su pelo, de un rubio más oscuro. Su piel estaba bronceada, puede que natural o debida al esfuerzo de estar horas y horas expuesto al sol.
-¡Hay que salir de aquí!- gritó el joven rubio más bajo.
-¡¿Cómo?!- pregunté volviendo a la realidad -¿Cómo pensáis salir de aquí?
Los dos se miraron.
-Hay una barcaza en la cubierta- dijo uno de ellos -La del capitán. Me mandó comprobar que todo estuviera en orden... no os pude dejar aquí.
Sonreí de pura felicidad.
Caminábamos a contracorriente por el agua, que nos empujaba con fuerza, hacia la única salida. Unas escaleras al fondo se iluminaban ya por la leve luz del sol. Los dos chicos rubios iban en cabeza y Blanca, justo detrás de mi, era la que menos velocidad llevaba.
-No puedo más- gritó una vez. Todos nos giramos y la vimos con la cara pálida, del frío, congelándose por momentos.
-Aguanta- dije simplemente -Estamos cerca.
Y, era cierto.
Minutos más tarde, los cuatro subíamos las escaleras que llevaban hacia nuestra salida. La luz del día, aun siendo nublado y lluvioso, me deslumbró. Llovía levemente mientras el sol de tanto en cuando se iluminaba durante breves segundos.
-Tu eres Blanca...- dijo el rubio más bajo -Y tú eras...
-Mi nombre es Savier- dije aún tiritando de frío -¿Cómo os llamáis vosotros?
-Me llamo Arthur- dijo el chico rubio más alto -Y él, mi hermano pequeño, se llama John.
-Nunca, en la vida, olvidaré sus nombres- dijo Blanca con dificultad -Son los enviados de Dios. Aquellos ángeles que tanto pedí ayer noche. Ustedes nos han salvado.
John se sonrojó, mientras que Arthur apretó los puños.
-No podía dejaros morir- dijo -Vi por los delitos por los que estáis encerrados y, sin duda, no son motivos para morir ahogados como escoria.
Reinó el silencio hasta que John lo interrumpió:
-Aunque, si realmente habéis cometido un delito, es justo que lo paguéis... en tierra, claro está.
Blanca y yo nos miramos.
-Lo cierto es que...- comencé a decir.
-No hay tiempo, Savier... el barco se hunde y nuestros enemigos nos están esperando.
Los cuatro corrimos por cubierta a toda prisa. Notábamos como, cada vez, era más difícil andar. Uno de los motivos era la ropa mojada que pesaba en abundancia, pero, sin duda, el motivo principal era que el barco comenzaba a colocarse horizontalmente, moviéndose cada vez más grados hacia la derecha. Por tanto, los pasos que dábamos eran cuesta arriba y, a la vez, más agotadores.
Arthur y a John. Era una voz peculiar, era una voz especial. Ahí enfrente, justo delante nuestro estaba el capitán, Lean Roch.
-¿Τι κάνεις εδώ? ¿Αυτό που κάνουν εδώ?- dijo el capitán furiosamente.
Ellos comenzaron a hablar en su mismo idioma. Había oído hablar a toda la tripulación de la misma manera toda la semana y, unos días atrás, había deducido que todo el mundo hablaba en griego.
-Κλείδωμα και πάλι- gritó el capitán -¡Escoria!
-No- dijo John con valor y su hermano le miró preocupado. -Inténtalo tú, si quieres, pero no te lo voy a permitir. Esta gente a la que tú llamas esclavos, ha trabajado más que tú y que toda tu familia junta. ¿Por qué lo han hecho? ¿Cuál es el motivo? Pagar un delito que no han cometido, un delito que el propio capitán, mi ejemplo a seguir, hasta hace unas horas, ha inventado para ganar dinero en la venta de esclavos.
El capitán hirvió en furia.
-No puedo creer como he podido estar tan equivocado. Por un tiempo te traté como un marinero especial, con todos los cuidados, a ti y a tus hermanos, os rescaté dela miseria y tú me lo pagas de esta manera. Tú eras como un hijo para mi.
-En cambio...- comenzó a decir- tú nunca has sido mi padre.
Lean Roch, hirviendo de odio y con unos ojos que derramaban locura a trompicones, se abalanzó sin pensarlo sobre John, mientras desenfundaba su pistola flintlock.
