lunes, 4 de junio de 2012

Eclipse Lunar

El reloj de Savier marcaba las once en punto. Habían llegado justo a tiempo.
Había centenares de personas en puerto, andando de un sitio a otro, con cara de felicidad.
Era un día especial, no cabía duda.
Tom adoraba ver la cara de ilusión de la gente. Notaba como si en su rostro tan solo hubiese luz, armonía. Todos ellos elevaban la cabeza para observar un buque. Un gigantesco buque.
Las once y dos minutos.
Ante ellos, se alzaba nada más y nada menos que un barco de casi 300 metros de eslora. Era el trasatlántico más largo construido por aquella época.
El rey de los mares.
Los que habían viajado en él, habían dicho que rompía las olas de una manera única, perfecta.  Rebosaba belleza, de eso no cabía duda. Savier contaba por lo menos diez cubiertas. Realmente tenía catorce. De color blanco en su totalidad (excepto algunos detalles pintados de rojo) el barco flotaba majestuoso ante la costa de Southampton, Inglaterra.
El RMS Sovereign, el gigante del Atlántico.
Tenía una capacidad de 2700 personas y, ellos, eran lo suficientemente afortunados como para poder viajar en él en su reinauguracion.
-Es impresionante, ¿verdad?- exclamó Eduard con cara de asombro.
Lo era, realmente lo era.

Todo el mundo caminaba de un lado a otro, con prisa. Estaba casi todo listo para zarpar. Sólo quedaban embarcar menos de la mitad de los pasajeros. Savier y sus hijos se colocaron en la fila de inspección. Allí, los pasajeros que no fueran de primera clase, tenían que pasar un registro de salud. Una rápida revisión de piojos y otro tipo de plagas o enfermedades. La familia de delante había sido expulsada de la cola por sarna.
-¿Qué es sarna?- preguntó Edudard.
-En un insecto diminuto que te escava la piel por dentro y crea túneles por tus poros- explicó Tom.
-¿Escavan túneles por tu piel?
-Sí, y eso hace que te pique mucho
La mujer de delante se giró mirando con algo de desprecio al pequeño Tom.
-¿Dónde has aprendido eso, Tomas?- preguntó su padre.
-Dylan, un amigo de la escuela, estuvo días sin venir a clase por eso. Me lo explicó y me dijo que era un secreto y que no podía contárselo a nadie.
Savier sonrió.
-Ahora sabemos que eres alguien a quién confiarle un secreto, Tom- dijo, irónico, su hermano Eduard.

La fila avanzó rápidamente. Tanto, que pronto les tocó su turno a Savier y a sus hijos.
-Savier Martin- dijo el marinero.
-Presente
-Éstos son Tomas y Eduard Martin, ¿cierto?
Ambos asintieron.
-¿Quién es quién? preguntó el marinero al oído de Savier.
-El de la izquierda es Eduard, el de la derecha, Tom. Son gemelos.
Era cierto que los dos pequeños eran prácticamente idénticos. Los dos tenían el pelo largo, liso y rubio. Ambos tenían los ojos verdes, pero los de Eduard eran algo más azulados.
-¿Y su madre?- preguntó el marinero.
Savier tragó saliva.
-Nuestra madre nos espera en Brooklyn- mintió Tom, antes de que Savier pudiera contestar.
El marinero miró a Savier. Él asintió.
-Está bien. Pasen.
Los tres se quitaron la gorra. Otro marinero examinó sus cabellos con un peine. Primero el de Savier y luego el de los pequeños.
-Todo en orden- dijo.
-Siguiente- gritó el marinero -Tienen que ir a la cola de embarque, el buque está a punto de zarpar.
Savier cogió sus cosas y comenzó a correr. La fila de embarque estaba a varios metros de ellos, así que la alcanzaron con facilidad. Había mucha gente, para embarcar, de segunda clase, pero sin embargo, la cola se les hizo rápida.
Cuando llegó su turno, Savier entregó su billete y el de sus hijos. El marinero los observó y dio su visto bueno. Savier sonrió. Ya eran pasajeros del RMS Majestic.

El lujo del buque les cautivó. Los tres observaban totalmente sorprendidos. Todo estaba adornado al mínimo detalle. Savier, boquiabierto, no podía apartar la mirada de toda la decoración.
-¡No puedo creerlo!- exclamó Tom sobresaltado.
-Parecemos de primera clase, papá- dijo Eduard.
Savier sonrió de pura felicidad y, seguidamente, miró su billete para saber cuál era su camarote. Estaba en el cuarto piso.
-Chicos, vamos a tener que andar un rato- dijo Savier observando a sus hijos muy sonriente -Este barco es enorme.

