El futuro nunca es como te lo imaginas.
Suele ocurrirme. Los pájaros que tengo
en mi cabeza suelen coser una historia casi perfecta. Tiendo a idealizar los
futuros momentos de mi vida, hasta que la realidad me pone los pies en el suelo
de golpe. Me gusta. Es distinto, pero me gusta. Que no haya salido el sol hoy
no tiene nada que ver. Eso ya está superado.
Creo.
El sol es un astro curioso.
Siempre lo he pensado. Pasé toda mi
infancia reflexionando sobre cómo el sol afectaba en nuestra vida, en nuestro
carácter, en nuestro estado de ánimo. Incluso en nuestras relaciones con las
otras personas. Curioso, ¿verdad? Cómo algo tan lejano a nosotros puede manejarnos.
Ya no solo a nivel biológico, sino también nuestra conducta. Y no, no pienso
ponerme a reflexionar sobre cómo el sol es capaz de condicionarnos porque, para
empezar, no he cogido el tren más caro y de mayor distancia para pensar en
estrellitas y en polvos de hadas.
Nunca he creído en ninguna de esas
niñerías. Nunca me enseñaron nada. Nunca me quitaron el jodido nudo en la
garganta que me impedía gritarle al mundo que mi vida no era justa. Que no
merecía ser así de infeliz.
Cómo algo tan simple puede dejar tanto
hueco cuando no está. Somos seres envidiosos. Vivimos anhelando algo que no
tenemos pero, ¿y si ese algo lo tuviese todo el mundo? ¿y si ese algo fuese
básico? Como los ojos, las orejas, la nariz.
La sombra.
Lo cierto es que yo nunca tuve de eso.
La misma palabra me repugna. Siempre fui raro, siempre fui diferente, siempre
fui especial.
Siempre estuve solo.
Puede parecer que crecer sin sombra es
algo fácil, pero solo el que no la tiene sabe lo difícil que puede llegar a
ser. La tortura comenzaba cada mañana, cuando todos los niños iban de camino al
colegio y se divertían jugando con las suyas. Saltando y encontrándolas en el
suelo, viendo cómo se alargaban a lo largo del arcén, haciendo movimientos rápidos
para pillarlas desprevenidas, quietas, en una misma posición. Sin embargo eso
nunca ocurría. Ellas son astutas. Y yo nunca tuve una. Y no me arrepiento.
Creo.
Ya no solo el hecho de no tener sombra
se me hacía difícil. Tenía que vivir día a día, semana tras semana, con la
etiqueta de: “El chico sin sombra”. Nadie se acercaba más de lo estrictamente
necesario a mí. Nadie me hablaba, nadie me miraba. Estaba completamente solo.
Oía a algunos niños susurrar entre
risas: «Si tuviese sombra, ya no estaría
solo, ¿sabéis por qué? Porque al menos la tendría a ella».
Me cuesta recordar una noche en la que
no me fuese llorando a la cama.
Me sentía sucio. Vacío.
Condenado a vivir en soledad. Sin que
nadie expresase el más mínimo atisbo de cariño. ¿Quién me iba a querer? No
sentía afecto ni por parte de mis padres. Nunca hablaba con ellos de eso.
Fingíamos ser una familia normal, pero en el fondo sabía que ellos también lo
estaban pasando mal. Aquella tarde de enero, en la que descubrieron que la
silueta de su hijo no se proyectaba en la pared, quisieron esconder este hecho
a todo el mundo… pero no se avergonzaban del todo.
Y tenían motivos para hacerlo.
Al parecer, no tener sombra está igual
de mal visto que matar a tu perro. Si ocurría algo malo en clase, tenía la
culpa yo. ¿El motivo? «No tiene sombra. ¿Se
puede confiar en alguien que no tiene sombra? Por favor, en qué país vivimos».
Y así vivía yo. Esquivando los
obstáculos. Intentando no hacer mucho ruido para no llamar la atención.
Sumergiéndome poco a poco en un mundo en el que yo era el normal y los demás,
los extraños.
¿A quién quería engañar?
Empecé a fumar a los catorce. La verdad
es que no sé cómo no me enganché antes. Robaba a escondidas los cigarrillos de
las cajetillas de mi tío.
Nadie me enganchó. Nadie me puso un
cigarro en la boca. Simplemente caí. Y me asusté de lo adictivamente
destructible que era. Él fue el desencadenante de todo lo demás. El mundo me
dio la espalda y yo… respondí de la misma forma.