Arthur, entre sorprendido y asustado, decidió intervenir y defender a su hermano. Ambos luchaban contra el capitán, el mismo que les había dado cobijo durante tanto tiempo, el hombre que les había sacado de la pobreza de su pueblo, pero, también el hombre que había ordenado matar a su verdadero padre. Y, ese era el motivo principal por el que John había decidido enfrentarse a Lean Roch. Aún así, el valor que había demostrado el joven y, el interés por rescatarlos de aquella prisión no podría pagárselo nunca, ni con todo el oro del mundo.
Todo sucedió muy rápido. En pocos segundos, el capitán se incorporó dejando a los hermanos en el suelo, sorprendidos, nerviosos. Cogió a Blanca por el cuello, situada a su lado, y la apuntó con la pistola en la cabeza. Mi corazón se congeló durante varios segundos.
-Es muy sencillo- dijo el capitán respirando entrecortadamente- Os daré la posibilidad de escapar con vida. Tan solo tenéis que coger la barca, traerla hasta aquí y marcharnos de este trasto que se va a pique.
John tragó saliva, se esperaba lo peor.
-Pero, en el barco, tan solo cabemos cuatro personas. Elige, John, o la negra o el blanco.
Arthur observó a su hermano. Yo no daba crédito.
-¿Qué pasa? Tienes lo que tú querías. Vais a salir con vida, tu hermano y tú, y podréis rescatar a uno de estos esclavos, sólo a uno.
John apretó los puños y la mandíbula nerviosamente. Su corazón se había disparado de pronto. Blanca lloraba, con los ojos cerrados.
-¡Aprende a ser un hombre! ¡Decide, razona, lucha!
-Luchar... eso es lo que haré- susurró y, de pronto, en un movimiento rápido y ágil, golpeó con fuerza las piernas de Lean Roch, que, instintivamente soltó a la muchacha. Se oyó un disparo. La pistola se había disparado de golpe. Blanca cayó al suelo.
Grité, grité con fuerza.
Arthur se levantó de pronto y cogió la flintlock que había caído al suelo y, aun caliente, la sujetó con las dos manos apuntando en la cabeza del capitán del buque.
-Bum- dijo simplemente antes de que la pistola se disparara de nuevo.
La bala de Lean Roch había herido a Blanca en su hombro izquierdo No era una herida mortal, por suerte, pero si Blanca perdía demasiada sangre, podría llegar a desangrarse.
-¡Traed algo para taponar la herida!- grité desesperadamente.
Arthur, aún aturdido por lo que acababa de ocurrir se quitó la camiseta sin dudar y me la entregó. Yo intenté taponar la herida, como lo había hecho minutos atrás en el umbral de la puerta.
-¡Cógela en brazos y vamos a por la barca!- gritó John sin poder quitar la mirada del cuerpo sin vida del capitán.
Yo le hice caso. Y, junto a Blanca, corrimos una vez más hacia la barca.
-Se marchan- dijo Arthur -Han visto que nos hundimos, nos dan por muertos.
Todos sonreímos de pura felicidad.
Cuando llegamos a la barca y zarpamos, había parado de llover. El sol comenzaba a abrirse paso entre aquellos negros nubarrones y nuestro barco se hundía, lentamente, en el fondo del Atlántico.
-Estamos salvados- dijo Blanca débilmente -Ha ocurrido tal y como yo dije, hemos abandonado el barco los últimos, pero lo hemos abandonado al fin y al cabo.
La miré a los ojos y, miré a los hermanos rubios que observaban el horizonte.
-Los últimos serán los primeros y los primeros, serán los últimos- dije.
Y, nuestra barcaza se alejó poco a poco, dejando tras de sí un barco, de más de medio siglo, hundiéndose lentamente junto al cadáver de su capitán.
Nuestra barcaza se abría paso entre las olas, aproximándose, lentamente, hacia las costas de Carolina del Norte en las que atracaríamos días después.

Eclipse (Parte I)

Los últimos rayos de la tarde penetraban por la pequeña buhardilla de la parte superior de la celda. Observaba, con poco interés, la luz reflejada en la pared, mientras notaba que había perdido un día de mi vida. Otro más. Llevaba encerrado allí durante... ¿Dos semanas? No lo recordaba bien. A partir de la primera había perdido la cuenta. Mis ojos caían lentamente, mientras el sueño se apoderaba poco a poco de todo mi ser y, cuando perdí la conciencia y mi mente comenzó su viaje al país de los sueños algo le hizo retornar. Pasos periódicos y fuertes acompañados de los llantos y gemidos de una muchacha que, por el acento, deduje que era una joven extranjera. Acerté completamente.
