lunes, 13 de junio de 2011

Eclipse (Parte I)

Los últimos rayos de la tarde penetraban por la pequeña buhardilla de la parte superior de la celda. Observaba, con poco interés, la luz reflejada en la pared, mientras notaba que había perdido un día de mi vida. Otro más. Llevaba encerrado allí durante... ¿Dos semanas? No lo recordaba bien. A partir de la primera había perdido la cuenta. Mis ojos caían lentamente, mientras el sueño se apoderaba poco a poco de todo mi ser y, cuando perdí la conciencia y mi mente comenzó su viaje al país de los sueños algo le hizo retornar. Pasos periódicos y fuertes acompañados de los llantos y gemidos de una muchacha que, por el acento, deduje que era una joven extranjera. Acerté completamente.
Los dos guardias abrieron la puerta de mi celda y, seguidamente soltaron a la extranjera de mala gana, mientras la chica suplicaba a gritos su liberación. Su piel, de un moreno oscuro, complementaba a la perfección con sus negrizos ojos. Su nariz respingona la caracterizaba. Tenía el pelo descolocado, revuelto, y su cara estaba sucia, llena de tierra.
Los dos soldados que la habían traído se la quedaron mirando un rato. Quizás observando su belleza o puede que insultándola mentalmente. Por el vestuario pude deducir que uno de los soldados -repeinado y con un traje blanco con hombreras negras y con tres estrellas de decoración- tenía más prestigio que el otro -un chaval rubio con ojos castaños, más o menos de mi edad- que seguramente estaba en prácticas.
El marinero de traje blanco cerró la puerta de pronto, provocando un fuerte ruido que, sin lugar a dudas, se habría oído por todo el barco. La mujer lloraba desconsoladamente tumbada en el suelo y apoyada en la pared. Cuando la chica comenzó a calmarse, respirando cada vez más poco a poco, cerró los ojos.
-No te preocupes- dije rompiendo el silencio que acababa de sucederse -nos sacarán de aquí.
La mujer me miró fijamente, con sus negrizos ojos llorosos.
-¿Hablas mi idioma?- pregunté hablando despacio para que me entendiera.
La chica asintió.
-¿Cómo te llamas?- pregunté -Mi nombre es Blanca- dijo la chica con dificultad.
La observé de nuevo. Era preciosa, cada detalle que observaba de ella me gustaba más y más.
-No te preocupes, Blanca, vamos a salir de aquí- repetí.
La mujer sonrió con tristeza y seguidamente cerró de nuevo sus ojos. Durmió toda la noche.
El ruido de la marea y el movimiento del barco me despertó de mi profundo sueño. La cacerola con agua que tenía bajo un agujero, que utilizaba para recoger el agua de la lluvia, se estaba desbordando. Llovía con fuerza y el sonido era medio ensordecedor. El barco se tambaleaba con fuerza. La marea estaba agitada e imparable. Estaba seguro de que el capitán del buque luchaba contra las olas intentando no perder la calma, pero yo no podía fiarme de que controlara el barco el mismo hombre que había mandado encerrarnos, a Blanca y a mi, ahí. Estaba seguro de que si el problema hubiera sido sobrepeso, nos habría lanzado, sin dudarlo, por la borda.
La muchacha se acababa de despertar y, viendo su cara, no había asimilado que la encerrarían al llegar a tierra.
Era normal. Ni siquiera yo lo había asimilado.
-Hay una gran tormenta- expliqué al ver su cara interrogante.
Ella me miró comprendiendo, pero no dijo nada. Y, extrañamente, algo mágico, a parte de nuestras miradas, ocurrió. En pocos segundos la luz que entraba por la buhardilla se fue apagando. El día se convirtió en noche. Yo, intrigado, me levanté y observé, por la buhardilla, con interés el espectáculo que estaba sucediendo en el cielo. Un eclipse. Así lo llamaban los astrónomos. El espectáculo era impresionante, inconcebible. La lluvia caía con fuerza, mojándome, pero yo no podía apartarme de la buhardilla: en el cielo, el sol era tapado casi en su totalidad, dejándolo en un simple aro finísimo. En el horizonte un barco navegaba con una supuesta normalidad. Era extraño, lentamente el barco se iba acercando y, los tripulantes no paraban de moverse por toda la cubierta. Podrían estar, quizá asombrados por el eclipse, pero preparaban las armas en posición de ataque y sus cañones apuntaban hacia nuestro barco. Entonces comprendí todo, pero ya era demasiado tarde.