Solo pisaba la calle cuando no había
sol. Era la mejor manera de evitar que me viesen, que me reconociesen. Cogía la
bicicleta y me perdía.
Solía hacerlo. Me evitaba el contacto
directo con la realidad. Me consolaba pensando que era una afición que solo yo
tenía. Al fin y al cabo, ¿quién narices iba a dedicar un día entero en perderse
por las afueras? Solo un loco lo haría. Un loco o… un chico sin sombra.
Uno de aquellos largos y tediosos días,
repetí el proceso de siempre. Podría mentir y decir que ese día también me
perdí, pero, ciertamente, me sabía el camino de memoria. La segunda calle a la
derecha y todo recto hasta el Muro.
El Muro.
Se me eriza la piel cada vez que lo
pienso. Era una gran pared blanca que había pertenecido a una casa abandonada
desde siempre. Blanca. Terriblemente blanca. Apetecible.
Busqué entre mis bolsillos el último
cigarrillo que había robado y lo encendí. Firmaba un contrato con cada uno de
aquellos cigarrillos. Ellos me relajaban y yo… me pudría por dentro.
Precioso.
Tenía una manía. No era capaz de
encender un cigarrillo sin llevar mis guantes puestos. Eran mi sello de
identidad. Los había cortado de tal forma que sobresaliesen la mitad de mis dedos.
Negros. Terriblemente negros. Únicos.
“Agitar antes de usar”. Creo que ésa
era la única norma que aún no me había saltado.
El sonido del spray me relajaba, casi
tanto como sentir el humo del cigarro entrando en mis pulmones. Ver aquella
pared, tan blanca y pura, siendo manchada con mis pensamientos... Nunca
olvidaré la sensación que provocaba en mí. Un disparo de adrenalina que me
aceleraba los latidos, que me despertaba el cuerpo.
Escribir cualquier gilipollez en la
pared es sencillo. Lo difícil es dejar a la gente boquiabierta. El arte de las
palabras, más poderoso que cualquier pistola. Escupirle la realidad a la gente
era mi afición favorita. Me consolaba pensando: “Ellos proyectan sus sombras
aquí… yo no tengo de eso, yo proyecto mi poesía”.
Me marché de casa a los dieciséis. Mis
padres no me entendían. Era comprensible, ellos tenían sombra.
Fue entonces cuando descubrí lo que era
estar perdido de verdad.
Con una maleta y una bicicleta. Sin un
duro en el bolsillo y sin un sitio donde dormir. Los días en los que salía el
sol me escondía, los días nublados buscaba comida en la basura. Creo que no
hace falta que comente que nadie quería al “chico sin sombra” trabajando en su
taller. Notaba como me miraba la gente. Veía sus ojos. Despertaba en ellos la
tristeza que podría despertar un perro vagabundo.
Fue ahí donde comenzó un vaivén de
hogares. A cada cual más acogedor. Puentes, descampados, cubos de basura… Cuando
creí que había tocado fondo, encontré un sitio distinto.
Había escuchado antes la historia de
los Sinsombras. De hecho, era la historia que más había escuchado. Es lo que
tiene que te relacionen con el protagonista.
Era un grupo de gente que habían nacido
sin sombra, como yo, y, asustados, se habían reunido en una casa en lo más
profundo del bosque. Habían tapiado puertas, cerrado persianas y nadie había
vuelto a saber nada de ellos. Algunos juraban haber visto alguno cazando
ciervos a lo lejos, sigilosamente.
No mentían. O igual sí, quién sabe.
Y ahí estaba yo. En la casa de los
Sinsombra, golpeando, con la poca fuerza que me quedaba, aquella puerta tapiada.
Conseguí llamar su atención y, cuando quise darme cuenta, ya era uno de ellos.
Se alimentaban a base de cuentos. No
estoy hablando de la Cenicienta, ni de Blancanieves, hablo de cuentos que rozan
lo macabro, en los que el protagonista, curiosamente, nunca tiene sombra. Era
una venganza cobarde. Nunca habían tenido valor a rebelarse. Solo en ficción.
Solo en los cuentos.
No solo eran desagradables sus historias,
también su carácter. Tenían expresiones extrañas. Podría decirse que se
comportaban como animales, pero los animales se comportaban mil veces mejor que
ellos.
Aprendí a vivir en la oscuridad.
Suena tenebroso, lo sé, pero no tiene
nada de metafórico. Literalmente vivíamos a oscuras, como ciegos. Según ellos
era: «La única forma de que todos
fuésemos iguales».
Una jodida secta, vamos.
Si hubiese tenido un carácter débil,
ahora mismo no estaría en este tren.