Cuando llegaron al camarote, los pequeños saltaron sobre la cama. Savier no pudo reñirles, no encontraba razones. Ése era un momento de pura felicidad. Los pequeños habían sufrido mucho después de la muerte de su madre y realmente necesitaban un respiro, un motivo por el que ser felices. Y, éste, sin duda era uno.
Conseguir los billetes le había costado sudor y lágrimas, pero lo había conseguido y ahora estaban ahí. Con ver la sonrisa de sus hijos le bastaba, sólo necesitaba eso.
-Chicos, ¿qué os parece si vamos a dar una vuelta por el barco?- preguntó su padre -Al fin y al cabo, vamos a tener que estar una semana aquí metidos, más nos vale conocernoslo bien.
Antes de acabar de decirlo, los pequeños ya estaban saliendo.
Savier sonrió.
 Él también era feliz. Muy muy feliz. Sabía que Aurora sería feliz de verlos ahí. Estaba seguro.
Los tres salieron del camarote a toda prisa. En ese momento, se oyó un potente ruido. La bocina del barco sonaba a toda potencia.
-Zarpamos- dijo el padre.
-¡Vamos a perdernos el zarpaje!- gritó Eddie corriendo.
-No se dice zarpaje, Ed, esa palabra no existe.
-¡Corred chicos!- gritó Savier echando a correr -¡El primero que llegue arriba gana!

Era en momentos como ese en los que Savier prefería estar allí que en cualquier parte. Adoraba a sus hijos. Se detuvo un momento a observarlos, allí, asomados en cubierta, dominados por la felicidad, saludando y gritando a toda la gente que se quedaba en puerto. Sabía que era lo único que tenía en el mundo y que era el motivo por el que se enfrentaba al día a día.
-¡Papá, mira!- gritaba Tom.
-Nunca más vamos a volver a ver Inglaterra...- dijo Eddy de pronto, con un toque se melancolía.
Su padre se acercó a él y se puso a su altura.
-Eso nunca se sabe, Eduard. Nunca sabes los giros que puede dar la vida. Un día despiertas con el dulce vaivén de las olas y nada parece cambiar, pero al día siguiente, una fuerte tormenta te impulsa a girar el timón hacia una dirección distinta.
Eduard comprendió las sabias palabras de su padre. Entendió que hablaba desde la experiencia y deseó parecerse algún día a él. Acto seguido, se subió a una de las barras y continuó saludando a la gente del puerto de Southampton, que, eufóricos, observaban como el RMS Sovereign se alejaba, sin descanso, en dirección a Nueva York.

Fueron unos días realmente intensos. Savier tuvo el suficiente tiempo como para reflexionar sobre todos los aspectos de su vida. Sus hijos le ayudaron en lo que pudieron, en lo que entendieron, pero por lo demás estaba solo. Ése era su sentimiento durante el transcurso del viaje. Se sentía realmente sólo. Si no fuera por sus hijos, no sabía lo que había podido ocurrir con su vida. Aurora se había convertido en su todo años atrás y, al perderla, se había perdido él mismo.
Sin embargo, aquellos días en el Sovereign, habían sido realmente productivos. Había continuado con su investigación y estaba terminando con su libro sobre los océanos. Se sentía realmente inspirado ahí. Sus hijos, disfrutaban del barco. Se pasaban el día jugado y conociendo gente. Savier apenas les veía en toda la mañana. Ellos cuidaban de sí mismos. Eran realmente maduros.
-Gracias papá- le dijo Eduard.
Savier dejó las hojas sobre el escritorio de su camarote.
-¿Gracias?- preguntó su padre.
-Sí, gracias por cuidarnos. En las peores situaciones es necesario sentirse querido y yo sé que, aunque el timón dé un inmenso giro, tú vas a estar ahí para cuidarnos.
Savier escuchó las palabras de su hijo con una profunda ternura. Se sintió orgulloso. Se levantó y abrazó  a su hijo con fuerza, sin saber qué decir.
-Gracias- dijo simplemente conteniendo las lágrimas.