Los dos guardias abrieron la puerta de mi celda y, seguidamente soltaron a la extranjera de mala gana, mientras la chica suplicaba a gritos su liberación. Su piel, de un moreno oscuro, complementaba a la perfección con sus negrizos ojos. Su nariz respingona la caracterizaba. Tenía el pelo descolocado, revuelto, y su cara estaba sucia, llena de tierra.
Los dos soldados que la habían traído se la quedaron mirando un rato. Quizás observando su belleza o puede que insultándola mentalmente. Por el vestuario pude deducir que uno de los soldados -repeinado y con un traje blanco con hombreras negras y con tres estrellas de decoración- tenía más prestigio que el otro -un chaval rubio con ojos castaños, más o menos de mi edad- que seguramente estaba en prácticas.
El marinero de traje blanco cerró la puerta de pronto, provocando un fuerte ruido que, sin lugar a dudas, se habría oído por todo el barco. La mujer lloraba desconsoladamente tumbada en el suelo y apoyada en la pared. Cuando la chica comenzó a calmarse, respirando cada vez más poco a poco, cerró los ojos.
-No te preocupes- dije rompiendo el silencio que acababa de sucederse -nos sacarán de aquí.
La mujer me miró fijamente, con sus negrizos ojos llorosos.
-¿Hablas mi idioma?- pregunté hablando despacio para que me entendiera.
La chica asintió.
-¿Cómo te llamas?- pregunté -Mi nombre es Blanca- dijo la chica con dificultad.
La observé de nuevo. Era preciosa, cada detalle que observaba de ella me gustaba más y más.
-No te preocupes, Blanca, vamos a salir de aquí- repetí.
La mujer sonrió con tristeza y seguidamente cerró de nuevo sus ojos. Durmió toda la noche.
El ruido de la marea y el movimiento del barco me despertó de mi profundo sueño. La cacerola con agua que tenía bajo un agujero, que utilizaba para recoger el agua de la lluvia, se estaba desbordando. Llovía con fuerza y el sonido era medio ensordecedor. El barco se tambaleaba con fuerza. La marea estaba agitada e imparable. Estaba seguro de que el capitán del buque luchaba contra las olas intentando no perder la calma, pero yo no podía fiarme de que controlara el barco el mismo hombre que había mandado encerrarnos, a Blanca y a mi, ahí. Estaba seguro de que si el problema hubiera sido sobrepeso, nos habría lanzado, sin dudarlo, por la borda.
La muchacha se acababa de despertar y, viendo su cara, no había asimilado que la encerrarían al llegar a tierra.
Era normal. Ni siquiera yo lo había asimilado.
-Hay una gran tormenta- expliqué al ver su cara interrogante.
Ella me miró comprendiendo, pero no dijo nada. Y, extrañamente, algo mágico, a parte de nuestras miradas, ocurrió. En pocos segundos la luz que entraba por la buhardilla se fue apagando. El día se convirtió en noche. Yo, intrigado, me levanté y observé, por la buhardilla, con interés el espectáculo que estaba sucediendo en el cielo. Un eclipse. Así lo llamaban los astrónomos. El espectáculo era impresionante, inconcebible. La lluvia caía con fuerza, mojándome, pero yo no podía apartarme de la buhardilla: en el cielo, el sol era tapado casi en su totalidad, dejándolo en un simple aro finísimo. En el horizonte un barco navegaba con una supuesta normalidad. Era extraño, lentamente el barco se iba acercando y, los tripulantes no paraban de moverse por toda la cubierta. Podrían estar, quizá asombrados por el eclipse, pero preparaban las armas en posición de ataque y sus cañones apuntaban hacia nuestro barco. Entonces comprendí todo, pero ya era demasiado tarde.
Primero fue un fuerte disparo y, seguidamente, una terrible explosión. Blanca gritó con toda su fuerza y salimos disparados contra la pared. Desperté cubierto de polvo y con un fuerte dolor de cabeza. A penas había estado unos minutos sin sentido. De la cabeza de Blanca, a mi lado, corría un terrible camino de sangre, aún así, ella comenzaba a despertarse, cosa que me tranquilizó algo.