Primero fue un fuerte disparo y, seguidamente, una terrible explosión. Blanca gritó con toda su fuerza y salimos disparados contra la pared. Desperté cubierto de polvo y con un fuerte dolor de cabeza. A penas había estado unos minutos sin sentido. De la cabeza de Blanca, a mi lado, corría un terrible camino de sangre, aún así, ella comenzaba a despertarse, cosa que me tranquilizó algo.
-¿Qué pasó?- preguntó confusa.
Observé la sala en la que estábamos encerrados. Entre la oscuridad que aun provocaba el eclipse, pude observar que casi no había sufrido daño. Por desgracia, la puerta no había caído, así que seguíamos encerrados, pero, por el umbral de ésta, comenzaba a brotar agua con velocidad. Mi corazón empezó a latir con nerviosismo.
-¿Has visto el barco que navegaba junto a nosotros?- pregunté y, después de verla asentir, expliqué: -pues nos ha atacado, Blanca, el disparo ha ido a parar a la habitación de la derecha. Está entrando agua en el barco. Nos vamos a pique por momentos.
La chica abrió los ojos como platos y, seguidamente comprobó con sus propios ojos que lo que decía no era mentira. El agua casi nos tocaba ya.
-Tenemos que salir de aquí- gritó con nerviosismo -¡Vamos a morir ahogados!
Ambos corrimos entre la oscuridad, mojando nuestros pies.
-¡Tapemos la entrada de agua!- gritó ella.
-Esto puede servir- dijo Blanca aproximándose con un par de trapos sucios. Me los tendió con delicadeza y yo los cogí a toda prisa.
Taponé gran parte de aquel desbordante umbral, pero no todo entero.
-Necesitamos más- dije.
Ella me miró a los ojos y no necesité escuchar sus palabras para entenderlo. Aun así, ella respondió: -No hay nada más que estos trapos-
Resoplé en una mezcla de nervios y impotencia.
-Éstos no durarán más de veinte minutos y, si no tenemos nada más para tapar, habremos muerto ahogados en la mitad de ese tiempo.
La chica dio un respingo y comenzó a golpear la puerta con toda su fuerza.
-¡Socorro!- gritaba desconsoladamente y repetidas veces.
La miré sorprendido.
-No vale la pena, Blanca, en cuanto en cubierta sepan que el barco se está hundiendo, el capitán dará la orden de subir a las barcazas de repuesto. Nos abandonaran como animales.
-¡Tenemos que tirar la puerta, tenemos que salir de aquí!- gritó.
-Primero tenemos que tapar el umbral y, después ya pensaremos qué hacer- dije yo finalmente.
Ella no dijo nada más, rebuscó por toda la sala en busca de algo para tapar la puerta. Cuando el agua tocaba ya nuestras rodillas, tuvo una idea. Se quitó la camiseta a toda velocidad, quedando solo con un sostén que cubría sus espectaculares senos. Su anatomía era muchísimo mejor al desnudo, sin duda. Decidí hacer lo mismo, dejando mi torso desnudo. El frío congelaba absolutamente mis piernas y, la oscuridad del eclipse no dejaba ver la sala al completo.
Desde que había comenzado el eclipse, todo había ido mal.
Blanca intentó taponar el umbral con toda su fuerza, pero, el océano Atlántico ganaba la partida.
En un arrebato de fuerza, la mujer salió disparada. Yo, corría la misma suerte. Quizás los trapos impidieran entrar mucha agua, pero aun así el agua seguía pasando y, tan solo alargábamos más nuestro sufrimiento, nuestra muerte.
-Es inútil Blanca, se acabó- dije rindiéndome y soltando la camiseta, que corrió por toda la sala. La chica primeramente se negó a parar, se negó a dejarse ganar, a dejarse morir.
-Seremos los últimos en abandonar el barco, pero lo abandonaremos con vida- dijo ella esperanzada. Pero, de pronto, chocó contra la pura realidad: estábamos en una ratonera blindada, en la boca de un lobo hambriento. Íbamos a morir y teníamos que afrontarlo de una vez.
Lloró. Lloró desconsoladamente por nuestra maldita suerte.
No pudo aguantar el equilibrio y calló en mis brazos. Yo, la sujeté mientras ella lloraba en mi hombro. Mientras, el agua, subía como la espuma, preparándonos lentamente nuestra propia tumba, en la que seríamos sepultados en el fondo marino. Solo un milagro podía salvarnos, un milagro imposible, en aquel barco del que, seguramente, los marineros habían comenzado a desalojar, dejándolos solos, sin percatarse de su existencia siquiera. Abandonándonos a nuestra suerte, que, hasta el momento, no había sido para nada buena.

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