El barco llevaba dos días navegando. El mar había estado en calma todo el tiempo. Lo cierto era que el Sovereign no era el barco más rápido que existía en el planeta, pero no tenían prisa. Lo importante era llegar, no importaba el tiempo.
-¿Dónde está tu hermano, Eduard?- preguntó el padre.
-La última vez que le vi, estaba en cubierta, hablando con un señor con traje.
A Savier se le paró el corazón.
Salió corriendo de la habitación y subió a toda velocidad las escaleras del barco. No estaba del todo lejos de cubierta, pero tampoco cerca. A Savier no le importaba, sólo quería saber quién era el hombre con el que hablaba Tom y si se había metido en un lío.
Pronto localizó al pequeño. En frente suya estaba un señor de elevada edad, tal y como había descrito Eduard. Savier reconoció al hombre al instante y se fascinó. Se acercó lentamente hacia ellos.
-Y recuerda, pequeño, no hay ninguna necesidad en la infancia más fuerte, como la necesidad de la protección de un padre- le dijo el hombre a Tom.
-Entiendo.
-Perdone, señor Sigmund, mi hijo puede ser muy curioso a veces- dijo Savier, algo nervioso -Disculpe si le ha molestado.
-¿A mí? Para nada. Este chico, su hijo, es realmente un niño muy listo. Da gusto poder hablar con él- dijo el señor, sonriente.
-Vamos Tom, agradece el alago al señor Sigmund.
-Veo que me ha reconocido.
-¡Cómo no!- exclamó -He leído prácticamente todos su libros, es usted alguien formidable. Su teoría sobre... ¿cómo lo llama? El psicoanalisis... Es realmente impresionante.
-¿De veras? Muchas gracias, no suelo encontrarme con lectores a menudo, me alaga ver que a alguien le interesan mis estudios. Pensaba que me leían cuatro gatos.
-Pues no. Yo le admiro muchísimo- exclamó Savier.
-¡Sigmund, cielo, la comida va a enfriarse!- exclamó una mujer a pocos metros de ellos.
-No le entretengo más, señor Freud- dijo Savier apretando la mano del hombre -Mucho gusto en conocerle.
-El placer es mío, joven. Continúe con esa vitalidad. Sé que puede cumplir sus sueños.
Savier sonrió mientras observaba como Sigmund Freud se marchaba.
-¿Quién era papá?- preguntó el niño.
-Un genio, Tom, un auténtico genio.

Aquel atardecer no había sido como ningún otro. Había tenido un toque más profundo de magia. No sabía como explicarlo, pero Savier sentía que su vida iba a cambiar después de aquel ocaso. Nunca supo cómo, pero acertó por completo.
Cuando la familia acabó de comer, se levantó en dirección a su camarote a vestirse para el baile de gala. El comedor estaba a rebosar. Más de 300 personas estaban ahí, charlando, algunos más fuerte que otros. Sin embargo, al levantarse, Savier se topó con una sola persona, la más importante. El choque fue seco, pero indoloro. Cuando observó la cara de la persona con la que acababa de chocarse, se le heló la sangre por completo. Sus ojos se abrieron como platos.
Podría haberla reconocido en cualquier sitio. Su tez morena, sus rasgos, su cara. No había cambiado absolutamente nada.
-Blanca- dijo.
La joven volvió a mirarle a los ojos, esta vez con un toque distinto.
-No es posible- exclamó.
Le había reconocido.
-Blanca, eres tú- dijo el hombre.
La chica estaba sin palabras, contenía el aliento intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Llevó su mano a la boca y contuvo un par de lágrimas. Era un milagro.
La joven estaba vestida de camarera. Trabajaba ahí. Tenía tanto que decirle... pero por su boca no salía ni una sola palabra.
-Savier... no sé cómo... pero...- intentó decir.
-¡Blanca, vuelve al trabajo!- gritó un hombre desde la puerta de la cocina.
La joven se comenzó a poner nerviosa, le temblaba el pulso.
-Te espero a las once en la puerta de este restaurante. No sé cómo ha podido ocurrir, pero necesitamos hablar- dijo el joven de pronto y sonrió.
La joven sonrió también, justo antes de volver al trabajo.
Savier salió del sitio con el aliento entrecortado. Aún no podía creerlo.


