lunes, 15 de julio de 2013

Cuando me sumergí atado a una roca

Imagina un día nublado.
Usa de punto de referencia aquellas tormentas veraniegas que se esfuman por el horizonte, dejando su rastro en forma de nube. Imagina esas nubes a punto de explotar.
Visualiza el mar.
Nada a tu alrededor, únicamente las olas y la sombra de aquella barquita en la que estas subido.
Escucha el silencio.
El silencio de estar perdido, como el de aquella noche de verano que te hace querer salir corriendo. Piensa en ese sentimiento de huida y asume que no puedes escapar, que estás a merced de la marea, que eres una pequeña pieza de aquel gran juego de Hundir la Flota.
Siente miedo, siente un calor abochornante que te borra de la mente el camino a casa.
Piérdete en un mar de recuerdos.

¿Lo has hecho ya? Bien, pues ahora déjame contarte cómo sucedió.


Nadie puede hundirte más que tú mismo.
Es por eso que cuando te lanzas al mar, sientes un golpe de vitalidad que reaviva todos y cada uno de los órganos que tienes en el cuerpo. Sientes que el agua entra por todos tus poros, refrescándote, cambiándote, haciéndote suyo.
¿Eres feliz? Bueno, igual de feliz que puede sentirse un hombre perdido por el desierto que cree haber visto un oasis.
El agua cala cada pequeña parte de tu cuerpo mientras notas, débilmente, que permaneces en el sitio. No sabes si subes, si bajas, si caes, si flotas. No te lo preguntas, sigues disfrutando del momento, de la sensación.
El mar es azul, el agua es salada.
Solo te preocupas de que aquello se vaya a acabar en cualquier momento. Tienes miedo de que acabe, de que todo cambie, pero el confort te hace olvidar.
Es entonces cuando decides mirar hacia arriba.
Ves la luz.
La ves lejos. Mucho más lejos que antes.
Estás bajando, estás cayendo.
Levantas el brazo, como intentando tocar la superficie. Obviamente no puedes, pero crees poder hacerlo.
>>No puede ser, mi cuerpo flota<< piensas.
Es en ese momento, en el que te asaltan las dudas. Ya no estás envuelto de confort. Ahora quieres salir.
Tus pulmones comienzan a quejarse. Has olvidado el oxígeno.
Tu cuerpo no está hecho para sumergirte en el océano.

>>¿Cuál es el motivo que me hace bajar? ¿Soy yo y mis dudas? ¿Es el agua salada?<<
No, sin duda no es ninguna de esas. Notas fuertemente como algo te arrastra hasta lo más profundo de aquel mar. El fondo te llama y tu vas a su encuentro.
Al bajar la vista, encuentras el problema: Una roca.
>>¿Cómo narices pude pensar que sumergirme con esa roca era una buena idea?<<
Te asalta el miedo. Sueltas aire en forma de burbujas que escapan, que se marchan.
Ellas son libres, tú no.
Se te acaba el tiempo. Notas una gran presión en el pecho.
El fondo está cada vez más cerca, la superficie cada vez más lejos. Quieres salir y no sabes cómo.
Ahí estás, cayendo.
Tu cuento de hadas va a acabar de aquella forma. El chico que quería volar, murió ahogado. Todo aquello que dicen de que tu vida pasa por delante de tus ojos... es mentira. Pasan por delante de ti, todos los momentos en los que has reído. Por fuera y por dentro. Todos los momentos en los que sonreíste y en los que hiciste sonreír. Todos tus buenos actos, todas tus recompensas. Te despides de todo aquel pensamiento que tuviste un día y te resignas. El punto final se acerca.
Tu último pensamiento, va dedicado a aquellas pequeñas burbujas de aire que se escapan de ti. Tu último aliento. Ellas flotan, no tienen piedras que las obliguen a bajar.

Abres los ojos de golpe mientras comprendes de golpe todo. La única forma de salir de ahí, es dejando la piedra ahí. Soltando la piedra que te obliga a sumergirte cada vez más.
El fondo está a varios palmos de distancia y ahí estás tú, entre la vida y la muerte. Sin saber cuál es la elección correcta. Hasta que notas que no te controlas, que te mueve el instinto. Te aferras a la posibilidad de escapar de aquella cárcel con uñas y dientes.
>>Voy a salir, cueste lo que cueste<<
Desatarse de una roca nunca ha sido fácil, dejas muchas cosas atrás. Sin embargo, puedo aseguraros que, el momento en el que una nueva bocanada de aire entró en mis pulmones, creí que podía volar y mezclarme entre los densos nubarrones que cubrían el cielo.

Confío en que lo entiendas, Roca. No estabamos hechos el uno para el otro, mi mente nos engañó. No fue nuestra culpa. Caímos en el fondo del océano atraídos por su belleza. Fue bonito al principio, pero recuerda que, por más que empujes con toda tu fuerza, nunca podrás atar a un alma libre.
Y yo, aquel día, descubrí que lo era.

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