Tuve el valor de ver que eso no era lo correcto.
Huían de las sombras convirtiéndose en una de ellas.
¿A quién se le podía haber ocurrido esa
tontería?
A mí. Era justo lo que estaba haciendo
yo.
¿Era un cobarde?
De pronto lo vi todo claro. Como cuando
sientes la necesidad de hacer algo y debes hacerlo en ese mismo momento.
No fue difícil escapar de aquella casa.
Temí por mi vida durante un tiempo,
pero cuando noté la luz del sol acariciando mi piel sentí tranquilidad.
Irónico, ¿verdad?
No recuerdo cuánto tiempo estuve
pedaleando.
Pedaleaba sin rumbo. O al menos eso
creía.
Nunca supe cómo, pero acabé ahí. Justo
enfrente del Muro.
Es tan hermoso observar una pared
completamente blanca manchada con poesía. No soy capaz de describir la
sensación que sentí al saber que eso era mío.
-¿Es tuyo, verdad?- preguntó una voz
justo detrás de mí.
Me di la vuelta, instantáneamente, sorprendido.
Era un hombre. No mucho mayor que yo.
No tenía pinta de policía.
¿Qué pinta tienen los policías? Ni
idea, pero éste no tenía esa pinta.
-No me engañes. Se te ve en los ojos,
chico.
Tragué saliva. Me había pillado y mi
mente estaba tan sumamente en blanco que no era capaz de inventar una excusa
creíble.
-Sí- admití -Es mío.
En la cara del hombre se dibujó una
media sonrisa. Era justo lo que quería escuchar.
Reinó el silencio durante varios
segundos interminables.
-Éste no es tu sitio- dijo lanzándome
una bolsa.
La cogí al vuelo. No era el mejor
corredor de mi clase, pero tenía buenos reflejos. Hizo un sonido metálico al
cogerla.
-Encuéntralo, chico. Encuentra ese
sitio y, cuando llegues a lo más alto, escúpeles a todos un: “Lo conseguí”.
Estás destinado a hacer grandes cosas. No eres igual que los demás, eres
distinto, eres especial. Consíguelo, consíguelo por mí, Chico sin sombra-
exclamó el hombre.
Acto seguido, dio media vuelta y se
marchó.
¿Qué narices acababa de pasar?
Me quedé sin palabras. El escalofrío
más extraño que he sentido me recorrió todo el cuerpo. Siempre veía en las
películas cómo, una simple conversación, cambiaba el rumbo de la vida del protagonista.
Siempre supe que eso sólo ocurría en la ficción.
Pero era real.
Había venido aquí, me había dado una
bolsa con dinero y se había marchado.
Me quedé observándole mientras se iba.
Algo en él lo hacía especial. Lo supe en el momento en que lo vi y lo entendí
al verlo marchar.
No tenía sombra.
No es como lo esperaba, pero no me
desagrada.
Nunca he ido tan lejos. No sé cómo es
el cielo en otros lugares. Ni siquiera sé si existe el cielo en otro lugares. Siempre
soñaba con escapar y, joder, mírame, estoy en el tren más caro, pensando en
estrellitas, en cuentos de hadas y esperando que el destino sea Nunca Jamás.
¿Qué sería de mi vida si tuviese
sombra?
Imagino que viviría una vida normal,
¿no? Como un ciudadano corriente, iría a la universidad, me graduaría en alguna
carrera corriente y conocería a la persona ideal, con la que compartiría toda
mi vida.
Todo sería perfecto.
A mí no me gustan las cosas perfectas.
Prefiero
una vida imperfecta y llena de altibajos, de idas y venidas, de levantarse por
la mañana y no saber dónde acabarás el día. Lo que no entra dentro de lo
corriente siempre es arriesgado, pero también mágico.
Prefiero
mis defectos, antes que los de otros. No tener sombra siempre ha sido mi peor
defecto pero, francamente, ¿qué tiene de malo?
Prefiero
perderme, antes que estar localizado todo el tiempo.
Prefiero
luchar antes que quedarme parado como un Sinsombra. Prefiero ser yo, subirme a
un tren y comerme el mundo. No sé si ese hombre tendrá razón, no sé si estoy
destinado a hacer grandes cosas, solo sé que voy a hacer todo lo posible para
que la tenga.
Prefiero
arriesgármelo todo a una carta, si sé que tengo posibilidades de ganar. No me
importa renunciar a todo. No me importa renunciar a un futuro prediseñado.
No
necesito una vida perfecta, ¿sabes?
No
necesito una sombra.
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