La luna estaba llena.
Tom y Eddie se habían quedado jugando con unos amigos que habían conocido. Savier, en cambio, se asomaba en la cubierta del barco.
Le gustaba ver el mar roto por la velocidad del barco. El sonido le relajaba. Le recordaba viejos tiempos. Un recuerdo venía a su mente en ese momento: Blanca.
Aquel fatídico día, el rumbo de su vida había cambiado para siempre. Es curioso como un instante, un pequeño momento, puede cambiar irremediablemente el curso de las cosas. Sin duda, aquel momento cambió su vida para siempre. Recordaba a Blanca, a Arthur a John, incluso podía recordar a Lean Roch. Ésa había sido una de las historias favoritas de sus hijos, una historia para nada fantástica. Real, totalmente real, de principio a fin, por muy inverosímil que pareciese.
El hecho de que el destino hubiera querido que Blanca y él cruzasen sus caminos ahí, en el Sovereign, era del todo fascinante. A Savier se le erizaba la piel al recordar su llegada, en las costas de California. Cada uno siguió su camino, pero prometieron volver a rescontrarse. Savier había perdido la esperanza hacía tiempo, pero el sabio destino le había cerrado la boca de nuevo.
-Sa...vier- dijo una voz femenina detrás suyo.
El hombre se volvió para saber quién le llamaba.
-Blanca- dijo sonriente.
No pudo evitarlo. Se lanzó a darle un abrazo irremediablemente.
-Pensé que nunca volvería a verte- dijo.
-No me olvidé de usted- susurró Blanca -Le nombré en mis oraciones cada noche, cada noche, hasta el dia de hoy.
Savier sonrió de pura felicidad.
Ambos se separaron.
-No has cambiado prácticamente nada, sigues hermosa, como siempre- dijo el hombre.
-Muchísimas gracias- dijo ella tímida -Usted está estupendo también.
Hacía treinta años que no se veían, pero había surgido un fuerte lazo de amistad, prácticamente irrompible.
La luna comenzaba a cubrirse por una pequeña capa de niebla oscura. Empezaba a cobrar un color rojizo, pero ellos no le prestaban atención. Estaban demasiado ilusionados y emocionados de verse de nuevo, de poder contar cómo iban encaminadas sus vidas.
-¿Qué hiciste al llegar a Carolina del Norte?- preguntó Savier.
-Volví a Brasil, a mi hogar. Estuve viviendo allí durante diez años, encontré trabajo. A penas notamos la guerra. Sólo por las noticias que llegaban. Cuando acabó, noté como el mar me llamaba. Y sin saber cómo, acabé aquí, en este precioso barco, con usted- explicó Blanca.
Savier sonrió.
-¿Y usted?- preguntó la joven.
-Yo viajé mucho. Volví con mis padres. El negocio de padre iba de mal en peor, pero, de un día para otro, comenzó a cobrar fama y... en pocos días estaba trabajando para él. Allí conocí a Aurora y pronto se convirtió en mi mujer. Nos casamos por todo lo alto, mi padre se ocupó de todos los gastos. Pronto dio a luz a mis pequeños retoños y... bueno, falleció hace unos años.
-Cielo santo- exclamó la joven.
-Tuberculosis- dijo él simplemente.
-Lo siento mucho- dijo la joven -De veras, lo siento, Savier.
-Me dejó a cargo de dos hijos, totalmente sólo. Aquella casa me apresaba, me ataba a ella y comenzaba a enloquecer. Así que decidí marcharme de ahí, a Europa, a Inglaterra. Ahora volvemos a casa. Mi padre ha enfermado y posiblemente tenga que llevar yo el negocio.
-Cielos- exclamó ella -Una vida repleta de dolor, por desgracia.
-Y de amor, Blanca, de mucho amor. Del amor que se siente por un hijo, por un padre, por una mujer. Pero en mi mente siempre vive aquel barco. Aquel barco donde te conocí.
Blanca sonrió.
La noche se oscureció del todo de pronto.
-¿Qué ocurre?- exclamó Blanca.
Ambos miraron al cielo. La luna era cubierta en su totalidad por una sombra. Aquello era sin duda un eclipse.
El corazón de Savier comenzó a latir con fuerza.
-¿Recuerdas aquél día, Blanca?- preguntó Savier.
-Cómo poder olvidarlo- dijo.
-Aquel día hubo un eclipse solar, ¿lo recuerdas? Nos alarmamos, pensábamos que era una obra divina. Y, ahora, el destino vuelve a hacer de las suyas. Justo el día que te encuentro, hay un eclipse total de luna.
-¿El destino? ¿Usted cree?- preguntó la joven, acercándose más y más a él.
-El destino, estoy seguro- susurró él, a pocos metros de sus labios.
El tiempo se paró durante unos segundos. El barco dejó de moverse, la tierra dejó de girar. Savier miró profundamente a los ojos de Blanca y se acercó lo suficiente para rozar sus labios.
Se besaron.
Ella respondió a aquel beso con intensidad, como si fuese el último, ciega de deseo.
Fue hermoso.
Aquel sentimiento oculto durante tantos años salía aquella noche a la luz, a la reducida luz de la luna, tapada por la sombra de la propia Tierra. Ambos habían deseado hacerlo aquel día, pero no tuvieron tiempo, ni tampoco valor. Ahora, las cosas eran distintas, todo había cambiado, pero, extrañamente, a Savier le parecía que no había pasado el tiempo, que todo seguía igual.
Cuando la magia del beso acabó y la luna volvió a brillar, ambos se miraron de nuevo a los ojos. Lo que acababan de hacer no era correcto, pero no se sentían culpables.
Observaron de nuevo la luna, mágica y misteriosa. Aquel día había sido especial. Einstein probaría su teoría de la relatividad en base a aquel eclipse, la naturaleza volvía a dejar boquiabiertos a todos los humanos, pero, sin duda para Savier había sido especial por otro motivo: Todos los momentos de su vida le habían preparado para aquel instante. Aquel momento en el que su vida había cobrado sentido, aquel momento en el que veía las cosas de otra forma. Agradeció a Dios, a su sino, a la luna poder estar ahí ahora. Agradeció que su camino se hubiera cruzado de nuevo con el de Blanca porque, ahora, sabía que sus caminos no podrían separarse nunca más.

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