-¿Qué pasó?- preguntó confusa.
Observé la sala en la que estábamos encerrados. Entre la oscuridad que aun provocaba el eclipse, pude observar que casi no había sufrido daño. Por desgracia, la puerta no había caído, así que seguíamos encerrados, pero, por el umbral de ésta, comenzaba a brotar agua con velocidad. Mi corazón empezó a latir con nerviosismo.
-¿Has visto el barco que navegaba junto a nosotros?- pregunté y, después de verla asentir, expliqué: -pues nos ha atacado, Blanca, el disparo ha ido a parar a la habitación de la derecha. Está entrando agua en el barco. Nos vamos a pique por momentos.
La chica abrió los ojos como platos y, seguidamente comprobó con sus propios ojos que lo que decía no era mentira. El agua casi nos tocaba ya.
-Tenemos que salir de aquí- gritó con nerviosismo -¡Vamos a morir ahogados!
Ambos corrimos entre la oscuridad, mojando nuestros pies.
-¡Tapemos la entrada de agua!- gritó ella.
-Esto puede servir- dijo Blanca aproximándose con un par de trapos sucios. Me los tendió con delicadeza y yo los cogí a toda prisa.
Taponé gran parte de aquel desbordante umbral, pero no todo entero.
-Necesitamos más- dije.
Ella me miró a los ojos y no necesité escuchar sus palabras para entenderlo. Aun así, ella respondió: -No hay nada más que estos trapos-
Resoplé en una mezcla de nervios y impotencia.
-Éstos no durarán más de veinte minutos y, si no tenemos nada más para tapar, habremos muerto ahogados en la mitad de ese tiempo.
La chica dio un respingo y comenzó a golpear la puerta con toda su fuerza.
-¡Socorro!- gritaba desconsoladamente y repetidas veces.
La miré sorprendido.
-No vale la pena, Blanca, en cuanto en cubierta sepan que el barco se está hundiendo, el capitán dará la orden de subir a las barcazas de repuesto. Nos abandonaran como animales.
-¡Tenemos que tirar la puerta, tenemos que salir de aquí!- gritó.
-Primero tenemos que tapar el umbral y, después ya pensaremos qué hacer- dije yo finalmente.
Ella no dijo nada más, rebuscó por toda la sala en busca de algo para tapar la puerta. Cuando el agua tocaba ya nuestras rodillas, tuvo una idea. Se quitó la camiseta a toda velocidad, quedando solo con un sostén que cubría sus espectaculares senos. Su anatomía era muchísimo mejor al desnudo, sin duda. Decidí hacer lo mismo, dejando mi torso desnudo. El frío congelaba absolutamente mis piernas y, la oscuridad del eclipse no dejaba ver la sala al completo.
Desde que había comenzado el eclipse, todo había ido mal.
Blanca intentó taponar el umbral con toda su fuerza, pero, el océano Atlántico ganaba la partida.
En un arrebato de fuerza, la mujer salió disparada. Yo, corría la misma suerte. Quizás los trapos impidieran entrar mucha agua, pero aun así el agua seguía pasando y, tan solo alargábamos más nuestro sufrimiento, nuestra muerte.
-Es inútil Blanca, se acabó- dije rindiéndome y soltando la camiseta, que corrió por toda la sala. La chica primeramente se negó a parar, se negó a dejarse ganar, a dejarse morir.
-Seremos los últimos en abandonar el barco, pero lo abandonaremos con vida- dijo ella esperanzada. Pero, de pronto, chocó contra la pura realidad: estábamos en una ratonera blindada, en la boca de un lobo hambriento. Íbamos a morir y teníamos que afrontarlo de una vez.
Lloró. Lloró desconsoladamente por nuestra maldita suerte.
No pudo aguantar el equilibrio y calló en mis brazos. Yo, la sujeté mientras ella lloraba en mi hombro. Mientras, el agua, subía como la espuma, preparándonos lentamente nuestra propia tumba, en la que seríamos sepultados en el fondo marino. Solo un milagro podía salvarnos, un milagro imposible, en aquel barco del que, seguramente, los marineros habían comenzado a desalojar, dejándolos solos, sin percatarse de su existencia siquiera. Abandonándonos a nuestra suerte, que, hasta el momento, no había sido para nada buena.