miércoles, 26 de agosto de 2015

Después de la tormenta

Nunca había llovido tanto. Nunca había habido un viento tan veloz.
Ryan podía recordarlo tan vívidamente que, en parte, tenía la sensación de que comenzaba de nuevo. Veía desde el gran ventanal cómo todo se iba a pique. El fuerte vendaval que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Casi estaba ahí. Casi podía escuchar los gritos, ver a la gente volando por los aires, sentir los lamentos... el dolor. Casi podía sentir de nuevo el dolor de esas personas, de esos niños que se habían perdido para siempre. Que ya no serían niños nunca más. Que ya no serían. Y ya.
Ryan casi notaba la angustia en el cuello mientras se recordaba agarrando con fuerza el manillar de la puerta. Tenía de nuevo la sensación de estar a punto de hacer una locura. Que nunca llegó a hacer. Él no.
Esos días habían cambiado su vida. Esa tormenta. Esa maldita tormenta había guillotinado su sueño americano de poder vivir feliz con sus amigos para siempre. 
Puf. Se había esfumado.
Pero el recuerdo seguía vívido en él. O al menos él quería pensar que así seguía, pues, como debéis saber, todos los recuerdos van a una gran bolsa, la bolsa de los recuerdos, escondida en la corteza cerebral. Una bolsa muy muy egoísta que los distorsiona como bien le viene en gana.
Y, aunque la bolsa de los recuerdos de Ryan era más bien una bolsita, almacenaba en ella como oro en paño el recuerdo más significativo para él: aquella tormenta de verano. 

Nadie podría haberla esperado. O quizá sí, pero nadie fue lo suficientemente valiente para decirlo en voz alta. Y, después de tanto tiempo, a Ryan seguía pareciéndole irreal.
La negrura de las nubes encima de ellos, el miedo, la lluvia, el sufrimiento de toda esa gente visto desde el cristal de la casa más segura del lugar, el odio, las ganas de llorar, ver sufrir a Chris, apretar el manillar de la puerta, soltarlo, la ganas de gritar, la indiferencia, la cobardía, la ira, el caos, el dolor y... el silencio. Ese silencio aún se le aparecía en sus peores pesadillas.
Habían sido los cinco meses más duros de sus vidas. Para los tres.
Ryan creía firmemente que las cosas sucedían por alguna razón. Quién-sea-que-haya-ahí-arriba les había mandado la peor tormenta del mundo para ponerles a prueba. Y ninguno había aprobado. Ni René, ni Chris, ni Ryan. Eran unos malditos críos jugando a sobrevivir en un mundo que se iba a pique. Destrozaron lo único que podía salvarles y... se rompieron.
Una vez por día le venía a la cabeza el recuerdo de René abriendo la puerta. La puerta que llevaba cerrada más de 152 días. Recordaba cómo la tormenta recibía su premio. Recordaba cómo sucumbían a ella, cómo se hacían suyos. René había sido un traidor, una hiena con piel de cordero. 
Fue difícil salir de esa pero, de nuevo, la casa les salvó.
Y Chris y Ryan nunca habían notado tanto silencio. Estaban solos, aunque, de alguna forma, siempre lo habían estado. Y nunca, en cinco meses, habían sentido tanta paz. Se fundieron en un abrazo que duró más de siete meses, quitándoles el oxigeno necesario para respirar los dos. Se apoyaron tanto el uno en el otro que el otro se había convertido en uno. Fusionaron sus mentes, unieron sus virtudes y también sus defectos. Se convirtieron en la mejor persona del planeta, pero también la peor. Se curaban las heridas con mentiras de jarabe y se limpiaban por dentro vomitando odio en forma de palabras que se las acababa llevando el viento. Se afilaban las lenguas con cuchillos de metal que imaginaban atravesando la carne blanda de un corazón podrido y envuelto en mentiras. 
Perdieron la cabeza.
Y no les juzgues. Tú también la habrías perdido.

Ryan había despertado de su sueño hacía varios días, puede que meses. Había perdido la noción del tiempo. Su teléfono había sonado por primera vez en todo ese tiempo. Aunque lo había hecho bajito. Con un sonido casi inaudible. Solo lo había oído él, que estaba despierto. Y al descolgarlo le contaron aquello que él ya sabía. 
Y despertó. 
Intentó llevarse las manos a la cabeza, pero las cadenas no le dejaron. Intentó gritar, pero la mordaza no le dejaba. Intentó huir, pero no podía hacerlo. No tenía motivos para hacerlo. 
Pensó en Chris. En lo que le quería y en cómo había sido capaz de encerrarle de aquella forma, pero, al echar la vista a un lado le vio ahí, a varios metros, dormido, atado de la misma forma que él, solo que más alejado de la ventana. 
Y entonces lo comprendió todo de golpe.
Su casa, su hogar, su asedio, el lugar donde se habían refugiado tanto tiempo antes y después de la tormenta, era una prisión. Les había secuestrado, les había chupado la sangre como la peor de las garrapatas. Les había hecho convertirse en algo que él no quería ser. 
Habían navegado a su merced sin darse cuenta de que estaban en alta mar. Eran las hormigas de un hormiguero. Sujetos de experimentos. Estúpidos conejillos de Indias. Los mejores monstruos que el ser humano había creado y... también los peores. 
Fue entonces cuando Ryan se dio cuenta de que había sido peor el remedio que la enfermedad. Deseó haber abierto la puerta antes que René, en las mil y una ocasiones que había tenido, y haber notado cómo la tormenta le tragaba. Deseó mil veces oír su cuerpo crujir y romperse en mil pedazos antes que estar ahí. Quieto.
Aquella casa había sido una fábrica de monstruos, un cuento con el peor de los finales, un lavado de mentes, un espejismo. No se reconocía, Ryan no era capaz de reconocerse. ¿Quién narices era? ¿Cómo podía haber cambiado tanto en un año? La oscuridad de su habitación le había invadido, había hurgado en todas y cada una de sus cicatrices y las había curado. O al menos eso creía él. Porque aquella casa había hinchado sus estómagos para luego comérselos. Era la cárcel más bonita. Como un beso del escorpión, dulce, pero terriblemente mortal. Había sido el refugio más insano que se había visto nunca en la Tierra. Era la cárcel más bonita. Una dulce locura, un manicomio vestido de luces de color carmín. Esa casa era el infierno disfrazado de paraíso.
Fue entonces cuando Ryan compendió que la casa no les había salvado, les había condenado. Les había hecho depender demasiado el uno del otro. Como aquel animal doméstico que nunca podrá volver a ser salvaje. Ya no podrían adaptarse al mundo real. Estaban condenados, atados con cadenas a esa casa, literal y metafóricamente hablando. Habían caído en un pozo sin fondo y no podrían salir de allí nunca. 
Nunca jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario