lunes, 16 de abril de 2012

Tras los barrotes

Maldigo todos y cada uno de los momentos que me hicieron extrañarte tanto. Maldigo una a una las caricias que te di, los besos, los abrazos. Porque ahora te extraño, te extraño tanto que a penas puedo levantarme del dolor. A penas puedo coger el teléfono para gritarte que hace años que no te veo, que hace meses que no sé nada de ti. 
Que te echo de menos y que me duele sentir que te has ido y que yo estaré aquí para siempre.

Escribió el joven en una hoja antes de arrugarla y lanzarla contra la grisácea pared de la sala. 
-¡Oye! No malgastes papel- exclamó su compañero de habitación, sentado a varios metros de él. -Luego vienes quejándote de que no tienes y me pides que te vaya a buscar.
-Déjame en paz, ¿vale?- dijo.
No le gustaba que le interrumpiesen cuando pensaba en ella. Notaba como si alguien entrara en su mente para arrevatársela para siempre, impidiendo que le quisiera para siempre. 
A veces pensaba que estaba enloqueciendo y que acabaría suicidándose. No quería, le parecía de cobarde. Si Dios le había mandado pasar los últimos años de su vida ahí, alejado de la libertad, sería por algo. Estaba dispuesto a pagar el castigo. A parte de que nada de aferraba a la vida rutinaria, ni siquiera ella, la cual seguramente ni se acordaba de él. No obstante, el joven recordaba extrañamente su rostro con la misma magia que había visto antaño. Incluso puedo que con más magia que antes porque, como él decía, el ser humano pasa su vida persiguiendo algo aparentemente inalcanzable y son tales sus ansias de conseguirlo que pone todo su empeño en tenerlo, en cambio, cuando logra atraparlo, termina aburriéndose y busca otra meta inalcanzable con la que aspirar. >>Somos así de simples<< razonaba. 


  A veces, mientras dormía, podía oler su fragancia de nuevo. Se despertaba deseoso de encontrarse con ella, pero tan solo era un sueño que había acabado. Solía cerrar los ojos otra vez buscando el reconfortante placer de dormir de nuevo, pero no lo encontraba. Quedaba desvelado con un recuerdo que se aferraba a él y que no había conseguido borrar en todo este tiempo. 
La recordaba tan guapa como iba la última vez que la vio, incluso más perfumada de lo habitual. No estaba maquillada, pero sin embargo era hermosa. Su sonrisa hipnotizaba, sus ojos encarcelaban. Era tan magnífica...
Llevaba los zapatos de flores que la identificaban y un abrigo de piel. Su pelo liso y castaño, suelto.
La amaba. Nunca había sentido un sentimiento tan fuerte por alguien y, sin embargo, estaba destinado a separarse de ella.
Recordaba su cara cuando le vio. Sonrió irremediablemente y le abrazó al instante, antes de besarle apasionadamente.
Oyó la sirena.
-Me tengo que ir- dijo él
-¿Otra vez?
Permaneció callado. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir. 
El sonido de las sirenas se hacía cada vez más fuerte.
El joven susurró algo dirigido a ella, pero que no entendió. El ruido era ensordecedor ya. 
Pronto un coche de policía aparcó en frente de ellos y se abalanzó contra el joven, ante la mirada perpleja de la muchacha.
-¡¿Qué ocurre!?- gritó -¿¡Qué hacen!?
-¡Déjenme acercarme a ella!- gritó él -¡Tengo que decirle algo!
El agente pareció ignorarlo. El joven, sin embargo, aun con las esposas puestas, se deshizo del policía y se acercó a la joven, que observaba perpleja la escena.
-Te quiero- le susurró al oído antes de que el guardia le cogiera y le metiera en el coche de forma violenta.
La joven casi ni reaccionó. Se lo llevaban, se lo llevaban para siempre.


-¿Sabes una cosa?- interrumpió sus pensamientos su compañero de habitación de nuevo.
El joven no contestó, ni siquiera pestañeó. Tenía la mirada fija en ningún lugar. Sin embargo el hombre lo interpretó como una respuesta.
-Me gustaría asomar la cabeza por los barrotes para ver lo que hay fuera de esa ventana.
El joven, sin embargo, no se enfadó esta vez. Estaba demasiado pensativo y, ya casi, volvía a la realidad. Ahora se daba cuenta de todo: Estaba en una jaula, en una celda, en una cárcel y lo estaría ahí el resto de su vida. No le hundía eso, estaba bien ahí, nada la retenía fuera de aquellos barrotes que daban hasta el jardín trasero del centro. Nada excepto ella. Nada excepto sus ojos. Nada excepto el olor de su fragancia que no le dejaban dormir por noches. Y, ese nada, para su desgracia, era un todo.


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